—Muy bien, al fin y al cabo se trata de tu dinero —repuso sonriendo—. Tus deseos son órdenes para mí, amigo mío —añadió con elegancia.
—Bien —dije, y no pude evitar soltar una carcajada—. Averigua qué puede hacerse. Un poco aquí, otro poco allá… Tampoco te pases. Ya me dirás qué se te ocurre.
—De acuerdo —repuso.
Me levanté y, tras estrecharnos la mano, me dispuse a marchar, cuando añadió:
—Una última cosa, Matthieu. Luego dejaré que te vayas.
Sonreí y enarqué una ceja inquisitiva.
—Ese asunto de Florida… Supongo que sabes que el problema no fue la especulación desmedida.
—Ah, ¿no? —Me sorprendí, pues siempre había pensado lo contrario—. Entonces, ¿qué fue?
—El huracán. Así de sencillo. El año pasado un terrible huracán arrasó Florida y provocó pérdidas valoradas en varios millones de dólares. Al contabilizar los daños, la realidad de la especulación inmobiliaria salió a la luz. Si no hubiese sido por eso, aún seguirían dale que dale. Fue culpa del huracán. Y yo, la verdad, no veo ningún huracán avanzando por la Quinta Avenida, ¿tú sí?
Me encogí de hombros, sin saber qué responder.
—¿Sabes cuál es la moraleja de la historia? —preguntó cuando ya tenía un pie fuera del despacho.
—Adelante —respondí, contento de haber pagado una hora de puro entretenimiento, aunque no fuera más que eso—. Dime, Denton, ¿cuál es la moraleja?
—La moraleja de la historia —dijo, inclinándose y apoyando las manos en el escritorio— es que cada cierto tiempo sobreviene un desastre natural o, lo que es lo mismo, un acto divino, y retira el polvo de modo que la gente descubre que lo que había debajo no es demasiado bonito. ¿Entiendes?
Denton pertenecía a una familia adinerada. El padre había heredado la sociedad de su suegro, pero la fortuna familiar de los Irving se remontaba a varias generaciones, casi hasta la época de los primeros colonos. Aunque desde que había sufrido el derrame cerebral Magnus Irving no podía enfrentarse al día a día en la firma, seguía dirigiendo entre bastidores y espiaba todos los movimientos de su hijo, sobre los que luego hacía comentarios despectivos.
Yo no ignoraba que Denton vivía atemorizado por su padre, un gigante que había ido al gimnasio todos los días de su vida (mucho antes de que esa clase de hábitos saludables se pusieran de moda). Supe que Denton había tenido un padre estricto el día que lo vi enderezarse en su asiento y ponerse tenso cuando Magnus lo llamó por teléfono.
En el transcurso de 1929 continué liquidando buena parte de mi cartera de valores, mientras Denton se metía en una espiral interminable de inversiones apostando por opciones que según él no podían fallar, como las solventes empresas Union Pacific o Goodrich. Antes del verano la economía cayó en picado al reducirse la producción industrial y bajar los precios. El presidente Hoover forzó a la Reserva Federal a alzar la tasa de descuento a fin de evitar la especulación en el mercado bursátil, pero, como otras de sus medidas, ésa tampoco pareció funcionar. El capital invertido en el mercado bursátil subió y subió hasta que estuvo a punto de alcanzar su punto de saturación. Para tranquilizar los ánimos, Hoover y el gobernador de Nueva York, Franklin Delano Roosevelt, se mostraron optimistas en relación con la Bolsa. Hoover llegó a decir que la «gran sociedad» nunca sería vencida. No sé si se refería al país o a Wall Street.
Al mismo tiempo descubrí que Denton y Annette estaban viviendo un idilio. A menudo ella llegaba a casa eufórica después de que su jefe la hubiera llevado a cenar o a bailar. Parecía feliz y entusiasmada con esa relación, que alenté, pues Denton me gustaba y, si llegaban a casarse, podría darles a Annette y a su hijo una vida confortable.
—Qué poco pensaba yo que acabaría actuando de casamentero —dije una de las raras noches en que Denton no nos acompañaba. Estaba leyendo la nueva novela de Hemingway, Adiós a las armas, que acababan de publicar, mientras Annette cosía botones a las camisas de Tommy—. ¡Mi intención era conseguirte un trabajo, no un marido!
Annette se echó a reír.
—No sé cuánto durará esta historia —admitió—, pero Denton me encanta. Sé que es un poco fanfarrón y que siempre hace como que controla la situación, pero en el fondo es mucho más tranquilo de lo que parece.
—Ah, ¿sí? —Me costaba creerlo.
—Es verdad. Sin embargo, su padre… —Negó con la cabeza y volvió a su labor—. No debería hablar de ello —añadió con voz suave.
—Como prefieras, pero recuerda que no estás liada con el padre, sino con el hijo.
—Siempre está entrometiéndose —prosiguió; estaba claro que quería hablar sobre ello a pesar de todo—. No lo deja respirar ni un segundo, pobre Denton. Se diría que sigue siendo el jefe.
—Tiene mucho dinero invertido ahí —apunté haciendo de abogado del diablo—. Por no hablar de que ha consagrado toda su vida a esa firma, así que es natural que…
—Sí, pero fue él quien le propuso que se pusiese al frente de la sociedad cuando sufrió el derrame cerebral. Y no puede decirse que Denton desconozca su trabajo. ¡Dios mío! Lleva allí desde que tenía diecisiete años.
Asentí; seguramente tenía razón. Magnus era prácticamente un desconocido para mí. Lo había visto un par de veces a lo sumo, y entonces no era ni la sombra de lo que había sido. Pero poco después, el sábado 5 de octubre, se celebró una gran fiesta en la propiedad de los Irving, y cuando hubieron llegado los invitados —cualquiera que tuviese un mínimo poder en el mundo financiero de Nueva York así como numerosos amigos y parientes—, se anunció el compromiso entre mi amigo y mi sobrina. Me alegraba por los dos, pues se los veía exultantes, y los felicité calurosamente.
—Menos mal que asesinaron a mi secretaria, ¿eh? —comentó él, y de pronto se le ensombreció el rostro—. ¡Dios mío! Pero ¿qué estoy diciendo? Me refería a que si no hubiera…
—Vale, Denton —lo tranquilicé, un poco impresionado—. Te entiendo. Supongo que ha sido el destino, el azar, ese tipo de cosas.
—Exacto. —Miró hacia la pista de baile, donde Annette brillaba entre una cohorte de banqueros—. Fíjate en ella —añadió al tiempo que negaba con la cabeza, impresionado—. No puedo creer que me haya aceptado. ¡Qué suerte la mía!
Magnus Irving, vestido con el esmoquin de rigor, estaba sentado a una de las mesas en su silla de ruedas. Lo señalé con un gesto de la cabeza.
—¿Qué piensa tu padre de este matrimonio? ¿Ha dado su aprobación?
Denton se mordió el labio inferior y puso cara de enfado, pero enseguida se serenó: nada le echaría a perder la velada.
—Está un poco preocupado por el niño.
—¿Por Tommy? —pregunté boquiabierto—. ¿Por qué? ¿Qué problema tienes con él?
—Ninguno —se apresuró a responder—. Nos llevamos muy bien. Cuanto más lo conozco más me gusta. No, el problema es que mi padre piensa que, como Annette estuvo casada y tuvo un hijo (no te importa que te lo diga, ¿verdad?, siendo de su familia), pues…
—Tu padre cree que es una cazafortunas —concluí.
—Sí, por decirlo de alguna manera. Le preocupa que…
—Bueno, quiero que sepas que no es el caso —lo interrumpí, resuelto a salvar el honor de mi sobrina—. Por favor, si cuando llegó ni siquiera me permitió…
—Matthieu, cálmate —dijo Denton apoyando una mano en mi hombro—. Sé perfectamente la clase de mujer que es. La quiero y ella me quiere. Lo sé. No hay nada que temer.
Asentí con la cabeza y me serené; por su sonrisa supe que era sincero, y por mis conversaciones con Annette sabía que los sentimientos de ésta hacia Denton eran muy profundos.
—Muy bien —concluí—. En fin, entonces no hay ningún problema.
—¿Y tú, qué? ¿Cuándo nos presentarás una novia joven y encantadora? ¿Nunca has pensado en volver a casarte? —preguntó, convencido de que Constance era mi primera mujer.
—No, ya lo he probado bastantes veces. Al parecer no estoy hecho para el matrimonio.
—Bueno, todavía hay tiempo. —Rió, con el orgullo satisfecho del que ha encontrado el amor de su vida—. Todavía eres joven.
Al oír eso fui yo quien soltó una carcajada.
A mediados de octubre, cuando apenas me quedaban opciones de compra de acciones en CartellCo, descubrí que lo que me unía a Denton ya no eran los negocios sino la amistad. Aún quedábamos para comer y discutíamos acaloradamente sobre política, economía, el estado de la Bolsa. Criticábamos a Herb porque hacía mucho que no nos llamaba, aunque supongo que tendría la cabeza demasiado ocupada para pararse a pensar en los sentimientos heridos de un par de viejos amigos. Disfrutaba de mi relación con la pareja feliz y Tommy, y me encantaba representar el papel de tío cariñoso y atento. No obstante, el 23 de octubre las cosas empezaron a torcerse.
Aunque unos días antes el mercado había cerrado al alza, ese día hubo una repentina e inesperada avalancha de ventas. Al día siguiente, que pasó a la historia como el Jueves Negro, los precios se desplomaron a su nivel más bajo y no daban ninguna señal de mejora. Esa tarde me encontraba en Wall Street en compañía de Denton. En la Bolsa, los operadores se desgañifaban intentando vender y no se daban cuenta de que con su histeria sólo conseguían que el mercado cayera cada vez más. Denton estaba fuera de sí y no sabía qué hacer, pero la tarde aún nos reservaba una sorpresa.
A nuestros pies se extendía un mar de chaquetas rojas. Hombres de todas las edades sostenían en alto sus acciones como si quisieran librarse de ellas a cualquier precio, pero ninguno lo conseguía. De pronto, un joven —no podía tener más de veinticinco años— se abrió paso desde un lado de la sala hasta el centro del parquet y levantó una mano. Por encima del alboroto, que había ido menguando debido al aplomo que emanaba, gritó que deseaba comprar veinticinco mil acciones de US Steel al precio de 205 dólares cada una. Eché un vistazo al tablero.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Denton, angustiado, agarrándose a la barandilla con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron—. Las acciones de US Steel han bajado a ciento noventa y tres.
Negué con la cabeza. Yo tampoco lo entendía.
—No estoy seguro —murmuré mientras el joven gritaba otra vez su oferta a uno de los operadores, que de inmediato le vendió lo que había pedido con la mirada avariciosa de quien no da crédito a su buena suerte—. Está normalizando el mercado. —Volví a negar, incrédulo—. Es lo más audaz… —Dejé la frase sin concluir, tan impresionado estaba por la actuación de aquel joven. Al cabo de unos minutos había realizado varias ventas provisionales y logrado una ligera subida de los precios.
Media hora después la situación se había estabilizado y parecía que el pánico había pasado.
—¡Ha sido increíble! —exclamó Denton al cabo de un rato—. Por un instante he pensado que estábamos acabados.
Yo no habría puesto la mano en el fuego. Me mantenía a la espera, seguro de que aún no habíamos visto lo peor. Durante los días siguientes la Bolsa estuvo en boca de todo el mundo. Denton sufría el asedio de su padre, que lo bombardeaba a preguntas sobre qué medidas estaba tomando para salvar la fortuna de la sociedad. Sin embargo, mientras los inversores iban asimilando las consecuencias del Jueves Negro, mucha gente intentó recuperar sus pérdidas, y de nuevo empezaron las ventas dramáticas. El martes 29 de octubre, el día del crac de Wall Street, se pusieron en venta más de dieciséis millones de acciones en una sola tarde. En unas horas en la Bolsa de Nueva York se perdió la misma suma de dinero que el gobierno estadounidense había gastado durante toda la Primera Guerra Mundial. Fue un verdadero desastre.
Annette me llamó desde CartellCo para decirme que Denton había enloquecido. Su padre había estado llamándolo todo el día pero él no había querido ponerse al teléfono, y al final se había encerrado en su despacho. Como me temía desde hacía tiempo, la firma estaba en bancarrota. Denton se había quedado sin nada, como la mayoría de sus inversores. Mi caso era el de un hombre afortunado en una ciudad sacudida por terribles tragedias. Cuando llegué a las oficinas de la sociedad y subí al piso más alto, donde Denton ocupaba una suite, encontré a Annette presa de la angustia. Denton no abría la puerta, pero lo oíamos romper cosas y arrojar lámparas y otros objetos al suelo, mientras el teléfono no dejaba de sonar.
—Debe de ser Magnus —dijo Annette, y arrancó el cable del teléfono de la pared. Al fin se hizo el silencio—. Cree que Denton tiene la culpa de todo el jodido asunto.
Abrí los ojos como platos, pues nunca la había oído emplear esa clase de palabras, pero el momento sin duda lo requería.
—Habría que echar la puerta abajo, Matthieu —añadió.
Tenía razón, de modo que retrocedí unos pasos para coger carrerilla y embestí contra la puerta de madera de roble una y otra vez. Noté el hombro magullado cuando la puerta empezó a moverse. Finalmente, tras un último topetazo y una patada, la cerradura cedió y Annette y yo entramos para encontrar a Denton junio a la ventana abierta. Se volvió y vimos su expresión perturbada, su rostro demudado, la ropa destrozada y los ojos enloquecidos.
—¡Denton! —gritó Annette; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y parecía a punto de abalanzarse sobre él. La sujeté del brazo para frenarla, pues temí la reacción de mi amigo—. Saldremos adelante, no hagas nada que…
—¡No os acerquéis! —rugió Denton, subiéndose al alféizar de la ventana.
Me dio un vuelco el corazón, pues al ver su expresión supe que no había nada que hacer. Miró hacia abajo, se pasó la lengua por los labios y al instante había desaparecido de nuestra vista. Annette gritó, fue corriendo hasta la ventana y se asomó. Por un instante pensé que seguiría a su prometido. Cuando miré hacia la calle apenas distinguí su cuerpo destrozado sobre el asfalto.
Con el tiempo, la desdichada Annette empezó a recuperarse de la tragedia. Magnus Irving, en cambio, sufrió otro derrame cerebral cuando se enteró de lo sucedido a su hijo y murió poco después. Tuve mucha suerte: mi fortuna sobrevivió a la crisis, y cuando esas navidades me trasladé a Hawái (donde permanecería los siguientes veinte años) le regalé una bonita suma a Annette y Tommy, que rehusaron acompañarme y regresaron a Milwaukee.
Annette y yo nos mantuvimos en contacto casi hasta su muerte. No volvió a casarse, y después del fallecimiento de su hijo en Pearl Harbor se fue a vivir con su nuera y su nieto hasta que los tres se mudaron a Inglaterra. El hijo de ese chico, su bisnieto, se convertiría años después en un famoso actor de serie de televisión y cantante. Un día recibí una carta de una vecina de Annette en la que me explicaba que ésta había muerto serenamente tras una larga enfermedad. Me remitía una misiva de agradecimiento escrita por Annette, en la que me daba las gracias por cuanto había hecho por ella en Nueva York en 1929 y adjuntaba una foto de los tres, Denton, Annette y yo, en el baile en que, unos meses antes de la caída de Wall Street, habían anunciado su compromiso. Se nos veía muy felices, y confiados en el futuro.