Aun así, llevé a Dominique a la cocina y desde allí la arrastré por las escaleras hasta su habitación, que olía a cerrado. Abrí la ventana después de tenderla en el lecho, y cuando iba a salir reparé en que tenía la camisa y las manos ensangrentadas. Me llevé un susto de muerte, pues me daba más miedo la sangre que el cadáver, que me resultaba extrañamente ajeno, como si no fuera Dominique sino una mera representación de ésta, una imagen falsa, y su verdadera personalidad yaciera en lo más profundo de mi ser, a años luz de la muerte.
En esa ocasión no volví la vista atrás antes de salir de la habitación. Fui al dormitorio de Jack y me cambié la camisa ensangrentada. Una vez fuera, me lavé las manos en la bomba y observé el agua roja escurrirse por el desagüe, y con ella la esencia última de mi amada. A continuación fui a la cuadra y desaté dos caballos, los dos más rápidos y resistentes que poseía sir Alfred, y sin hacer ruido los conduje por el camino hasta la verja de la propiedad. Allí monté uno y, sosteniendo las riendas del otro, me dirigí a toda prisa a la prisión, en las afueras del pueblo. Até los caballos y caminando como un sonámbulo entré en la cárcel. El celador —que no era el mismo que en mi visita anterior— echaba una cabezada sobre el escritorio, pero dio un brinco cuando carraspeé y se agarró a la mesa muy nervioso.
—¿Qué quieres? —preguntó antes de fijarse en la caja de puros que yo llevaba. Sin duda Jack lo había puesto al corriente de nuestro plan, pues se le iluminó la mirada. Recorrió con los ojos la habitación desierta y, al tiempo que señalaba con la cabeza en dirección a la celda, añadió—: Eres su amigo, ¿eh?
—Sí. ¿Puedo verlo?
Se encogió de hombros, así que anduve hasta el final del pasillo. Jack estaba en su celda, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Sonrió al verme, pero al observar mi expresión se quedó de piedra.
—¡Joder! ¿Qué te ha pasado? Cualquiera diría que has visto un fantasma. —Hizo una pausa—. Esa camisa es mía, ¿no?
En lugar de responder, le mostré la caja de puros.
—Aquí la tienes.
El celador se acercó y Jack lo miró.
—¿Y bien? ¿Sigue en pie el trato?
—Sí, me das cuarenta libras y te dejo ir —repuso, haciendo girar la argolla de las llaves para encontrar la que necesitaba—. Todo el mundo sabe que ese Nat Pepys se merecía una buena tunda —murmuró a modo de justificación ante dos jóvenes que no la necesitaban, pues habían hecho algo peor que lo que él se disponía a hacer.
En cuanto estuvo libre, Jack entregó el dinero al carcelero, que se preparó para recibir el golpe con que perdería el conocimiento.
—Acaba de una vez —dijo, volviéndose hacia el escritorio.
Jack cogió una silla y la descargó en el cogote del hombre, que se desplomó en el suelo sin sentido. Aunque el daño no era ni mucho menos tan grave como el que había presenciado apenas dos horas antes —al fin y al cabo el guardia sobreviviría—, volví a sentir náuseas y pensé que iba a desmayarme.
—Vamos —me apremió Jack, y acto seguido me llevó fuera y miró alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca—. ¿Has traído los caballos?
—Sí —respondí, señalando el lugar donde los había atado, pero no me moví.
—¿Qué te pasa? —Era evidente que mi actitud lo confundía.
Guardé silencio, sumido en un mar de dudas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije al fin—. Quiero que me contestes la verdad, sea cual sea.
Me miró sin comprender y abrió la boca para responder, pero cambió de parecer y asintió con la cabeza.
—¿Hubo algo entre tú y Dominique?
Vaciló un instante antes de responder:
—¿Qué te ha contado?
—¡Dímelo tú! —vociferé—. ¿Pasó algo entre vosotros o no? ¿Te… insinuaste a Dominique?
—¿Yo? —exclamó, y se echó a reír—. Qué va. —Sacudió la cabeza—. Jamás. Si te ha dicho eso, es una mentirosa.
—Sí, me lo ha dicho.
—Más bien fue al revés. Una noche se coló en mi habitación y «se me insinuó», como dices. Te lo juro.
Sentí una punzada en el corazón.
—Y tú no hiciste nada —musité.
—Claro que no.
—¿Por mí? ¿Debido a nuestra amistad?
Soltó un bufido.
—Quizá un poco por eso —respondió—, pero para ser sincero, Mattie, te diré que nunca me ha gustado. Siempre me horrorizó el modo en que te trataba, ya te lo dije. Es una mala persona.
Me encogí de hombros.
—Pero yo la quería. ¿No te parece raro?
Frunció el entrecejo y alzó la mirada. Empezaba a clarear y hacía rato que deberíamos habernos marchado.
—Por cierto, ¿dónde está Dominique? —preguntó.
No supe qué responder. ¿Le contaría la verdad? ¿Me atrevería a explicarle lo que me había ocurrido esa noche?
—No viene con nosotros. Se queda.
Asintió lentamente, un poco sorprendido, pero decidió no insistir.
—¿Y Tomas?
No dije nada. Se produjo un largo silencio.
—Bien —dijo al cabo, montando en un caballo—. Larguémonos de aquí.
Puse un pie en el estribo del otro caballo, me encaramé a su lomo y me puse en camino detrás de Jack. No miré atrás ni una sola vez, y aunque ahora me gustaría describir el viaje que hicimos hasta el sur de Inglaterra y la travesía a bordo de un barco que nos condujo al continente y nuestra libertad, no conservo ningún recuerdo de esos momentos. Mi infancia había terminado. Y aunque todavía me quedaban muchos años por vivir —muchos más de los que podía imaginar entonces—, en el momento en que mi caballo franqueó las puertas por las que un año antes había entrado en Cageley, me convertí en un adulto.
Y, por primera vez en mi vida, me sentí completamente solo.
Tara propuso que nos reuniéramos en el mismo restaurante italiano del Soho donde, a principios de año, habíamos hablado sobre sus perspectivas de trabajo y la posibilidad de que dejara la emisora. Dado que no sabía cómo iba a encontrarla, cuando llegué y me senté a la mesa a esperar estaba un poco nervioso. En los últimos seis meses ni habíamos hablado ni la había visto en televisión.
Aun así, cuando presionado por Caroline y sus compinches en la emisora la había llamado por teléfono, había aceptado de inmediato verse conmigo, y antes de concertar la cita mantuvimos una conversación de diez minutos.
Cuando por fin llegó, me llevé una agradable sorpresa. La última vez que la había visto era la personificación de la mujer profesional y moderna. Llevaba un traje de diseño (que no tenía nada que ver con la ropa provocativa que usaba en televisión) y un corte a lo
garçon
impecable, como si su estilista hubiera estado sentado a las puertas del restaurante para darle los últimos toques antes de salir a la pasarela. Pero ahora, seis meses después, apenas la reconocí. En lugar del traje de chaqueta llevaba unos caros téjanos blancos y una blusa sencilla, abierta en el cuello. Se había dejado crecer el pelo —castaño con discretos reflejos rubios—, que le caía sobre los hombros de forma natural. Sostenía la clásica agenda de anillas y apenas llevaba maquillaje. Tenía muy buen aspecto y aparentaba su edad.
—Tara —titubeé, impresionado por su transformación—. Casi no te reconozco. Estás guapísima.
Me miró un instante en silencio antes de esbozar una sonrisa.
—Gracias —dijo, y me pareció que se sonrojaba un poco—. Eres muy amable. Y tú tampoco tienes mal aspecto para ser un hombre de mediana edad.
Solté una carcajada (¿a cuántos hombres de mediana edad que hubieran cumplido los doscientos cincuenta años conocía?) y negué con la cabeza. Tras las formalidades de rigor y después de pedir una comida relativamente ligera, nos reclinamos en nuestros asientos y guardamos un incómodo silencio. Dado que era yo quien la había invitado a comer, se suponía que debía iniciar la conversación.
—¿Qué tal te va en la BBC? —pregunté—. Mucho mejor que con nosotros, imagino.
Se encogió de hombros.
—Voy tirando —respondió sin mucho entusiasmo—. No es lo que esperaba, la verdad.
—Ah, ¿no?
—Bueno, se gastan un dineral en ficharte, pero en cuanto te tienen no saben qué hacer contigo. Me parece una extraña forma de funcionar.
—A eso se lo llama mantener el talento bajo control. Están dispuestos a contratar a una barbaridad de gente para tenerla atada de pies y manos, no tanto para que trabaje para ellos, sino para evitar que lo haga para otros. Es una práctica antigua. La he visto muchas veces.
—No me interpretes mal —dijo, deseosa de aparentar que estaba contenta con su situación laboral—. Tengo un montón de responsabilidades. Dentro de unas semanas iré a Río de Janeiro para participar en un programa especial de vacaciones. Esa misma semana saldré en
La hora de las preguntas
, y el mes próximo voy a rediseñar el salón de Gary Lineker mientras él hace lo propio con el mío en un programa de decoración especial. Sólo nos darán dos días, de modo que… —Pareció buscar la expresión adecuada, pero no la encontró y dejó la frase inacabada. Bajé la vista al plato que acababan de servirme y empecé a comer, evitando mirarla para no ver su expresión de amargura.
—Bueno, me alegro de que te vaya tan bien y de que tengas tanto trabajo —logré decir por fin—. Aunque en la emisora te echamos mucho de menos, claro.
—Ya, ya. ¡Con la prisa que os disteis en quitarme de en medio!
—Eso no es verdad —protesté—. Entonces estábamos metidos en un lío y me pareció que si habías recibido una buena oferta de la BBC te convenía aceptar. Sólo estaba pensando en tu porvenir.
Tara se echó a reír. No creía nada de lo que acababa de decirle, y yo tampoco.
—Ah, vale. En todo caso, ya no importa. Además, yo tampoco me porté muy bien. Aparte de la oferta de trabajo, tenía otros motivos para dejar la emisora, como puedes comprender.
La miré sorprendido, pero dirigió la vista más allá de mi hombro a una pareja de famosos que acababa de sentarse a una mesa. Los saludó con la cabeza y se llevó otro trozo de pizza a la boca.
—¡Ah! ¿Cómo está Tommy? —preguntó, como si hubiera tenido la intención de interesarse por él nada más poner los pies en el restaurante.
—No muy bien.
—Cuando leí lo que le había ocurrido me dio mucha pena.
—Se veía venir. Llevaba anunciándolo desde hacía tiempo. La historia no está de su lado.
—Pero al menos ha salido del coma, ¿no?
—Eso sí. Y ha vuelto a casa, lo que es buena señal. Pero está muy deprimido. Y todavía no se sabe si seguirá en la serie cuando se reponga del todo.
—Será un duro golpe. Conozco a la productora y es una verdadera arpía. La típica guardiana de la moral hipócrita. Le importa un pimiento mostrar todos los vicios y perversiones humanas en su serie, pero si alguién se comporta como un ser humano en la vida real, pone el grito en el cielo. Es una pesadilla de mujer. Aunque no soy quién para decirlo.
—No te pases, Tara —dije con una sonrisa, sin saber qué pensar de su actitud. ¿Quería ganarse mi simpatía o me estaba tomando el pelo descaradamente?—. Tú no eres tan mala —añadí con malicia.
—Antes lo era. —Hizo una pausa y se mordió el labio inferior mientras se preguntaba si tendría el valor de pronunciar el discurso que llevaba preparado. Al fin, no sin un ligero tartamudeo, añadió—: Mira, Matthieu, debo decirte una cosa. Hace mucho que quería llamarte para hablar de eso, pero no reunía el coraje suficiente. Desde que me telefoneaste, sin embargo, he decidido tragarme el orgullo y soltarlo todo.
—Adelante —dije al tiempo que dejaba el tenedor en el plato.
—Es sobre lo que ocurrió… lo que pasó entre nosotros, quiero decir. Cuando empecé a… interesarme por tu sobrino.
—Ha llovido mucho desde entonces, Tara —repuse; no tenía ganas de remover ese asunto.
—Lo sé, lo sé. Pero tengo que desahogarme. —Respiró hondo y me miró a los ojos—. Lo siento. Lamento mucho lo que hice. Fue un error. Fui injusta contigo y con Tommy. No entiendo en qué estaría pensando para actuar así, igual que una colegiala enamorada, pero, como tú dices, ha llovido mucho desde entonces y creo que yo… que ya no soy la misma. Sólo quería pedirte perdón. Siempre he apreciado tu amistad, y te echo de menos. Me porté muy mal contigo, y te pido disculpas.
Me incliné y le puse una mano en el hombro.
—Tara, no te preocupes. Lo pasado, pasado está. Ninguno de los dos es perfecto. No puedes imaginar la de veces que he metido la pata en relaciones a lo largo de los años.
Ella sonrió y yo me eché a reír sacudiendo la cabeza. Me sorprendió comporbar cuánto me alegraba que Tara se hubiese sincerado. Cuando volvimos a concentrarnos en la comida reinaba un ambiente de auténtica cordialidad. De nuevo éramos amigos, y eso ya era mucho. Pero, además, la mujer que tenía delante parecía muy distinta de la Tara de quien me había desenamorado.
—Dale recuerdos míos —dijo, retomando la conversación anterior—, A menos que te parezca una mala idea, claro. Quizá sea mejor que no le hables de mí. No creo que me tenga mucho aprecio después de… Bueno, no puede decirse que lo ayudara, ¿verdad?
Antes de que mencionara directamente la columna que había escrito sobre Tommy, causándole no pocos contratiempos, cambié de tema.
—Olvídalo. De todos modos no te he citado aquí para hablar de Tommy o de historias pasadas. Esto es una comida de negocios, ¿sabes?
—¿De verdad? —dijo, aunque estaba seguro de que en ningún momento se le había pasado por la cabeza que fuera otra cosa—. Vale, pues. Dime, ¿cómo va todo en mi antigua guarida?
—Trabajo. Mucho trabajo.
—¿Habéis encontrado un sustituto para James?
—No. Desde que murió yo me ocupo de su trabajo. P. W. se largó al Caribe, dejándome a su endemoniada hija como prenda para que velara por sus acciones en la compañía. Te aseguro que esa chica es una verdadera pesadilla, me hace la vida imposible.
—¿Cómo es eso?
De pronto me di cuenta de que no me importaba hablar con ella de esa clase de asuntos. Seis meses atrás, incluso doce, me habría preocupado ver mis palabras en letras de molde o en boca de todo el mundo, pero ahora, aunque apenas llevábamos juntos media hora, confiaba en ella. Pensé que podía desahogarme y explicar cómo me sentía últimamente, ya que en ese momento no tenía a nadie a quien confiar mis problemas. Le hablé de Caroline, del modo en que poco a poco había ido implicándose en el negocio, pese a que, en mi opinión, no era muy hábil en su trabajo, y la forma en que intrigaba para quedarse con el puesto de James Hocknell.