El ladrón de tiempo (17 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

BOOK: El ladrón de tiempo
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Dominique pasó por mi lado y cogió a Tomas en brazos con suavidad; a continuación lo acostó en el extremo opuesto del establo y le puso un montón de paja bajo la cabeza a modo de almohada. Tomas murmuró algo ininteligible y siguió durmiendo; Dominique volvió sobre sus pasos y se tumbó junto a mí, ocupando el lugar todavía caliente que acababa de dejar Tomas. Su aliento me rozaba la cara y al rato noté que me acariciaba la mejilla con la mano izquierda; mi excitación iba en aumento, cosa extraña, pues por una vez no se me había pasado por la cabeza hacer el amor con Dominique. Avergonzado, oí crujir la tela de mis pantalones mientras ella seguía acariciándome; intenté mantener los ojos cerrados, temiendo que se detuviera al advertir que no sólo estaba despierto sino que, además, disfrutaba. Luché contra el deseo apremiante de mi cuerpo, pero al final sucumbí; abrí los ojos y dejé que me estrechara entre sus brazos. Ella tomó la iniciativa: me desabrochó el pantalón y me guió hasta su interior. Me quedé paralizado unos instantes y a continuación me abandoné a ese movimiento rítmico que ella me había enseñado durante mi primera noche en Inglaterra y que luego, en el año siguiente, había repetido en innumerables ocasiones con prostitutas y chicas de la calle en Dover. Justo antes del clímax sentí un deseo irrefrenable de besarla, pero apartó la cara; no permitió que nuestros labios se unieran ni una sola vez. De pronto, todo acabó, y me dejé caer de espaldas sobre la paja, cubriéndome el rostro con un brazo mientras me preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a hacer el amor (¿quince minutos?, ¿un año?). Se inclinó sobre mi cuerpo y me besó en la entrepierna, antes de secarme con un poco de paja y de abrocharme los pantalones. Entonces dio media vuelta y se durmió sin pronunciar palabra.

A la mañana siguiente, mientras caminábamos, saqué a colación lo sucedido; Tomas iba unos metros por detrás y murmuraba para sí. Estaba creciendo y ya no se lo veía tan delgado; por un momento me sentí henchido de un orgullo que tenía mucho de paternal y, al mismo tiempo, me preocupó saber que un día dejaría de estar bajo mi tutela. Hacía calor y tenía ganas de quitarme la camisa, pero me daba vergüenza quedarme medio desnudo a la luz del sol; temía no parecer el Adonis que imaginaba que por la noche era para Dominique. De modo que me quedé como estaba y enseguida empecé a notar la camisa empapada de sudor. De vez en cuando la observaba con el rabillo del ojo, pero ella mantenía la vista al frente y en ningún momento me miró.

—Furlong no llegó a hacerte daño, ¿verdad? —pregunté con voz suave y paciente mientras me aproximaba a ella.

—No —musitó tras un silencio—. No tuvo tiempo. Sólo me hizo daño cuando se abalanzó sobre mí y me agarró de las muñecas y el cuello. Tengo algunas magulladuras, nada grave. Era más pesado de lo que parecía.

—Ah, bueno, y ¿qué…? —titubeé, confuso—. ¿Qué haremos al respecto? Quiero decir más tarde, cuando lleguemos a Londres.

—¿Qué haremos respecto a qué?

—Respecto a nosotros.

—¿Nosotros? —preguntó con expresión inocente, encogiéndose de hombros.

La miré con ceño; quería que fuera ella quien hablase.

—Nada —dijo al fin—. No descubrirán que fuiste tú quien lo mató, es imposible. Tardarán días en encontrar el cadáver, e incluso entonces, ¿quién va a…?

—¡No! —grité, frustrado—. Me refiero a ti y a mí.

—Ah, a ti y a mí. Quieres decir… —Su voz se fue apagando mientras reflexionaba, y por un instante pareció que había olvidado lo sucedido la noche anterior.

«No puede ser —pensé—. No me lo hagas otra vez, por favor.»—Creo que cuanto más fieles seamos a nuestra historia, mejor nos irá —añadió—. Me refiero a esa de que somos hermanos. Así nos costará menos encontrar un lugar para los tres. ¿No crees?

—Pero no somos hermanos —señalé—. Los hermanos no…

—Pero es como si lo fuéramos.

—¡Qué va! —exclamé en el colmo de la desesperación—. Si somos como hermanos, ¿a qué vino lo de anoche? ¿Y lo que ocurrió en Dover?

—Pero ¡si de eso hace más de un año!

—No importa, Dominique. Los hermanos no se comportan de esa manera.

—Ay, Matthieu —dijo, y suspiró negando con la cabeza, como si discutiéramos ese asunto por enésima vez, aunque en realidad era la primera—. Tú y yo no debemos estar juntos. Tienes que entenderlo.

—¿Por qué? Somos felices, nos necesitamos. Y, además, te quiero.

—No seas ridículo —bufó—. Sólo soy la única chica por la que has sentido algo más que deseo sexual. Lo llamas amor, pero no lo es. Es apego, familiaridad.

—¿Cómo lo sabes? Para mí lo que hicimos anoche significó mucho más que…

—Matthieu, no quiero hablar de eso, ¿de acuerdo? Pasó lo que pasó, pero te aseguro que no volverá a ocurrir. Debes aceptar que no te vea de ese modo. No es lo que quiero de ti. Tal vez tú sí, y lo lamento, pero no se repetirá. Jamás, te lo aseguro.

Me adelanté unos pasos y permanecí callado, intentando herirla con mi silencio. Estaba harto de vivir pendiente de ella, de pensar que mi felicidad dependía de que siguiéramos juntos. Durante unos instantes la odié con todas mis fuerzas y maldije el día fatídico en que la había conocido; si Tomas y yo no nos hubiéramos cambiado de sitio en el barco de Calais a Dover, si no hubiésemos entablado conversación con ella, no habría vivido esclavizado por mis emociones durante más de un año. Si no podía quererme, prefería que no existiese, y me indignaba que continuara viviendo como si tal cosa. Sin embargo, era incapaz de imaginar un futuro sin su compañía. Apenas tenía recuerdos de mi vida antes de conocerla.

—Hay cosas de mí que ignoras —dijo al cabo de un rato, tras darme alcance y cogerme del brazo; sentí la caricia de su cálido aliento en el hombro—. No olvides que antes de conocernos viví diecinueve años en París; tú llevabas allí casi el mismo tiempo. Seguro que también tuviste muchas experiencias que no me has contado.

—Te lo he contado todo —protesté.

Dominique se echó a reír.

—Mientes —aseguró—. Apenas sé nada de tus padres. Me dijiste cómo murieron, nada más. Pero nunca me has hablado de lo que sentías por ellos, de qué significó para ti ser huérfano, tener que ocuparte de Tomas. Te amoldas a todos mis planes, pero jamás revelas lo que esperas de la vida. Todo te lo guardas dentro; en eso eres igual que yo. Nunca me cuentas nada de ti, y en eso también nos parecemos. Lo que sientes por mí es sólo atracción física, y no puedo corresponderte. El hecho es que yo también tuve una vida antes de conocerte. Dijiste que tenías razones para dejar París; pues yo también, y no puedes pretender que me enamore de ti cuando ni siquiera sabes qué motivos tenía.

—¡Pues explícamelos! Cuéntame por qué te marchaste, dime de qué huyes y quizá te revele algunos de mis secretos.

—En París no tenía nada, ni familia ni porvenir, por eso me fui. Quería empezar de nuevo. Matthieu, créeme, te quiero a mi manera, como una hermana, y ese sentimiento no cambiará. Al menos en un futuro próximo.

Me aparté de ella y, tras dirigirle una mirada de desdén, retrocedí para comprobar cómo estaba Tomas. En ese momento me parecía que no tenía más familia que él; era mi único amigo.

Al aludir a mi vida en París, Dominique tenía razón en un punto: yo nunca había dado detalles sobre mi pasado. En buena medida se debía a un esfuerzo deliberado por mi parte: en cuanto Tomas y yo subimos al barco de Calais corrí un tupido velo sobre mi existencia anterior; siempre que pensaba en mi relación con Dominique era mirando al futuro, a la vida que algún día compartiríamos. Por eso, pese a nuestra intimidad, ninguno de los dos había revelado gran cosa de su pasado, y ya era hora de que empezásemos a hacerlo.

De mi padre, Jean, sólo conservaba vagos recuerdos, al fin y al cabo le habían cortado la garganta cuando yo tenía cuatro años. Lo imaginaba como un hombre alto y de barba canosa, pero, cuando mencioné ese dato a mi madre, negó con la cabeza y afirmó que, por lo que ella recordaba, mi padre no tenía un pelo en la cara; quizá lo confundiera con otra persona, alguien que hubiese pasado por casa y cuya imagen se me hubiera quedado grabada. Me sentí defraudado y triste: tenía pocos recuerdos, y encima eran falsos. Aun así sé que se trataba de un hombre respetado y querido, pues durante mis primeros quince años en París conocí a mucha gente que lo había tratado y lamentaba su pérdida.

Mi madre, Marie, conoció a su segundo marido en el mismo teatro donde el primero había trabajado durante años. Iba allí todos los meses para visitar al dramaturgo que había empleado a mi padre como copista y que tras su muerte había concedido a mi madre una generosa pensión. Se presentaba en su despacho del teatro con el pretexto de tomar el té con él y juntos pasaban cerca de una hora conversando amigablemente. Al despedirse, el hombre deslizaba en el bolsillo de mi madre un saquito con el dinero que sufragaría nuestra existencia durante los próximos treinta días; no sé cómo habríamos sobrevivido sin esa suma, pues aun así pasábamos muchas estrecheces. Fue en una de esas ocasiones, mientras dejábamos el teatro, cuando mi madre tuvo la desgracia de cruzarse con Philippe DuMarqué. Acababa de salir a la calle y se disponía a regresar a casa cuando un niño pasó corriendo por su lado y le arrebató el bolso. La pobre soltó un grito, perdió el equilibrio y cayó al suelo mientras el ladronzuelo se escabullía por una calleja con todo lo que mi madre tenía, aparte de la pensión mensual. Philippe logró detener al niño —un carterista como en el que me convertiría yo mismo unos años después, en Dover— y más tarde corrió el rumor de que como castigo le había roto el brazo; una pena demasiado severa para un delito tan insignificante, la verdad. Philippe le devolvió el bolso a mi madre, que estaba muy afectada por el incidente, y se ofreció a acompañarla a casa. Ignoro qué sucedió después; sólo sé que desde ese día Philippe se convirtió en un visitante asiduo a nuestra casa y que se presentaba a cualquier hora, tanto durante el día como durante la noche.

Al principio tenía muy buenos modales y se mostraba encantador; jugaba conmigo a la pelota o me enseñaba algún truco de cartas. Era un hábil mimo y parodiaba tan bien a nuestros vecinos que lograba que llorara de risa. En esas ocasiones nuestra relación era muy cordial, pero Philippe podía cambiar de humor en cuestión de segundos. Las mañanas en que lo encontraba sentado a la mesa de la cocina con una resaca de caballo, procuraba mantenerme fuera de su vista. Apuesto, con veinte años cumplidos, su rostro parecía cincelado en granito; tenía los pómulos pronunciados y las cejas más perfectas que he visto en mi vida en un hombre: dos hermosos arcos negro azabache sobre unos maravillosos ojos azul zafiro. La melena le llegaba hasta los hombros y a menudo se la recogía en una coleta, según la moda de la época. Su belleza ha ido pasando de generación en generación, sus genes han reproducido ese aspecto extraordinario en todos los descendientes. A pesar de las variaciones y alteraciones introducidas por el lado femenino, todos, incluido el Tommy actual, han heredado la apostura de Philippe, así como la habilidad de mirarme de un modo que me produce escalofríos y me trae desagradables recuerdos de un par de siglos atrás. De todos los DuMarqué, Philippe, el progenitor, es el que recuerdo con menos simpatía, el único de cuya muerte me alegré.

No asistí a la boda de mi madre con DuMarqué. De hecho, ni siquiera supe que se habían casado hasta que vi que mi nuevo padrastro se instalaba en nuestra casa con sus pertenencias y se quedaba a dormir todas las noches. Mi madre me pidió que lo tratara con respeto, como si fuera mi padre biológico, y que no lo molestase con chiquilladas, pues estaba sometido a mucha presión en su trabajo. No sé si era un gran actor —nunca lo vi participar en ninguna representación importante—, pero dudo que tuviera el menor talento, pues siempre le daban papeles insignificantes y a veces incluso hacía de suplente. Saltaba a la vista que se sentía muy frustrado, y pronto se volvió un ser malhumorado e irascible. El ambiente de tensión que creaba a su alrededor me aterrorizaba. Para mi gran alivio, a menudo se marchaba durante días.

Poco después de la boda nació Tomas; felizmente, Philippe aparecía muy poco por casa, y cuando se presentaba sólo quería comer o dormir. Mi hermano era muy llorón. Estábamos desesperados, porque cuando tenía hambre berreaba sin parar y luego se negaba a comer lo que le preparábamos. Su padre no le hacía ningún caso, tampoco a mí. Cada vez estaba más obsesionado por triunfar en el escenario y cada vez más lejos de lograrlo: al parecer, los papeles que codiciaba siempre iban a parar a actores que despreciaba. Un día anunció su decisión de convertirse en autor.

—¿En autor? —repitió mi madre, mirándolo fijamente; dudo que lo recordara con un libro entre las manos, por lo que no podía creer que fuese capaz de escribir una sola línea—. ¿Qué clase de autor?

—Podría escribir una obra de teatro —repuso él, entusiasmado—. Piénsalo. ¿En cuántas obras he actuado desde que era niño? Sé todo lo que hay que saber sobre cómo se preparan, lo que funciona y lo que no funciona en el teatro, cómo conseguir que un diálogo suene bien y no quede forzado. ¿Tienes idea del dinero que ganan los dramaturgos? Marie, los teatros se llenan todas las noches.

Aunque no quedó muy convencida, mi madre hizo lo posible por animarlo. A partir de entonces, DuMarqué se sentaba todas las noches a nuestra mesa con una pluma de ganso en la mano y garabateaba cuartillas durante horas; de vez en cuando miraba al techo en busca de inspiración y acto seguido reanudaba su febril labor. Yo lo observaba embobado, en espera del momento en que le venía una idea a la cabeza y se apresuraba a trasladarla al papel. Por fin, un mes más tarde, anunció que había acabado. Escribió pomposamente «Fin» al pie de la página, lo subrayó y estampó su firma con una rúbrica; a continuación se puso de pie sonriendo, cogió a mi madre en volandas y empezó a dar vueltas por la cocina hasta que ella gritó que si no la dejaba en el suelo vomitaría. Philippe nos pidió que tomáramos asiento pues quería leernos su obra, y así lo hizo. Permanecimos unas dos horas sentados en silencio mientras él iba de un lado a otro leyendo con diferentes voces y añadiendo las acotaciones sobre la marcha. No paraba de gesticular y su rostro expresaba sucesivamente orgullo, ira o hilaridad, según la escena. Actuaba como si le fuera la vida en todas y cada una de las palabras escritas en aquellas cuartillas.

Soy incapaz de recordar el título de su obra, aunque no he olvidado la trama. Un rico aristócrata afincado en París a mediados del siglo XVII; su mujer enloquece y se suicida; el noble vuelve a casarse pero descubre que su nueva esposa lo engaña con un terrateniente, de modo que la tortura hasta que también se vuelve loca y se suicida; entonces él se da cuenta de lo perdidamente enamorado que estaba de ella, enloquece y se suicida a su vez. Fin de la historia. Todo el rato era lo mismo: gente que enloquecía y se suicidaba. Al final, con el escenario cubierto de cadáveres, aparecía por la izquierda un personaje que no había salido antes y recitaba un soneto que resumía el desenlace. Aunque el texto era espantoso, aplaudimos por educación, y mi madre enumeró todas las cosas que compraría cuando fuéramos ricos, aunque tanto ella como yo sabíamos que las posibilidades de enriquecernos con la obra maestra de Philippe eran más bien escasas.

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