Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—Es posible que ésta venga antes de lo que imaginas —aseguró con voz queda.
—Ya he oído esos rumores en la ciudad y no creo que haya que darles mucha importancia. Si hiciéramos caso de todos los que circulan a diario, viviríamos en un puro sobresalto.
—No es de un rumor de lo que te hablo. Una amenaza real se cierne sobre nosotros, y sólo es cuestión de tiempo el que nuestros ejércitos marchen al combate.
Ahora Nemenhat miró a su amigo con desconcierto.
—Lo siento amigo, pero no puedo decirte mucho más. Tampoco es que disponga de información de primera mano, como comprenderás; pero sí puedo decirte que en los cuarteles no se habla de otra cosa.
—Al menos la amenaza tendrá un nombre.
—Los pueblos que viven en el Comienzo de la Tierra —dijo Kasekemut con desprecio.
—¿Te refieres a los libios?
—Sí, los
libu
y los
mashauash
—contestó escupiendo al suelo.
—Que yo sepa, el faraón Merenptah les dio una buena lección.
—Pues ya ves que no fue definitiva; habría que solucionar el problema de otra forma.
—Y según tú, ¿cuál sería la solución?
—Exterminarlos —contestó mientras mordisqueaba distraídamente un tallo de hierba..
—¿Hablas en serio, Kasekemut? Llevamos siglos peleando contra los libios; son nuestros vecinos y es normal que tengamos disputas con ellos. Además, no creo que pudiéramos exterminarlos.
—Pues si no lo hacemos —dijo escupiendo la hierba de la boca—, ellos acabarán por apoderarse de nuestro país.
—Y dime ¿cómo lo haríamos?; según tengo entendido nuestro ejército está lleno de mercenarios libios. ¿Crees que acabarían con sus hermanos?
—En efecto, nuestra infantería está bien surtida de ellos. Son los
qahaq,
buenos soldados y casi todos sirven en la división Ra, «la de los numerosos brazos»
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. ¿Ves por lo que te digo que un peligro cierto se cierne sobre nosotros? Nuestro ejército está lleno de mercenarios, no solamente libios, sino también
shardana
,
sirios
,
palestinos
,
nubios
… y gente del más variado pelaje. Chusma, Nemenhat, auténtica chusma vendida al mejor postor; en este caso a nuestro divino faraón. No es posible la gloria para un país soportado por semejantes pilares.
—Pero, los mercenarios son algo habitual en nuestro ejército desde hace muchísimos años y siempre dieron muestras de una lealtad ejemplar.
—Sí, ya sé que el más grande de los dioses vivientes que ha pisado nuestra sagrada tierra, Ramsés II, incorporó a estos soldados a nuestros ejércitos. Incluso puso a los
shardana
como guardia personal. Pero créeme cuando te digo que esta gente a lo único que tienen lealtad es al deben.
Nemenhat observó con atención a su amigo. Su mirada, siempre orgullosa, estaba llena de desafío. Desafío que acentuaba con aquella forma de hablar, siempre rigurosa y cortante. Además, había adquirido la costumbre de levantar el mentón cuando lo hacía y al tener la mandíbula tan cuadrada, el gesto le hacía parecer poseedor de la única verdad; sin posibilidad de derecho a réplica.
—Tus palabras tiñen de sombras nuestro futuro, Kasekemut; aunque puede que las hagas más largas de lo que son.
—Si acaso, quedarían cortas —contestó con sorna.
—Entonces ¿qué deberíamos hacer?
—Sería estúpido por mi parte el decir que yo tengo la solución, aunque te aseguro que conozco el camino para lograrla.
—Ah, pues si conoces el camino a seguir, no veo por qué debemos preocuparnos —dijo ahora Nemenhat con burla.
—No frivolices, Nemenhat —saltó Kasekemut con vehemencia—. El hecho de ser consciente de un problema puede llevar a soluciones para resolverlo.
—Pues escucharía encantado esas soluciones.
—Bueno —dijo Kasekemut volviendo al tono cauto del principio—. No hay duda que éstas me sobrepasan; no soy más que el último
w'w
del ejército, por el momento.
Nemenhat le miró sonriendo.
—Pero existe una posibilidad real, Nemenhat. Créeme, ahora es el momento propicio para conseguirlo. Hacía ya muchos años, demasiados, que el país no tenía un dios viviente como el que hay. Nuestro faraón está decidido a emular a los grandes reyes que nos han gobernado y sabe que sólo con un ejército poderoso se pueden salvaguardar nuestras fronteras de los chacales que las rodean. Un ejército formado por soldados egipcios, que garanticen su lealtad en todo momento.
—Ése sí que es un problema, Kasekemut, pues por lo que yo sé, nuestros paisanos no están muy decididos a alistarse.
—Claro, por la mísera paga que dan nadie está dispuesto a pasar penalidades sin límite por amor a
Sejmet
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. Pero si a cada soldado se le asegurara un poco de tierra donde vivir en su jubilación, y un mejor porcentaje en los botines, te aseguro que el problema desaparecería.
—Pero aparecería otro, porque la mayoría de la tierra cultivable que tenemos pertenece a los grandes templos; y no creo que ellos estén dispuestos a regalarla así como así. La tierra que el faraón les podría ofrecer sería la cercana a las necrópolis —dijo Nemenhat mordaz—. Ya pasaron los tiempos en los que el dios favorecía a sus valientes con buena tierra.
—Pues debemos volver a ellos.
—¿De veras? ¿Y cómo convenceréis al clero para ello? ¿Les diréis al templo de Amón o al de Ptah, que deben comprender la necesidad de que donen parte de su hacienda para regalarla a simples soldados?
—Estoy de acuerdo en que el clero es hoy un lastre terrible para nuestro país; no sólo por sus posesiones. Incluso en las contiendas hacen acopio de la mayor parte del botín. Hay que cambiar eso, Nemenhat.
—Otros lo han intentado antes inútilmente; dicen que hubo un faraón que se opuso a ellos con la fuerza que le confería su rango. Pero al final fue destruido
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; destruido y borrado de la memoria de nuestra tierra porque, no te engañes Kasekemut, ellos son el poder, el auténtico poder en Egipto.
Kasekemut miró a su amigo con expresión de ausencia y sus ojos parecieron estar en lo más profundo de un insondable pozo.
Nemenhat creyó ver en ellos la sombra de la angustia. Una angustia de la que, obviamente, desconocía su origen, pero que parecía haberse adueñado del espíritu de Kasekemut. De hecho, durante aquel año de ausencia, éste había experimentado un evidente cambio; no sólo físicamente, desarrollándose extraordinariamente, sino también en el plano personal. Poco quedaba ya del muchacho que, gozoso, corría entre las estrechas callejuelas haciendo travesuras sin fin. Un año en el ejército había hecho de Kasekemut una persona diferente. Las perspectivas de su vida poco o nada tenían que ver con las de su amigo. El enfoque que daban a determinados asuntos era, en ocasiones, diametralmente opuesto y Nemenhat, de por sí siempre dado a razonar, comprobaba con consternación cómo su amigo zanjaba súbitamente las cuestiones cuando se quedaba sin argumentos.
Sin embargo, Nemenhat seguía sintiendo un gran cariño hacia él; un cariño como el que hubiera sentido hacia el hermano que nunca tuvo y al que a veces tanto añoraba.
Kasekemut pareció salir del trance en el que se encontraba.
—Deberíamos irnos ya —dijo lacónicamente—. La tarde comienza a caer y quisiera estar en Menfis antes del anochecer.
Luego con una sonrisa picara, añadió.
—Tengo algunos asuntos que tratar. Vamos, te lo contaré por el camino.
Los asuntos a los que se refería, no quedaban reducidos sino a uno solo: Kadesh. Kasekemut quería aprovechar el permiso dispensado, para comprometerse definitivamente con la muchacha; y para ello había urdido un plan en toda regla.
Lo primero, lógicamente, era conseguir el favor de Kadesh; aunque esto, francamente, no le preocupaba lo más mínimo, pues en su arrogancia no tenía la menor duda de que lo obtendría.
Lo segundo que debería hacer era apartar de su amada a la multitud de parásitos que, últimamente, la asediaban. Bastaría hacer un escarmiento en uno de ellos, para que el resto reconsiderara su postura. Tampoco esto le inquietaba e incluso, si le apuraban, hasta le divertía la idea.
Lo tercero ya era más complicado, puesto que requería la conformidad de la madre de la muchacha y esto sí era un problema, porque Heret no estaría dispuesta a entregar a su hija en manos del último oficial del ejército del faraón. Para convencerla había pensado en que Userhet le apadrinara. El hecho de que un héroe nacional le recomendara, le hacía sentir ciertas posibilidades, aunque sus esperanzas estaban puestas fundamentalmente en la tozudez de Kadesh.
Al principio, a Nemenhat todo esto le dejó perplejo; pues su amigo había convertido un proyecto de boda en una campaña militar. Daba igual cómo se desarrollara ésta, lo importante era el resultado final: Kadesh. Mas luego le embargó el desencanto, pues en su infinita suficiencia, Kasekemut no contemplaba la posibilidad de que alguna otra persona pudiera acceder al amor de la muchacha; incluido él mismo. De hecho, había noches en las que no podía apartarla de su cabeza, soñando en cubrirla de caricias y poseerla hasta la extenuación, y aunque no se hiciera ilusiones en conquistar su cariño, tampoco le gustaba la forma prepotente con que su amigo había decidido enamorarla.
Aquella misma noche fueron a la taberna. A Nemenhat no le apetecía lo más mínimo, pero ante la insistencia de su amigo, no tuvo más remedio que aceptar.
No había vuelto por allí desde hacía mucho tiempo pero, «Sejmet está alegre», se encontraba igual. En el interior varios hombres les esperaban y al verlos, Kasekemut se llenó de alborozo.
Nemenhat pudo reconocer entre ellos a Userhet; a los otros, también soldados, era la primera vez que los veía y esperaba que fuera la última, pues su aspecto era realmente atemorizador. Nunca había visto caras con tantas cicatrices, ni miradas tan aviesas; y más parecían ánimas del Amenti que personas.
Nemenhat aguantó el tipo lo mejor que pudo, que ya fue bastante, pues nunca imaginó que ser humano alguno pudiera beber lo que allí se bebió aquella noche. Uno de ellos, un kushita
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poseedor de unos hombros como capiteles, no despegó la jarra de sus labios en toda la velada.
Sheu, el bodeguero, comenzó por servirles cerveza cada vez más especiada, y terminó por ofrecerles todo el vino que fueron capaces de beber, que fue mucho. Como sabía de sobra que a la hora de pagar habría problemas, les dio el peor de los vinos que tenía almacenado, lo que contribuyó a que cogieran una borrachera monumental. Allí, entre jarra y jarra, trazaron lo mejor que pudieron las líneas maestras del plan de Kasekemut y terminaron discutiendo la posibilidad de perpetrar todo tipo de obscenidades en la figura de Heret, la futura suegra. Incluso el kushita, que no había dicho una palabra en toda la noche, dijo estar dispuesto a casarse con ella; lo que provocó que Kasekemut casi se muriera de risa.
Cuando Nemenhat comprobó que sus mentes embotadas eran incapaces de reconocerse a duras penas, y que sus ojos miraban sin ver, se levantó lo más discretamente posible y abandonó la casa de la cerveza dando algún traspiés a su pesar.
Camino de su casa, todavía fue capaz de comprender que la senda de los dos amigos se había separado y sintió nostalgia de los tiempos pretéritos en los que tan felices fueron. Pero nada permanece pues, en el ciclo natural, los hombres cambian. ¿O acaso éramos nosotros los que no acertábamos a ver lo que ahora vemos?
El mes de Thot, primero de la estación de Akhet (junio-julio), se presentó como de costumbre; tórrido. Por eso la gente se levantaba con las primeras luces del alba, para poder aprovechar las frescas horas de la mañana en realizar sus quehaceres cotidianos. Al llegar el sol a su zenit, las calles quedaban desiertas y los ciudadanos se refugiaban en las sombras de sus casas para resguardarse del insoportable sofoco. Era por ello por lo que, con la primera claridad, los mercaderes empezaban a preparar sus puestos con el fin de tener todas sus mercancías listas con la amanecida.
Kasekemut deambulaba calle abajo con dificultad. Sentía un terrible dolor de cabeza, que con cada paso parecía le iba a reventar. Era como si todos los genios infernales estuvieran reunidos allí dentro, festejando una frenética danza en honor de la abominable Apofis. Por supuesto, él sabía que nada tenían que ver los demonios con aquel dolor y que éste era obra exclusiva de Sheu el tabernero.
—¡Ammit devore su alma! —exclamaba entre dientes mientras caminaba.
De vez en cuando un ardor insoportable se apoderaba de su estómago y Kasekemut volvía a jurar por lo bajo.
—No volveré a beber vino en mi vida —se prometía arrepentido.
Luego pensaba que no sólo había sido el vino la causa, pues el maldito Sheu les había puesto de todo en la bebida. En realidad el bodeguero, en cuanto vio el estado alarmante de embriaguez de los soldados, optó por darles el peor vino que tenía y les puso un poco de
shedeh
para acelerar la reacción. Mas no contó con el aguante sobrehumano de Userhet que, como perro viejo, se percató de la maniobra y montó en una cólera tal, que ni todas las sagradas cosmogonías juntas hubieran podido aplacar.
El ciclópeo nubio comenzó a dar manotazos a diestro y siniestro, lanzando cuanto tenía a su alcance sobre el despavorido tabernero. Bramando cual toro enardecido intentaba alcanzarle, lo cual era harto difícil, pues aquella figura no paraba de moverse en su aturdida cabeza. El kushita se unió en la persecución con idéntica brutalidad.
—Esto no se lo beben ni las bestias del desierto —rugía Userhet mientras seguía lanzando proyectiles.
Sheu, aterrorizado en un rincón, veía cómo sillas y mesas volaban por doquier y cómo aquellos dos energúmenos agarraban una de las vigas de madera que soportaban el techo, dispuestos a derribarla.
—¡Isis bendita, protégenos! —aullaba el tabernero—. ¡Salgamos de aquí, van a derribar el techo!
La taberna se convirtió en un completo tumulto. Gente que corría hacia la salida en vista de lo que se les venía encima, soldados que se cobraban pendencias pendientes aprovechando aquella confusión, y el bodeguero intentando abrirse camino hacia la puerta a sabiendas de que su negocio estaba listo. Y en medio de aquel alboroto, los dos amigos agarrados firmemente a la columna de madera, intentando sacarla de su basamento.
Ésta pareció empezar a moverse y el kushita trepó por ella como un auténtico mandril, comenzando a zarandearla con un frenesí inaudito. Estaba claro que aquello se venía abajo; Userhet dio un alarido y haciendo un esfuerzo descomunal partió la madera por la base. Se oyó un crujido seco y la viga cayó al suelo con el kushita todavía agarrado a ella; luego aquello fue el desastre, pues como era de esperar, parte del techo de adobe se desplomó sobre el local, que se convirtió en una confusión de lamentos entre el polvo.