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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El ladrón de tiempo (29 page)

BOOK: El ladrón de tiempo
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—Claro que al echar a Tara Morrison cometieron una equivocación garrafal —había señalado en una de esas reuniones, cuando hablábamos de un descenso del cinco por ciento de nuestra cuota de mercado entre las seis y las siete de la tarde—. Para atraer al público aficionado a las tetas y los culos no había nadie como Tara.

—No la echamos —repliqué con brusquedad. Me molestaba que siempre utilizara el lenguaje masculino para impresionar a los reunidos, que en su mayoría eran hombres—. Se fue porque quiso.

—Tara Morrison era una de las pocas estrellas de verdad de este canal —afirmó.

—Bueno, también tenemos a Billy Boy —apuntó Alan, como era de esperar—. El Chico.

—Venga, hombre, por favor, ¡si tiene la edad de mi abuelo! Reconozco que es famoso, una auténtica leyenda, pero ¿de qué nos sirve eso? Necesitamos talento nuevo y fresco. Talento en bruto. Ahora bien, si existiera algún modo de convencer a Tara de que volviese…

—No creo que quiera —dije—. Seguro que en la BBC está feliz. ¿Qué opinas, Roger?

Volví la mirada hacia Roger Tabori, el director de los noticiarios. Con su pelo negro engominado y peinado hacia atrás parecía un miembro de la familia Corleone.

—He oído ciertos rumores de que no está muy contenta en la BBC, pero como firmó un contrato…

—Aquí también tenía un contrato —señaló Caroline.

—No, Caroline, te equivocas. —Empezaba a irritarme su manera de hablar sobre algo que no entendía cabalmente—. Tara cumplió su contrato hasta el final y después decidió no renovarlo. Le hicieron una oferta mejor, sencillamente.

—Pues entonces deberíamos haberle ofrecido más dinero, ¿no? —dijo con dulzura.

La fulminé con la mirada; la sonrisa había desaparecido de mi rostro.

—Al parecer Tara quería presentar las noticias de las seis —terció Roger para rebajar la tensión—, pero no accedieron, porque en ese caso Meg se habría marchado. De modo que propuso salir en las noticias de la una. Tampoco quisieron, y no entiendo por qué; en mi opinión habría funcionado. Querían ponerla en la programación matinal, pero ella se negó, como era de esperar. Le han propuesto dirigir ciertos programas documentales; algo así como
Preparados, celebridad; listos, cocina
, y espacios por el estilo. Hasta ahora nada demasiado interesante.

—Antes de dejarnos debería haber sabido dónde se metía y negociar un poco, ¿no os parece? —inquirí dirigiendo una sonrisa a Caroline—. Quién sabe, tal vez llegue el día en que se vaya de la BBC y vuelva con nosotros con el rabo entre las piernas.

—Lo dudo —dijo Caroline. Yo tampoco lo creía posible. La verdad es que echaba de menos su compañía, igual que la de James. Pero él estaba muerto y Tara trabajaba para la competencia—. En fin… Pasemos a otro tema. Habría que despedir a Martin Ryce-Stanford, y cuanto antes mejor.

Tras estas palabras alguien resopló; me eché hacia atrás en la silla y tamborileé con los dedos sobre la mesa. Martin Ryce-Stanford ocupaba las tres plantas superiores de la casa donde yo tenía mi apartamento. Ministro durante el reino del terror de Margaret Thatcher, había sido destituido a raíz de una discusión que mantuvo con su jefa sobre el futuro de las minas de carbón. Martin pensaba que había que cerrarlas todas y aguantar como fuese el subsiguiente chaparrón. La Dama de Hierro estaba de acuerdo en lo primero, pero temía las consecuencias. De modo que planeó anunciar la clausura de gran parte de las minas, y luego, tras el inevitable escándalo, cedió un poco permitiendo que algunas se mantuvieran abiertas mientras cerraba las que tenía previsto clausurar en primer lugar. Por extraño que pueda parecer considerando su posición en el gobierno, Martin se indignó por esa muestra de cinismo político y en una entrevista en televisión hizo un comentario mordaz sobre los planes de la señora Thatcher. Esa misma noche, una hora después de la emisión, la primera ministra le telefoneó para despedirlo y lo amenazó con castrarlo. A partir de ese momento, y hasta que Margaret Thatcher abandonó el poder, Martin se convirtió en su bestia negra. Estuvo entre quienes en 1990 apoyaron el nombramiento de John Major como primer ministro, a pesar de que no se soportaban, en la esperanza de conseguir un escaño en la Cámara de los Lores. Por desgracia, los favores no siempre se pagan, y un buen día Martin se encontró escribiendo mordaces artículos contra el gobierno. Desarrollando una habilidad hasta entonces desaprovechada para la viñeta de sátira política, empezó a ilustrar sus artículos con caricaturas de los ministros a las que añadía el cuerpo de un animal ad hoc: John Major se contoneaba como un pato, Michael Portillo abría los brazos para mostrar el plumaje de un pavo real, y Gillian Shepard correteaba por la página como un pequeño rottweiler. Con el tiempo se juzgó que los artículos de Martin eran demasiado negativos, ya que lo criticaba absolutamente todo sin que le importara el que una idea fuese buena o no. Lo suyo era la descalificación por sistema. Ya nadie lo consideraba capacitado para la política, y en todos lados le reprochaban su increíble parcialidad y su absurda animadversión hacia cualquiera que ocupase una posición de poder. Incluso llegó a decirse que estaba un poco desequilibrado. Naturalmente, le había llegado la hora de entrar en la televisión.

Llegué a conocerlo bastante bien después de mudarme al apartamento de Piccadilly. De vez en cuando me invitaba a cenar a su casa en compañía de la pareja que hubiera logrado convocar para la noche y de su joven y malhumorada esposa, Polly. La velada solía ser absurdamente divertida. Defendía unas ideas ultraderechistas tan extremistas que no podían ser sino fingidas. Parecía deleitarse escandalizando a la gente con las barbaridades que decía. Polly apenas le prestaba atención. Como lo conocía, yo no caía en sus trampas, al contrario que la mayoría de mis acompañantes femeninas, quienes iban sulfurándose progresivamente a medida que transcurría la noche hasta que no aguantaban más, se levantaban de la mesa y se marchaban. Lo peor era cuando optaban por rebatir las disparatadas afirmaciones de Martin y se lanzaban a discutir. Entonces se veía a mi amigo en su salsa, pues esa reacción era lo que pretendía provocar desde un principio.

Poco después de la inauguración del canal tuve la inspirada idea de trasladar a la televisión la atmósfera desquiciada y provocadora de esas veladas, y le propuse a Martin que dirigiera y presentase un programa de entrevistas. El formato era simple: treinta minutos de duración, veinticuatro sin contar anuncios y créditos, dos invitados por noche, tres noches por semana. Los invitados serían una figura política del momento y un liberal escandalizado. El primero no se apartaría de su guión, pues no querría perjudicar su carrera política, en tanto que el liberal escandalizado —actor, cantante, escritor, intelectual, etcétera— asumiría la postura políticamente correcta. Martin sería el encargado de sembrar cizaña y sacarlos de quicio. A medida que avanzara el programa se haría patente que el político se esforzaba por no salirse ni un milímetro de la linea marcada por su partido sin llegar a condenar los desatinados puntos de vista de Martin, mientras que el liberal escandalizado se indignaría cada vez más y pronunciaría frases como: «Todo esto me repugna» o «Dios, ¿cómo puedes pensar así a estas alturas?», y cabía la posibilidad de que acabara lanzando el vaso de agua
light
, sin hielo ni limón, al odioso monstruo sentado frente a él. Resultó un programa muy divertido y una de mis mejores ideas.

Aunque al cabo de un tiempo ya no hacía gracia a nadie. Martin Ryce-Stanford había dejado de ser una figura polémica y provocadora para convertirse en un auténtico memo, y sus ideas ultraderechistas, un ejemplo de su anacronismo. Fue desbancado por otros programas de actualidad serios y cada vez le costaba más atraer a personajes solventes. Tocó fondo la noche en que entrevistó a la mujer del secretario de un recientemente elegido portavoz de Salud Pública del Partido Demócrata Liberal como figura política, y, en calidad de liberal escandalizado, a un joven cantante pop que había conseguido el tercer puesto en las listas de ventas de hacía seis años y del que nadie había oído hablar desde entonces (aunque se había reciclado y convertido en autor de libros infantiles sobre un duende dotado de múltiples poderes mágicos). A partir de ese momento la cuota de pantalla no sólo cayó en picado, sino que se evaporó. El programa era ruinoso y todos lo sabíamos. Aun así, Martin seguía siendo mi amigo, me lo pasaba muy bien con él y la idea de despedirlo me desagradaba profundamente.

—Habrá que despedirlo, Matthieu —insistió Caroline—. Su programa es una mierda.

—Tiene razón —convino Roger Tabori, y asintió con gravedad.

—¡Pensaba que ya no existía! —exclamó Alan, asombrado.

—Necesitamos un cambio —dijo Marcia Goodwill, directora de programas de variedades, mientras daba golpecitos con el bolígrafo sobre su carpeta.

—Algo que atraiga a los jóvenes —propuso Cliff Macklin, director de programas importados, sumándose al oráculo.

—Tienes que despedirlo cuanto antes —concluyó Caroline.

Me encogí de hombros. Tenía razón, pero…

—¿No podríamos cambiar el formato del programa? —tanteé—. ¿Actualizarlo un poco?

—Claro —replicó Caroline—. Podríamos despedir al presentador.

—Pero ¿no existe otra posibilidad? Aparte de despedirlo, quiero decir.

Caroline fingió reflexionar.

—Bueno —dijo al cabo—, quizá podríamos enviarlo al paredón; seguro que recuperaríamos audiencia. Y al conseguir publicidad, tendríamos dinero para contratar a otro presentador, alguien un poco sexy.

La miré sorprendido. A esas alturas ya no sabía cuándo hablaba en serio y cuándo no.

—¡Es broma! —exclamó al ver mi aturdimiento—. Caray, parece que estés en un casting de liberales escandalizados.

—Si queréis oír mi opinión —intervino Roger Tabori—, os diré que el problema no radica tanto en el programa como en el presentador. Las entrevistas políticas tienen una larga vida por delante, sólo hemos de encontrar a alguien que las presente, alguien con más… no sé… atractivo para el público. Alguien con un par de cojones, por decirlo claramente.

—Y tetas —apuntó Caroline—. Si conseguimos a alguien con un par de cojones y tetas nos meteremos al público en el bolsillo.

—Perfecto —dije, y solté una carcajada—. Cojones y tetas. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Nos desplazamos a Amsterdam para buscar el fenómeno capaz de cumplir con esos requisitos?

—No creo que tengamos que ir tan lejos, Matthieu —comentó Cliff Macklin.

—Sobre todo cuando ya conocemos a esa persona que nos meterá en el bolsillo a los telespectadores —dijo Marcia Goodwill, uniéndose a la ofensiva.

Para entonces empezaba a sentirme atrapado en una emboscada, como si previamente hubieran ensayado la reunión a mis espaldas, utilizando a un actor para representar mi papel.

—¿Y en quién estáis pensando, si puede saberse? —pregunté, dándome por vencido mientras clavaba la mirada en Caroline, sin duda la cabecilla del complot. De pronto comprendí que era más capaz de lo que había creído.

—Es bastante obvio —repuso—. Debemos recuperarla como sea. No importa lo que cueste, tiene que volver. Habrá que pagarle lo que pida, concederle las condiciones que imponga. Todo el canal tiene que girar alrededor de ella si así lo quiere. Tara dice: Es hora de volver a casa.

Negué con la cabeza y suspiré con los ojos cerrados. Quería borrarlos de mi vista, aunque sólo fuera un momento, y deseé con todas mis fuerzas que James estuviera vivo.

—Estoy impresionado —dije en el camerino de Tommy al finalizar el rodaje—. Nunca habría imaginado que para una serie como la tuya hiciera falta tanta gente. Antes todo era más sencillo.

Jamás le hablaba de mi época en la NBC, como es lógico, pero las diferencias entre los dos canales de televisión no podían ser más llamativas.

—Cuando estás en tu emisora nunca sales del despacho, ¿eh? —ironizó Tommy con una sonrisa.

—La mayor parte de nuestros programas son importados. Series dramáticas, comedias, ya sabes. En el canal sólo producimos noticiarios y programas de actualidad, un par de personas o más sentadas a una mesa y hablando de diferentes temas. Para eso no hace falta tanta parafernalia.

Contemplé a Tommy mientras se quitaba el maquillaje sentado ante un espejo estilo Broadway, con una hilera de bombillas enmarcando el rostro de la estrella. Al descubrir mi mirada me sonrió y, dirigiéndose a mi reflejo, comentó:

—El año pasado Madonna utilizó este camerino antes de salir en el programa de la Lotería Nacional. —Esbozó una mueca de disgusto—. Cantó
Frozen
y se dejó una maqueta de su nuevo álbum. Más tarde se la envié y ni siquiera me dio las gracias.

—Vaya. Me dejas de piedra.

—Antes de que viniera me obligaron a sacar todas mis cosas. Ella, en cambio, me dejó su mierda para que la limpiara. De paso me quedé con algunas cosas suyas, pero no se lo digas a nadie.

Me encogí de hombros y miré alrededor. Por todas partes se veían fotos, posters, cintas, carretes y guiones desperdigados por el suelo, impresos en colores diferentes para señalar versiones actualizadas; en conjunto parecía una escuela de Montessori. Imaginé que un hombrecito rodeado de papeles decidía en algún lugar del edificio el color de cada día y rellenaba un enorme gráfico, y que esas actividades daban sentido a su existencia. Escogí un guión al azar y le eché un vistazo, pero el diálogo me pareció tan elemental que enseguida lo dejé caer al suelo.

—¿Te gusta trabajar aquí, Tommy? —pregunté al cabo de un momento.

—¿Qué quieres decir?

Solté una carcajada.

—Pues eso, si te gusta tu trabajo. ¿Disfrutas? ¿Te gusta venir aquí todos los días?

—Creo que sí —respondió tras reflexionar un instante—. Por cierto, vuélvete si no quieres ver esto. —Y se puso a cortar un montoncito de cocaína en un espejo roto con gesto de suma concentración.

—De verdad, Tommy, cuántas veces te he dicho que…

—No empieces —me interrumpió—. Lo estoy dejando, te lo prometo. No seas pesado, ¿vale? Un hermanastro furioso que piensa que me estoy tirando a su mujer acaba de darme una paliza. Necesito algo para relajarme.

Suspiré y permanecí en silencio mientras Tommy se inclinaba para esnifar la raya sirviéndose de un cilindro de papel que guardaba en un cajón del tocador. Acto seguido empezó a temblar como si sufriera un ataque epiléptico; tenía los brazos extendidos, los puños apretados y los ojos cerrados con fuerza.

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