—No lo sé —contesté tras una leve vacilación—. No me haría muchas ilusiones. El público es muy inconstante. Ahora Tommy está en el candelero, pero dentro de un par de semanas la gente quizá lo haya olvidado. No tienen más que pensar otra trama melodramática para enganchar de nuevo a la audiencia. Ah, ¿todavía se hace ilusiones de que van a llamarlo de la emisora?
—Creo que sí, pero no estoy segura. No habla mucho de eso. Si quieres que te diga la verdad, está de un humor muy extraño últimamente, sobre todo desde el día que viniste a verlo. Su actitud ha cambiado por completo.
—¡No me digas! —exclamé, consciente de que sus palabras contenían una pregunta velada que yo no estaba dispuesto a responder.
Como es natural, Tommy había reaccionado con incredulidad a mi confesión. Era la primera persona a quien le contaba mi vida, y se había echado a reír, pensando que estaba tomándole el pelo.
Hablamos largo y tendido durante horas y le conté muchas historias sobre sus antepasados, así como incidentes en que me había visto envuelto. Le hablé sobre mi juventud y mi primer amor, que había acabado en tragedia; le conté que la mujer de quien me había enamorado no merecía mi afecto. Se lo conté todo. Me remonté al siglo XVIII, pasé al XIX y luego al XX. El escenario cambiaba una y otra vez: Francia, Inglaterra, Estados Unidos… Le hablé de personas que él conocía a través de los libros de historia y de aquellos cuyo nombre había desaparecido después de su muerte, sólo para vivir en el recuerdo de sus contemporáneos, que a su vez murieron, y quedé sólo yo, el más viejo de todos.
Al final me levanté para irme, dejándolo en un estado de desconcierto e incredulidad absolutos.
—Tío Matt —preguntó antes de que cruzara el umbral—, todas esas personas, mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo y demás, ¿debo suponer que son una especie de símbolo para mí? ¿Te lo has inventado todo para aleccionarme?
Solté una carcajada.
—No —respondí—, en absoluto. Todas esas cosas ocurrieron de verdad, te lo aseguro. Piensa lo que quieras, pero no olvides que ahora te toca a ti. Te aseguro que lo que te he contado no se lo revelé a ninguno de tus antepasados. Quizá debería haberlo hecho; a veces pienso que quizá se habrían salvado si lo hubiesen sabido. En cualquier caso, ahora ya lo sabes. Lo que hagas con esta información es asunto tuyo. Sólo te pido una cosa…
—¿Cuál?
—Que no se lo cuentes a nadie. Lo último que quiero es compartir tu fama.
Se echó a reír.
—¡Tú y yo juntos! —oí que decía mientras me alejaba.
—Es probable que aún esté convaleciente —dije a Andrea—. Dale tiempo, volverá a ser el de antes. ¿Y tú cómo estás, por cierto? No debe de faltar mucho…
—Un par de semanas —repuso jovialmente—. Espero que no se le ocurra nacer el día de Navidad. Que sea antes o después, por favor, pero no el veinticinco.
—Mientras sea un niño sano… —comenté, tal como suele decir la gente en esas circunstancias.
—O una niña.
—Exacto —dije, como si hubiera alguna posibilidad.
Caroline empezaba a amargarme la vida. Trabajaba de firme y se desvivía por complacerme, pero tenía una opinión formada acerca de todo, y a pesar de su inexperiencia en el mundo de la televisión, en las reuniones de la junta llevaba la voz cantante. A veces sus ideas no carecían de cierto encanto ingenuo. Para ser justos, era hábil sorteando el argot del medio y tendía a criticarme por el abismo que a su juicio existía entre lo que el público quería ver y mi percepción de lo que deberían estar viendo (nada), pero la mayor parte de las veces su ignorancia era demasiado evidente y sólo conseguía enfurecernos a mis colegas y a mí, que la considerábamos una arrogante y una incompetente. Contratarla había sido un error garrafal desde el principio, sobre todo para ocupar un puesto tan alto de la emisora, aunque entonces yo no había tenido otro remedio. Después de todo, Caroline controlaba las acciones de su padre y P. W. seguía siendo un miembro importante de la junta, además de uno de los propietarios de la emisora. Me gustara o no, se quedaría. A menos que consiguiese persuadir a su padre de que volviera, claro, aunque eso no significara necesariamente la marcha de Caroline.
Una noche me encontraba trabajando a altas horas, ocupado en resolver ciertos problemas de la programación y convencido de que estaba solo en el edificio, cuando Caroline abrió la puerta del despacho y se quedó en el vano mirándome con una extraña sonrisa de satisfacción.
—Caroline —dije sorprendido, aunque sin demasiado entusiasmo—. ¿Qué haces aquí a estas horas? Creía que todo el mundo se había ido a casa.
—¿Qué razón tendría para estar en casa? —murmuró con una sonrisa tímida.
No supe qué responder. La verdad es que nunca nos habíamos hecho confidencias.
—Matthieu —dijo entonces, mordiéndose el labio inferior antes de volver sobre sus pasos—. ¿Te importa esperar un momento? Voy a buscar algo.
Dejé la pluma encima de la mesa y me restregué los ojos. Me sentía cansado y no estaba de humor para jueguecitos, y mucho menos para hablar del trabajo. Fuera lo que fuese lo que quería, recé para que no se alargara mucho. Me planteé reunir los papeles que estaba estudiando y llevármelos a casa, pero una de mis reglas de oro consiste en no mezclar el trabajo con el ocio, y nisiquiera la perspectiva de aguantar una larga conversación con Caroline constituía amenaza suficiente para obligarme a romperla.
Cuando reapareció, llevaba una botella de champán y dos copas. Cerró la puerta con el pie.
—¿Y esto? —pregunté incrédulo, pues era lo último que me esperaba—. ¿A qué se debe?
—¿De verdad que no lo sabes?
Mientras depositaba la botella y las copas sobre el escritorio ante mí, sonrió.
—¿Qué celebramos?
—Es nuestro aniversario, Matthieu, no me digas que lo has olvidado.
Hice un esfuerzo por recordar. Ya no era un niño, es verdad, pero aún me quedaba un poco de memoria y sabía que, aunque había pasado por unos cuantos matrimonios desastrosos, no me había casado con ella. Negué con la cabeza y sonreí incómodo.
—Perdón, pero…
—Hace cinco meses que nos conocimos, el día que me hablaste de venir a trabajar aquí, ¿recuerdas?
—¿Y eso cuenta como aniversario?
—Oh, anda ya —dijo, tras lo cual descorchó la botella y sirvió dos copas—. No necesitamos ninguna excusa para beber juntos, ¿verdad? Somos amigos.
—Claro —musité sin demasiada convicción al tiempo que cogía la copa que me ofrecía y brindaba con ella—. Bueno, ¡por otros cinco maravillosos meses! —exclamé no sin un deje de ironía.
—¡Por muchos años! —me corrigió, dándome un golpe en el brazo—. Nos espera un gran futuro juntos, Matthieu. Tú y yo. ¡Tengo tantos planes para este lugar! Puedo hacer tantas cosas aquí… Soy una mujer fuera de serie, ¿sabes? Si me tratas el tiempo suficiente, lo comprobarás.
Asentí lentamente. Al fin lo entendía. Es curioso que después de doscientos cincuenta y seis años de vida todavía me cueste ver cuándo alguien está coqueteando conmigo. En este caso, la sospecha de que escondía segundas intenciones me había despistado. Caroline no era la clase de mujer que daba algo por nada.
—Mira, Caroline… —empecé, pero me interrumpió.
—¿Hablaste con Tara Morrison?
—Sí, quedamos para comer hace unos días.
—¿Y le ofreciste el trabajo?
—Claro.
Abrió los ojos como platos.
—¿Y qué pasó? ¿Qué contestó?
—Dijo que se lo pensaría. No iba a darme una respuesta ahí mismo, ¿no? Pero creo que podemos confiar en recuperarla. Ha cambiado, creo. Sigue siendo una mujer ambiciosa, pero de un modo distinto, no sé, mejor.
—Todos somos ambiciosos, Matthieu.
—Sí, pero ella busca… ¿cómo lo diría?… —Intenté pensar por qué había salido tan impresionado de nuestra comida; en qué se diferenciaba la mujer actual de la Tara que había conocido—. Quiere sentirse orgullosa de lo que hace, ¿entiendes? Quiere ser… —Me eché a reír—. En fin, quiere ser una buena profesional, respetarse a sí misma y hacer algo de lo que pueda sentirse orgullosa.
—Bien —dijo Caroline—. Me pondré a trabajar en algunas ideas para ella.
—No —respondí—. De Tara me ocupo yo. Aún estamos en la delicada fase de la negociación, de modo que será mejor que te mantengas al margen. Ni siquiera la conoces personalmente.
—Sólo hablaba de unas ideas de la programación…
—Escúchame, Caroline, no quiero que te metas en este asunto. Déjamelo a mí y todo irá bien. Si no sabes tratarla, Tara se te merendará en un visto y no visto.
Se arrellanó en la silla con expresión ofendida. Ahora estaba seguro de que Caroline no se entrometería.
—Perdona —dijo finalmente—. No voy a hacer nada que tú no quieras, por supuesto. También yo quiero enorgullecerme de mi trabajo, y que tú te sientas orgulloso de mí.
Clavé la vista en el escritorio y acto seguido sentí la palma de su mano acariciándome la mejilla.
—¿No crees que podríamos intimar un poco más, Matthieu? —añadió.
Corrí la silla hacia atrás y alcé las manos.
—Lo siento, Caroline, pero no creo que sea una buena…
—Pareces no darte cuenta de lo que siento por ti —dijo al tiempo que se levantaba y se acercaba más, con un contoneo seductor que me pareció una burda imitación de una actriz de telenovela—. Siempre me han atraído los hombres maduros.
—Seguro que tan mayores como yo, no, créeme. En fin, me parece que…
—Probemos —susurró, inclinándose para besarme.
Me escabullí.
—Perdona —dije, tomándola suavemente del brazo—. Lo siento, de verdad.
Se alisó la ropa con las manos y recobró la compostura.
—Vale. Ningún problema. Me marcho. —Se dirigió a la puerta como un huracán y antes de salir se volvió para mirarme por última vez—. Recuerda que soy una accionista mayoritaria, Matthieu, y estoy en mi derecho de decidir cosas, que es exactamente lo que haré.
Suspiré y volví a concentrarme en mi trabajo.
Unos días más tarde sonó el teléfono. Era Tara, que aceptaba mi oferta y estaba impaciente por reincorporarse al trabajo.
—¿Y qué pasará con la BBC? ¿Te dejan marchar así como así?
—No exactamente. Mi agente ha mantenido unas cuantas discusiones con la emisora, ha aducido la falta de compromiso que han mostrado hacia mi carrera, ese tipo de cosas. Ha amenazado con demandarlos, y después de ciertas negociaciones puede decirse que me he quedado sin trabajo.
—Bien, pues pongamos fin a esa situación ahora mismo —dije encantado—. Me alegro mucho de que vuelvas con nosotros. —Titubeé un momento antes de añadir—: Te he echado de menos.
—Yo también —admitió tras una pausa, dubitativa—. Añoro nuestra amistad, por no hablar de nuestras discusiones.
—Espero que esta vez todo sea distinto. La emisora va a cambiar. Disfrutarás de cierta autonomía en tu trabajo. Confío en ti.
—Lo único que me preocupa —dijo con cierto nerviosismo— es saber quién dirigirá la emisora.
—Bueno, de momento un servidor.
—¿No decías que querías dejarlo?
—El trabajo del día a día, sí. Por eso necesito un James Hocknell para estar al frente, pero seguiré siendo socio mayoritario y miembro de la junta.
—Ya veo. Pero ¿cuándo prevés que empezará? ¿Has comenzado a buscar?
—Aún no. Sin embargo, como te he dicho, tengo una idea. Lo que ocurre, sencillamente, es que aún no he tenido la oportunidad de presentar una oferta. Además, antes debo asegurarme de que hago lo correcto. Déjalo en mis manos. Sea lo que sea, no tardaré en hacerlo.
—Debo decirte que he hablado con Alan y P. W.
—Ah, ¿sí? —dije, asombrado. Llevaba tiempo sin hablar con Alan y en cuanto a P.W. no había sabido nada de él desde su marcha—. ¿Dónde localizaste aP.W.?
—Tengo mis fuentes de información —repuso entre risas—. Va a casarse en las Bermudas, ¿lo sabías?
—Dios mío, lo que nos faltaba. Apuesto lo que sea a que su futura esposa es una bailarina del vientre de dieciséis años. ¿Me equivoco?
—Bueno, tiene dieciséis años, sí, pero allí las restricciones respecto a la edad no son tan estrictas como aquí.
Me eché a reír.
—Me pregunto qué debe de ver en el millonario P. W. —comenté con sarcasmo.
—¡Quién sabe! En cualquier caso, pensé que antes de volver a embarcarme en la emisora debía hablar con él o con Alan, y todo fue bien excepto por algo que dijo P. W.
—¿Qué?
—Resulta que quiere vender todas sus acciones, ¿lo sabías?
—No tenía ni idea —respondí—. ¿Desde cuándo?
—Bueno, según él, hace poco que lo decidió, pero aún no ha hecho nada al respecto. Esperará a que pase la boda y demás, y luego venderá todas sus acciones del canal. Al parecer quiere fundar una emisora de radio en las Bermudas con las ganancias.
—¡Una emisora de radio! —exclamé intrigado—. ¡Qué curioso! ¿No tendrás su número de teléfono por casualidad?
—Pues sí. ¿Tienes papel y lápiz a mano?
—Sí, claro. Será mejor que me lo pases antes de que llegue a oídos de otras personas. —Apunté el número y lo dejé al lado del teléfono para utilizarlo de inmediato—. Si vienes mañana tendré los contratos redactados.
—Sí, pero no me esperes muy pronto. Por una vez me gustaría dormir.
—De acuerdo. Te espero al mediodía. Me gustaría contarte algo, ¿puedo confiar en tu discreción?
—Por supuesto. ¿Acaso no he confiado en la tuya al hablarte deP.W.?
—Por esa razón quiero que me aconsejes acerca de algo. Se trata de la persona que quiero poner al frente de la emisora cuando me vaya. Escucha lo que voy a decirte, y no me interrumpas hasta que acabe. Es una buena idea, mucho mejor de lo que puedas creer.
Primera reunión: Tommy llegó a las once en punto a mi despacho, lo cual me alegró, ya que me esperaba un día muy ajetreado y deseaba resolver esos problemas antes de Navidad. Al principio me costó reconocerlo. Llevaba dos semanas sin verlo, desde la tarde en que le había contado mi vida, y en ese tiempo habíamos mantenido un par de breves conversaciones por teléfono. Se había tomado una semana de vacaciones, si puede llamarse así, en una clínica de adelgazamiento y se había apuntado a un programa de rehabilitación para drogadictos como paciente externo; me sentía muy orgulloso de él.
—Tommy —lo saludé mientras entraba tranquilamente en mi despacho tras sortear a mi secretaria, que, embelesada por su presencia, no había creído necesario anunciarlo—. ¿Qué te has hecho?