—Pero no lo conseguirá, ¿verdad? —preguntó Tara antes de beber un sorbo de agua.
—No, claro que no. Pero yo no lo quiero. Llevo seis meses trabajando y no puedo más. Necesito un descanso. Ya no soy joven.
—Quieres volver a tu vida ociosa, a hacer lo que te dé la gana todo el día.
—Pues sí. —No me daba vergüenza admitirlo—. Es decir, me gustaría seguir con el mismo grado de implicación, pero no a este precio. No quiero ser responsable de cuanto ocurre a mi alrededor. Me gustaría que volviera a ser como antes.
—¿A quién no? —murmuró como de pasada, pero yo me guardé esa frase pues sospeché que era una indirecta—. ¿Y qué vas a hacer? ¿Fichar a alguien de otra emisora? Si quieres puedo recomendarte a algunos…
—No, no —la interrumpí—. No te preocupes. Se me ha ocurrido una idea, pero no sé si tiene mucho sentido. Debo darle unas cuantas vueltas más. Bueno, cuéntame cosas. Pero sé sincera. ¿Estás contenta con tu trabajo?
—Tan contenta como lo estás tú con el tuyo. —Tara suspiró—. Me siento un poco desperdiciada, la verdad. Estoy muy harta de los programas que hago, y el resto son tareas puramente administrativas y de investigación, que no me interesan en absoluto. Quiero volver a estar ante la cámara. Me gustaría llevar un noticiario digno, serio, nada más. Yo me ocuparía de todo; diseñaría un formato innovador y contrataría un buen equipo profesional para que fuera un éxito rotundo. Un buen noticiario, eso es lo único que quiero.
Asentí con la cabeza y clavé los ojos en la mesa, para no levantarme y ponerme a bailar de alegría; la comida de negocios había resultado mucho más positiva de lo que había previsto.
—Tara, creo que ha llegado el momento de que los dos pongamos las cartas sobre la mesa, ¿no crees?
Esperé a que Tommy se hubiera instalado en casa antes de visitarlo. Andrea abrió la puerta y al verme soltó un suspiro de alivio, aunque no hubiéramos hecho muy buenas migas en el hospital. Su embarazo estaba muy avanzado y había aumentado visiblemente de peso, pero por lo demás se la veía sana, aunque un poco cansada.
—¿Cómo está el enfermo? —pregunté al tiempo que entraba y me quitaba el abrigo—. He pensado que debía darle un par de días de descanso antes de visitarlo.
—Pues a mí me vendrían muy bien —dijo mientras me conducía al salón donde Tommy miraba la televisión—. Pero ya que estás aquí aprovecharé para salir un momento. Te veo luego, Tommy, ¿vale? —Su tono era áspero e irritado, como si fuera la canguro y estuviera hasta la coronilla de cuidar a mi sobrino.
Tommy soltó un gruñido y Andrea se marchó, dejándonos solos. Estaba tumbado en el sofá delante del televisor; llevaba una camiseta, pantalones de chándal y gruesos calcetines de lana. A juzgar por el aspecto de su cabello, debía de hacer días que no se bañaba, y aún estaba muy pálido. Cuando entré, apenas me miró, y hasta subió el volumen. Estaba viendo la programación infantil: dibujos animados.
—¿Sabes en qué se diferencia un personaje de dibujos animados de una persona de carne y hueso? —me preguntó desde el sofá.
—Dímelo tú.
—En los dedos —murmuró—. Los dibujos animados siempre tienen cuatro dedos. Ésa es la diferencia. ¿A qué crees que se debe?
Pensé sobre ello.
—Bueno, sí. Por eso y por el hecho de que los personajes de los dibujos normalmente están animados —dije—. ¿Qué te pasa, Tommy? Siéntate como es debido y compórtate como un adulto, por favor. Voy a preparar café. ¿Una taza?
—Té —musitó.
Recordé que, pese a su adicción a múltiples sustancias estupefacientes, la única droga que lo dejaba indiferente era la cafeína.
Cuando volví con las infusiones, crucé la sala y apagué el televisor.
—¡Eeeh! —protestó Tommy—. Estoy viendo un programa.
—Pues ya no —dije mientras me acercaba y colocaba la taza de té delante de él, que frunció el entrecejo y se cubrió los ojos con las manos sin cambiar de postura, esperando a que continuara. Suspiré y añadí—: Veamos. ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?
—Sí, claro —repuso con sarcasmo—. Estoy de maravilla. Hagamos un repaso: tomé una sobredosis, he estado a punto de palmarla, me paso el día metiéndome esos medicamentos repugnantes que me destrozan el estómago y me provocan una diarrea galopante; no tengo un penique, mi novia está a punto de abandonarme y voy a ser padre en menos de un mes. Ah, se me olvidaba, y me han echado del trabajo. Con todo lo que me está pasando últimamente, comprenderás lo contento que estoy. Gracias por tu interés, eres muy amable.
—¿Te han echado? ¿Cuándo?
—Ayer —contestó en voz baja, y pareció un poco avergonzado—. Stephanie me llamó para interesarse por mi estado, al menos es lo que dijo al principio, pero luego añadió que había pensado que debería tomarme un descanso, que mis actividades extracurriculares (sí, utilizó esa expresión) daban una imagen poco favorable de la emisora y que no podían permitirse el lujo de tenerme trabajando allí. De modo que muchas gracias por habernos dedicado nueve años de tu vida y adiós muy buenas —concluyó llevándose la mano a la frente e imitando el saludo militar.
Negué con la cabeza en señal de reprobación. No me sorprendía que lo hubieran despedido, sino que no hubiesen esperado un momento más apropiado para comunicárselo. Al fin y al cabo, como mínimo tenía un mes de baja por enfermedad y con un poco de suerte en ese período habría puesto su vida en orden. No hacía falta que se dieran tanta prisa.
—Lo siento mucho. Es una lástima, pero…
—Pero ya sabías que iba a suceder —me interrumpió—. No tienes por qué recordarme que ya me lo habías advertido, que vienes haciéndolo desde hace años.
—No iba a decir eso, sino que quizá había llegado el momento de que dejaras la serie. Me refiero a que llevabas demasiado tiempo. ¿Qué edad tenías cuando empezaste? ¿Doce?
—Catorce.
—No querrás pasarte el resto de tu vida representando un personaje de telenovela, ¿verdad?
—Es un trabajo como cualquier otro, tío Matt —musitó en tono quejumbroso mientras se enderezaba—. Y ahora resulta que lo que más me perjudicará será el haber pasado tanto tiempo en esa serie. ¿Qué productor televisivo o cinematográfico verá a Tommy DuMarqué? ¡Ninguno! Todos verán a Sam Cutler, al estúpido de Sam, un chico con un corazón de oro pero pocas neuronas. Estoy encasillado. ¿Qué ha sido de Mike Lincoln? ¿Y de Cathy Eliot? ¿Y Pete Martin Sinclair? ¿Dónde los has visto últimamente?
—¿Qué? ¿Quiénes? —inquirí antes de entender lo que quería decir.
—¡A eso me refiero! —gritó—. Todos ellos fueron en su momento tan famosos como yo. ¿Y dónde están ahora? En ninguna parte. Lo más probable es que trabajen en un restaurante de mala muerte. ¿Lo quiere con patatas o sin, señor? Éste es el futuro que me espera. Nunca volverán a contratarme para una serie de televisión. ¡Ya no sirvo! —Inclinó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Por un instante temí que estuviera llorando, pero me equivocaba. Sólo quería oscuridad, no ver nada ni a nadie, quitarse de en medio—. ¡Ojalá me hubiera muerto! —exclamó, y al retirar las manos respiró hondo—. Debería haber muerto de sobredosis.
—¡Basta ya! —rugí, furioso. Me acerqué y me senté junto a él en el sofá. Le cogí la cara con las manos, pero rehuyó mi mirada. Se lo veía tan cansado, tan harto de vivir, que me dio mucha pena. De pronto, en su rostro de chico moribundo vi la cara muerta o agonizante de sus antepasados, todos fallecidos a su misma edad. Fracasado, deprimido, Tommy iba por el mismo camino que los demás—. No vas a morir.
—¿Qué razones tengo para vivir?
—Un hijo en camino, para empezar —respondí, y él se encogió de hombros—. Dime una cosa —añadí tras una pausa—. Me has comentado un millón de veces lo pesado que te resulta ser famoso, que te encantaría que te dejaran en paz. En realidad, no soportas que la gente esté pendiente de ti todo el tiempo…
—Bueno, todo el tiempo no —murmuró. Al menos no había perdido el sentido del humor, ya era algo.
—¿En qué medida te gustaría que te dejaran en paz? ¿Hasta qué punto te importa la fama? Contesta, Tommy. ¿Es importante o no? ¿Qué significa ser famoso? ¿Qué se siente estando todo el día rodeado de celebridades?
Reflexionó unos instantes, como si pensase que su respuesta era importante.
—La verdad es que no mucho —admitió al fin, y pareció que ello constituía una revelación también para él—. He sido famoso, soy famoso, pero eso no significa mucho. En realidad, sólo quiero triunfar. No me gustaría ser un fracasado el resto de mi vida. Tengo… no sé, ambiciones. Para mí es muy importante pensar que he triunfado en la vida, que soy alguien. No puedo quedarme estancado. He de avanzar…
—¡Bien! —exclamé con satisfacción—. ¿Es eso lo que quieres realmente? ¿Triunfar? —Sí.
—Muy bien. Entonces todo lo que te pasa no tiene ninguna importancia. Olvídate de la serie. Puedes hacer muchas otras cosas. ¡Por el amor de Dios, tienes poco más de veinte años y toda la vida por delante! En una década has conseguido diez veces más que la mayoría de la gente de tu edad. ¡Imagina lo que serás capaz de hacer en el futuro! Cálmate un poco, o irás directo a la tumba. Si sigues así al final lograrás palmarla.
—¡Me da igual! —exclamó, abatido otra vez.
—Tommy —dije, bajando la voz—, siéntate bien y escúchame. Voy a hablarte de tu familia, de tu padre y del padre de tu padre y del padre del padre de tu padre… Es algo que nunca he hecho, créeme. Te contaré cómo se malogró su vida, y si no eres capaz de cambiar para escapar a su suerte, no tendrá sentido que sigamos aquí ninguno de los dos. Hay nueve generaciones de DuMarqué cuyo destino ignoras, aunque estás siguiendo sus pasos escrupulosamente camino del cementerio. El final está a la vuelta de la esquina, Tommy. Aquí y ahora. Hoy mismo.
Me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de historia.
—Historia.
—¡Sí! Lo que digo es que estás reproduciendo las mismas pautas de tus antepasados porque eres demasiado estúpido para abrir los ojos y darte una oportunidad. Ninguno apreciaba la vida, y por eso la sacrificaron. Y yo he recibido todos esos años no vividos, y no puedo más, ¿entiendes? —dije, consciente de que la conversación tomaba unos derroteros que no había previsto.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo puedes decirme eso? Es decir, quizá conocieras a mi padre, y tal vez a mi abuelo, pero es imposible que…
—Tommy, vuelve a sentarte y déjame hablar. Y no abras la boca hasta que haya terminado, hazlo por mí.
Frunció el entrecejo.
—Vale —dijo dándose por vencido. Se inclinó y cogió la taza de té.
—Bueno —empecé, y respiré hondo. Estaba decidido a salvarle la vida. Era mi obligación—. Bueno —repetí, preparándome para iniciar mi relato—. Voy a contarte una historia, y quiero que no me interrumpas hasta que acabe. Nunca te has dado cuenta de una cosa que me ocurre. Sé que será difícil que la entiendas, pero de todos modos intentaré explicártela lo mejor que pueda.
»Nunca muero. Sólo me vuelvo más y más viejo.
Durante los días siguientes, la reacción del público al despido de Tommy no dejó de sorprenderme. Aunque al principio la sobredosis había provocado un horror generalizado en la prensa sensacionalista ante los excesos de una juventud demasiado consentida que desaprovechaba sus oportunidades —una opinión predecible e hipócrita como pocas, teniendo en cuenta que eran los medios de comunicación los primeros responsables de crear ese tipo de fenómenos—, después de un tiempo ese punto de vista dio paso a otro más piadoso y comprensivo.
No había duda de que Tommy DuMarqué formaba parte de la vida de la nación desde hacía nueve años. El país entero había presenciado cómo pasaba de ser un adolescente violento y conflictivo a un hombre responsable, aunque algo promiscuo. O mejor dicho, había visto crecer y cambiar a Sam Cutler, pero ya se sabía que los dos nombres eran intercambiables, como también sus vidas. Todo el país había seguido expectante sus aventuras en la prensa, había adquirido sus discos, pegado sus posters en las paredes de la habitación, comprado las revistas del corazón donde lo fotografiaban en una lujosa mansión que fingían que era de su propiedad. Una semana, una revista mostraba a Sam Cutler abrazado a Tina en la portada y se vendía como rosquillas. En la siguiente, Tommy DuMarqué aparecía con su nueva novia y se agotaban los ejemplares. La línea que separaba al personaje del hombre de carne y hueso era muy fina; las distinciones se difuminaban cada día más. Todo el mundo parecía haber invertido en la vida de Tommy o de Sam, y no iban a renunciar a él tan fácilmente.
Los noticiarios empezaron a informar de las muchas cartas de condena que recibían los productores por haberlo despedido cuando más necesitado de ayuda estaba. Después de haberlo criado durante tanto tiempo, seguían las cartas, y tras convertirlo en una estrella, era indignante que lo dejasen tirado en la cuneta por adoptar un estilo de vida al que estaba predestinado por su profesión.
A través de un periódico se hizo un llamamiento a todos aquellos que estuvieran en contra del despido de Tommy DuMarqué. Se les pidió que no sintonizaran el capítulo de la serie el martes por la noche y, en efecto, los índices de audiencia descendieron de su posición habitual de quince millones de telespectadores a sólo ocho millones. Ignoraba lo que estarían pensando los productores de la serie, pero no creo que fuera nada agradable.
Llamé a Tommy para saber si se sentía más animado por las noticias, pero no estaba en casa.
—Ha tenido que colarse por la ventana de un piso de la planta baja —explicó Andrea—. La mitad de los medios de comunicación mundiales están acampados aquí delante. Esperan una respuesta de Tommy.
—Que no se le ocurra ponerse ante ningún micrófono —dije con firmeza—. Sólo le falta declararles la guerra a sus productores. Dile que mantenga la boca cerrada. Si quiere volver, es lo mejor que puede hacer.
—No te preocupes, no piensa decir nada.
—Aparte de eso, ¿cómo está?
—Bastante bien, la verdad —respondió Andrea en tono optimista—. De hecho, mucho mejor que la semana pasada. Ha vuelto al hospital a hacerse una revisión. Habla de unirse a un grupo de drogadictos anónimos, y no creo que le vaya mal.
—Ah, ¿sí? —dije, encantado de oír esas palabras—. Al fin buenas noticias.
—Siempre y cuando no lo deje, pues ya sabes cómo es. —Hizo una pausa—. ¿Crees que recuperará su trabajo en la serie?