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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (30 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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—¡Mierda! —exclamó sujetándose la nariz violentamente y abriendo y cerrando repetidamente los ojos—. Qué asco de día. —Empezó a guardarlo todo.

Me volví; ya había tenido suficiente. No pude evitar preguntarme qué pasaría si entraba alguien justo en ese momento y si a Tommy le importaría.

—Por cierto, se me olvidaba —dijo cuando hubo recuperado su apariencia de Tommy DuMarqué y se disponía a salir del camerino—, tenemos que hablar.

Lo miré. ¿Hablar? ¿De qué? Tal vez no había conseguido ingresar alguno de mis talones a tiempo para pagar sus deudas.

—Esta semana recibí un guión. Al parecer, de un autor que tú recomiendas.

Di un paso hacia atrás, perplejo.

—¿Qué? ¿Qué tipo de guión?

Se encogió de hombros y empezó a buscar por el caótico camerino.

—Ni idea. Como comprenderás, no lo he leído; no quiero arriesgarme. Aquí tenemos normas muy estrictas al respecto. Si recibimos un guión, tenemos que devolverlo el mismo día junto con una declaración estándar de la BBC según la cual ni el firmante ni el agente ni nadie que represente a éste, así como ningún agente nombrado por el firmante, ningún representante de la BBC o agente del mismo, han abierto el guión ni leído siquiera la primera página. Un manuscrito no solicitado puede desencadenar una verdadera pesadilla legal, te lo aseguro.

—¿Y yo qué tengo que ver con todo eso?

—Pues no lo sé. —Dio con sus llaves entre el revoltijo de cosas esparcidas por el suelo y recogió el abrigo—. Bueno, la verdad es que antes de devolver el guión leí la carta que lo acompañaba. Era de un tío que te conoció en una fiesta. Al parecer hablasteis del guión y tú le recomendaste que me lo enviase, por si me interesaba.

—Eso es absurdo. No recuerdo nada de lo que dices. Un tipo que habló conmigo en una fiesta… ¿Cómo se llamaba?

Hizo una pausa para recordar.

—No lo sé… Según él, hace poco estabais en una fiesta y te gustó lo que…

—Ya caigo. —De pronto recordé—. ¿No se llamaría Lee Hocknell por casualidad?

Tommy chasqueó los dedos y me señaló.

—Exacto. Lo recuerdo porque se apellidaba igual que aquel pobre tipo que la palmó de sobredosis hace un par de meses y organizó todo ese lío.

—Es su hijo —dije. Y añadí indignado—: ¡Y no nos conocimos en una fiesta, sino en el funeral de su padre, joder!

—Eso es lo que ponía en la carta.

—No es verdad que le recomendara que te enviase el guión. Qué raro. Recuerdo que estaba escribiendo una historia policíaca o algo así para televisión. Tu nombre salió a colación no sé cómo, pero jamás pensé que te la mandaría.

Tommy se encogió de hombros y apagó las luces del camerino antes de salir.

—No importa —repuso con indiferencia—. Ya te he dicho que lo he devuelto.

—No entiendo cómo ha podido enviarlo. Qué caradura. Te juro que en ningún momento se me ocurrió aconsejarle que lo hiciera.

Soltó una carcajada.

—No te preocupes, de verdad. Cambiemos de tema. ¿Qué me cuentas de nuevo?

Ahora fui yo quien se echó a reír.

—Cuando te diga a quién debo engatusar la semana que viene, no me creerás.

16
Añoro a Dominique

Nat Pepys no era apuesto, pero su porte confiado delataba a un hombre que se sentía a gusto con su aspecto y posición en el mundo. Andaba dando zancadas por el jardín igual que un pavo real; las piernas iban delante del cuerpo de forma antinatural y su cuello se bamboleaba como el de un pavo tísico. Llegó a Cageley House un martes por la tarde sin compañía. Había castigado tanto al caballo que, al enfilar la entrada y frenar en seco ante los establos, el pobre animal tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no caerse. El muy imbécil de Nat podría haber salido despedido y romperse el cuello. Me pareció que el caballo se asustaba, y me dio pena. Aunque no conocía a Nat, Jack me había hablado de un modo tan despectivo de él que enseguida me irritó su comportamiento.

Lloviznaba y al desmontar alzó los ojos al cielo como si con una mirada fría pudiese fulminar las nubes que tenía encima de la cabeza. Se acercó a nosotros más fresco que una lechuga, olfateando el aire como si fuera suyo, contento de volver a Cageley para reclamar sus derechos sobre la propiedad. Era más bajo que Jack y yo —de pie y calzado con las botas de montar no debía de superar el metro setenta—, y aunque aún no había cumplido los veintiuno el pelo empezaba a escasearle y en algunas zonas clareaba. El acné de la adolescencia había dejado huellas en su rostro, pero tenía unos ojos azul turquí que llamaban la atención; quizá constituyeran su único rasgo atractivo. Lucía un fino bigote que se toqueteaba continuamente, como si temiera perderlo.

—Hola, Colby —dijo a Jack como si yo no estuviera allí. Mi amigo había dejado de limpiar el establo por un momento y, apoyado en la horca, miraba de reojo al recién llegado con aversión apenas disimulada—. ¿Todo bien?

—Me llamo Holby, señor Pepys —contestó Jack en tono gélido—. Jack Holby. ¿Recuerda?

Nat se encogió de hombros y sonrió al palafrenero dándose aires. En toda la comarca no había dos hombres de la misma edad más diferentes. Jack era guapo, alto y fuerte, su cabello dorado brillaba al sol y no había más que verlo para saber que se pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Nat era todo lo contrario: tez cetrina y cuerpo enclenque. Saltaba a la vista que uno había trabajado toda su vida y el otro no. Conociendo lo mucho que Jack lo detestaba, yo no entendía cómo se atrevía Nat a envanecerse de ese modo delante de él. Si se peleaban, la cosa acabaría muy mal, no me cabía duda. Pero entonces me acordé de las ambiciones que albergaba Jack; quería llegar a ser alguien, y si para lograrlo tenía que doblegarse ante un cretino como Nat Pepys durante unos años, no le faltaba fortaleza de carácter para hacerlo.

—Bueno, no pretenderás que recuerde los nombres de toda mi servidumbre, ¿verdad, Holby? —preguntó Nat en tono jovial—. Un hombre de mi posición —añadió tras una pausa.

—No importa, menos aún teniendo en cuenta que no formo parte de su servidumbre. —Mi amigo mantenía un tono cortés, aunque sus palabras se volvían cada vez más insolentes—. El que me paga es su padre, y así ha sido siempre. E imagino que también le paga a usted.

—De modo que imaginas eso, ¿eh? ¿Y quién se encarga de que todos los meses haya dinero suficiente en las arcas? —preguntó Nat sonriendo de oreja a oreja, y a continuación se volvió hacia mí, tal vez para evitar enzarzarse en una discusión.

Ignoraba si en el pasado se las habían tenido alguna vez, pero sabía algo que no debía de escapársele a Nat Pepys: Jack no se andaría con contemplaciones en lo que se refería al hijo del patrón.

—¿Y tú? —preguntó mirándome de arriba abajo. Hizo una mueca mientras decidía si mi aspecto le gustaba y agregó—: ¿Quién diablos eres?

El tono no era tan agresivo corno las palabras, pero al no saber cómo dirigirme a él me quedé callado. Nunca había tratado directamente con su padre ni con su madre, y él era lo más cercano a un patrón que me hablaba desde mi llegada a Cageley. Miré a Jack en busca de apoyo.

—Se llama Matthieu Zéla —dijo Jack acudiendo al fin en mi ayuda—. Es el nuevo palafrenero.

—¿Matthieu qué? —Nat parecía sorprendido—. ¿Cómo dices que se llama?

—Zéla.

—¿Zéla? Dios mío, ¿y qué apellido es ése? Pero, chico, ¿de dónde provienes, con semejante nombre?

—Nací en París, señor —respondí en voz baja, sonrojándome—. Soy francés.

—Ya sé dónde está París, gracias —replicó—. Lo creas o no, estudié un poco de geografía en el colegio. ¿Y qué es lo que te ha traído por estos pagos, si no te importa que lo pregunte?

Me encogí de hombros. No sabía por dónde empezar.

—Es una larga historia. Resulta que…

Indiferente a mis explicaciones, se volvió y se puso a hablar con Jack mientras se quitaba los guantes de cuero y los metía en el bolsillo. Yo aún no había aprendido el significado de la expresión «pregunta retórica».

—Imagino que sabrás por Davies que este fin de semana vienen unos amigos míos.

Jack asintió con la cabeza.

—Es mi cumpleaños y Londres no es el lugar idóneo para celebrarlo —prosiguió Nat—. Serán siete en total y no llegarán hasta mañana, así que tenéis tiempo para hacer los preparativos. Lo quiero todo impecable, ¿entendido? —Miró al suelo con cara de asco, aunque era imposible tener el establo más limpio y ordenado de lo que estaba—. Tú, chico —añadió volviéndose hacia mí—, llévate mi caballo al establo y límpialo.

Asentí obediente y al ir a coger las riendas, el caballo se encabritó presa del pánico.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Nat arrebatándome las riendas con violencia. El animal se quedó petrificado—. Así es como se hace, a ver si aprendes. Debes enseñarle quién manda, y con las personas es lo mismo. —Sonrió y, para mi incomodidad, volvió a examinarme como si fuera un campesino tirado en la cuneta. Bajé la mirada y cogí las riendas—. Supongo que habrá espacio para siete caballos más, ¿no? —preguntó a Jack mientras se alejaba.

—Diría que sí. —Jack se encogió de hombros—. En la tres hay mucho sitio, y podemos meter uno o dos aquí sin problemas.

—Muy bien… —Nat hizo una pausa para pensar—. Con tal de que tengan espacio para respirar… Saldremos de cacería, así que los caballos tienen que estar en buenas condiciones. Si es necesario, deja fuera alguno de mi padre. Esos animales se dan la gran vida; seguro que hasta comen mejor que algunos aldeanos.

Jack no abrió la boca, pero no me cupo duda que por nada del mundo sacrificaría la comodidad de uno de sus queridos caballos en beneficio de las cabalgaduras de los amigos de Nat Pepys.

—Bien, todo arreglado —concluyó finalmente Nat sin dejar de asentir. Desató su maletín de la grupa del caballo y agregó—: Será mejor que vaya a saludar a los viejos. Espero veros luego.

De camino a la mansión, se volvió una vez más y me lanzó una mirada socarrona, negando con la cabeza y murmurando «París» con desprecio. Me pareció que Jack tenía el semblante serio y los dientes apretados mientras seguía con los ojos a Nat. Era la viva imagen del odio.

Los siete amigos de Nat llegaron la tarde siguiente. Jack y yo estábamos allí para recibirlos cuando galoparon por el camino de entrada, mostrando la misma desconsideración a sus caballos reventados que Nat había exhibido la víspera. Desmontaron a toda prisa para saludar a su amigo, que se hallaba de pie unos pasos detrás de nosotros, y echaron a andar confiando en que alguien —concretamente Jack y yo— se ocuparía de sus cabalgaduras. Llevamos los animales a las cuadras para lavarlos y almohazarlos, una tarea larga y agotadora que nos tuvo ocupados el resto de la tarde. Los caballos estaban agotados, sudados y hambrientos, pues habían cubierto la distancia entre Londres y Cageley en un tiempo asombrosamente corto. Mientras yo lanzaba heno en el suelo de los establos, Jack calentó una enorme olla de avena y la echó en el pesebre. Cuando llegó la hora de ir a casa estábamos extenuados.

—¿Qué te parece si vamos a la cocina y bebemos algo? ¡Nos lo hemos ganado! —propuso Jack mientras cerrábamos las puertas de las cuadras y comprobábamos que hubieran quedado bien atrancadas. Si escapaba algún caballo durante la noche estábamos perdidos.

—No sé… —repuse con aprensión—. ¿Qué pasaría si…?

—Vamos, Mattie, no seas cobarde. Mira, han apagado las luces.

Escudriñé las cocinas y, en efecto, todo estaba oscuro y no se veía un alma por los alrededores. Nadie nos había dicho que no pudiéramos ir a comer algo después del trabajo, de manera que al final acepté acompañarlo.

—La puerta está abierta —advirtió Jack con una sonrisa mientras entrábamos en las cocinas—. ¿Acaso tu hermana no sabe que debe cerrarlas con llave antes de irse a la cama?

Me encogí de hombros y me senté mientras Jack iba a la despensa, de la que volvió con dos botellas de cerveza que me mostró encantado.

—Aquí tienes, Mattie —dijo mientras las depositaba sobre la mesa—. ¿Qué te parece?

Cogí una y eché un buen trago. No estaba acostumbrado a la cerveza, y al principio el sabor amargo me provocó arcadas. Tosí un poco y Jack soltó una carcajada cuando se me escurrió un poco de líquido por la barbilla.

—¡Ojo! ¡No la desperdicies! —exclamó sonriendo—. Sólo nos faltaría que nos descubrieran bebiendo cerveza. Así que échatela al coleto, no encima de ti.

—Perdona, Jack. Es que nunca había probado la cerveza.

Encendimos la pipa y nos reclinamos en las sillas de lo más relajados. Qué maravilloso debía de ser tener una vida ociosa, pensé. Abandonarse cuando a uno le viniera en gana, comer, beber y fumar cuando le apeteciera. Hasta los trabajadores se relajaban al final de la jornada y disfrutaban de los frutos de su esfuerzo. En cambio, yo ahorraba cuanto ganaba pensando en el día que Dominique y yo dejáramos Cageley para empezar una nueva vida en otro lugar.

—Este fin de semana voy a necesitar muchos momentos como éste —comentó Jack con actitud pensativa—. La que nos espera, con esta pandilla de gandules todo el día gritando y dando órdenes. Te juro, me entran ganas de… —Su voz se fue apagando, y finalmente se mordió el labio inferior, conteniendo su rabia.

—¿Qué pasó entre Nat y tu Elsie? —pregunté. No es que hubiera notado que Jack y la joven tuvieran algún tipo de relación íntima, pero me pareció adecuado llamarla así porque él siempre se refería a ella como «mi Elsie».

Se encogió de hombros y pareció dudar si le apetecía abordar ese asunto.

—Es que he intentado quitármelo de la cabeza —dijo por fin—. Además, ya han pasado dos años.

Enarqué las cejas para instarle a contármelo, y al final accedió.

—Verás, he vivido en Cageley House desde que tengo cinco años, ya que mis padres llevan mucho tiempo trabajando para sir Alfred. De modo que puede decirse que me he criado en esta casa. Cuando éramos niños, Nat y yo jugábamos aveces. Así que sabe de sobra cómo me llamo. ¡Colby! Si me conoce de toda la vida. Sólo quiere fastidiarme.

—Pero ¿por qué? ¿No erais amigos?

Negó con la cabeza.

—Nunca lo fuimos. Teníamos la misma edad y estábamos aquí. En esa época, sir Alfred vivía en Londres y sólo venían a Cageley algunos fines de semana. Mis padres hacían sobre todo de guardas. El trabajo de verdad empezó cuando sir Alfred se retiró. De manera que entonces veía a Nat muy de tanto en tanto. Y siempre estaba dentro de la casa, mientras que yo siempre estaba fuera. Los problemas no empezaron hasta que mi Elsie llegó a la casa.

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