Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Hiram sonrió suavemente a la vez que sus ojos adquirieron aquella expresión de astucia que le era propia.
—Los pueblos seguirán combatiendo entre sí por los siglos de los siglos, ¿no es así? Las armas siempre serán un gran negocio; pero dime, ¿cómo crees tú que podrías hacerte con las rutas de las caravanas que llevan el metal? Éste es un bocado muy grande, incluso para mí.
—Ya hay una caravana que llega hasta Biblos desde el Hatti, y que transporta canela. Se podía intentar tratar con ellos para que llevaran pequeñas cantidades de este metal. Así te introducirías poco a poco en el negocio. Tus barcos transportarían así el hierro y la canela a la vez que, como bien sabes, está carísima.
Hiram rió con ganas.
—Has aprendido muy rápido, Nemenhat —dijo dándole una cariñosa palmada en la espalda—. No tengo más remedio que considerar todo lo que me has dicho; prometo darte una respuesta pronto.
El fenicio consideró, en efecto, toda aquella conversación y decidió posicionarse como le había sugerido Nemenhat; aunque prudentemente. Sabía por experiencia que la solidez de su negocio se debía a años de esfuerzo y que era mejor dar pasos pequeños pero seguros, que aventurarse alocadamente en nuevos proyectos. Daría las órdenes oportunas para que todo se empezara a mover y luego iría viendo los resultados.
Por otra parte, decidió nombrar a Nemenhat inspector general de la compañía con un salario de cuarenta deben de oro al año; una fortuna para la época.
—Ahora que tienes proyectos de vida en común con una mujer, necesitarás riquezas para tratarla como corresponde. Este dinero te lo ganas con creces, créeme —le dijo un día en la oficina.
Nemenhat se emocionó mucho con este gesto. Nunca le habían movido ánimos de lucro al trabajar para Hiram; sólo tenía ansias de aprender. Disponía de medios suficientes para vivir dignamente durante toda su vida, mas el conocimiento… ése era el más preciado don al que un paria como él, podía aspirar. Gracias a su empleo había aprendido asignaturas que sólo en las Casas de la Vida hubiera podido estudiar, como la aritmética o la geometría, consideradas sagradas en aquel país; incluso podía leer y escribir el hierático
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gracias a la ayuda recibida por algunos escribas de los muelles.
Se encontraba pues suficientemente pagado, y el interés que demostraba cada día en la compañía, no era sino el gusto que sentía por el trabajo bien hecho. Por eso sus ojos se humedecieron ante las palabras del fenicio y no pudo evitar fundirse con él en un abrazo. Así se transmitieron en silencio todos los sentimientos que albergaban desde hacía tiempo, fortaleciendo un vínculo de unión que había nacido años atrás.
Nemenhat procuraba encontrarse con su amada cada día, aunque sólo fuera para dar pequeños paseos por los alrededores cogidos de la mano. Luego, en su casa, pensaba en ella cada noche soñando con el momento en el que la haría suya. En ocasiones le venían a la mente las imágenes vividas con Kadesh, que le parecían formar parte de un pasado ya muy lejano. Indudablemente las dos jóvenes no admitían comparación, sin embargo Nemenhat tenía que reconocer la amarga huella que Kadesh le había dejado. Nada había vuelto a saber de ella ni de Kasekemut, tan sólo rumores de terceras personas en los que aseguraban que tenían un niño. Antes que el sueño le venciera, zanjaba la cuestión con un suspiro, pues no permitiría que el rencor anidara en su corazón ni por un instante, por aquellos recuerdos.
Hiram paseaba nervioso de un lado a otro de su oficina, con las manos a su espalda y la cabeza baja, como siempre que le asaltaba alguna preocupación.
La puerta se abrió de improviso y apareció por ella Nemenhat.
—¿Querías verme? —preguntó mientras cerraba la puerta.
—Sí, pasa y siéntate por favor —le invitó algo circunspecto.
—¿Ocurre algo? —inquirió el joven al ver el rostro algo demudado del fenicio.
—No sé, pero algo raro está pasando.
Nemenhat abrió los brazos invitándole a continuar.
—Esta mañana, mientras te encontrabas en el muelle, un
sehedy sesh
(escriba inspector superior) con una corte de burócratas del departamento de aduanas, se ha presentado en uno de los almacenes para realizar una inspección completa de toda la mercancía.
Nemenhat puso cara de extrañeza.
—Sí, eso mismo me pareció a mí; pero más me extrañó el que luego requirieran todos los libros de registro de mercancías del último año.
—Bueno, si hay algo que tengamos al día en la compañía, es la documentación oficial —dijo el joven con una media sonrisa.
—Precisamente, y no pararon de buscar algún indicio que les revelara la más mínima irregularidad. Anduvieron revolviéndolo todo, con muy malos modales.
—Ya veo —dijo Nemenhat acariciándose un momento la nariz—. Te aseguro que el imira sesh (director de aduanas) ha recibido puntualmente todos los artículos, como de costumbre, sin pagar un solo deben. Si hubieran denunciado alguna irregularidad nos habrían advertido.
—Eso es lo que me preocupa. En todos los años que llevo instalado en la ciudad, nunca había sufrido una inspección de este tipo. La orden no ha sido dada por el imira sesh, sino por alguien de más arriba.
—Entiendo.
—Pero ¿por qué? Los inspectores que vinieron esta mañana tenían un claro ánimo de molestar. Además, cuando les dije que haría una queja formal ante su director, el sehedy sesh lanzó una carcajada y me miró con desdén. Por algún motivo hemos invadido un terreno que no es nuestro.
Nemenhat miraba al fenicio mientras pensaba con rapidez.
—¿Cuándo fue la última vez que colocaste una de tus antiguas alhajas? —preguntó Hiram astutamente.
—Hace casi un año que no las tocamos. Ese asunto está definitivamente olvidado —contestó el joven.
—Quizá no para todos. Es posible que alguna pieza haya vuelto a la circulación —reflexionó el fenicio un instante—. No te quepa duda que esta ciudad posee ojos y oídos. Hasta que sepamos qué está ocurriendo, extremaremos las precauciones y seguiremos trabajando dentro de la más absoluta legalidad. Obra con suma prudencia.
Nemenhat asintió mientras le miraba, y su cabeza seguía pensando y pensando. La prudencia formaba parte esencial de su persona, y se daba cuenta de que, en efecto, había que extremarla.
Se despidió, intentando tranquilizar a Hiram, asegurándole que averiguaría lo que pasaba.
De regreso a su casa, ya entrada la tarde, Nemenhat tuvo sombríos presentimientos respecto a cuanto estaba ocurriendo.
Los pequeños sorbos de vino blanco se deslizaban suaves y frescos por la garganta de Ankh. Lo paladeaba una y otra vez, chasqueando a veces la lengua, e intentando encontrar nuevos matices que le hubieran podido pasar desapercibidos.
«Delicioso», pensaba entrecerrando los ojos, muy próximo al éxtasis.
Ankh se encontraba en condiciones de disfrutar de aquel néctar a sus anchas, sentado cómodamente en su hermosa casa y rodeado de todos los lujos a los que era tan aficionado. Porque, durante todos aquellos años, la vida no le había ido nada mal. Su antiguo cargo de Inspector Jefe de los Campos del Templo de Ptah le invitó a considerar la posibilidad de escalar puestos más altos dentro del clero del dios. La política era un medio donde Ankh podía desenvolverse perfectamente; así que, con las artes de que era poseedor, movió sus hilos con maestría siendo nombrado nada menos que Inspector de los Sacerdotes
Sem
de Sokar
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Aquel cargo representaba una de las mayores jerarquías dentro del templo. Mas la ambición del antiguo escriba no era sino un camino siempre ascendente, y tan pronto como ocupó la función, empezó a pensar en más altos destinos. Trabó múltiples contactos con la alta Administración del Estado de la forma que él tan bien manejaba, intentando colocarse en buena disposición para asaltar el máximo poder dentro de aquel clero; el del Gran Jefe de los Artesanos.
Príncipes reales habían ostentado ese cargo en la antigüedad, mas en los últimos tiempos, éste había pasado prácticamente a ser hereditario. Hijos que sucedían a padres, o nietos que reemplazaban a abuelos; algo, por otra parte, muy común en el resto de templos del país. Mas el actual sumo sacerdote, que gobernaba los intereses de Ptah, era un anciano que no tenía descendencia y a su muerte, algo que no parecía lejano, una nueva saga se haría con el poder. Ankh conocía de sobra lo que significaba, pues el clero de Ptah representaba, junto al de Ra, el poder sacerdotal del país después del templo de Amón, y sin poder compararse con éste, poseía sin embargo un gran ascendente sobre determinados estamentos públicos.
Era un culto antiquísimo, al que reyes y príncipes otorgaban largamente su favor. Esto se traducía en la regular donación de una parte sustancial de todos los botines obtenidos en las guerras, por los ejércitos del faraón. Además tenía amplios intereses en una ciudad que, como Menfis, estaba abierta a un extenso comercio interior y exterior.
Gobernar pues los asuntos del dios Ptah requería una política no carente de cierta habilidad y constituía una pieza codiciada para cualquier alto cargo del Estado.
Ankh sabía que habría que comprar algunas voluntades presentes y… futuras; y todo con la discreción absoluta que un asunto como éste precisaba. Además, debería aparecer limpio ante el pueblo de todo atisbo de irregularidad imaginable. Un ejemplo viviente de virtud sin mácula ante los ciudadanos.
Todo ello requería ejercitar una serie de reflexiones, no sólo sobre su futuro, sino también sobre un pasado en el que, como bien sabía, existían borrones que era preciso eliminar. A su debido tiempo se ocuparía de ellos, convencido de que no supondría mayor problema el destruir la práctica totalidad de dichas pruebas.
«La práctica totalidad.» Había estado pensando en esta frase durante algún tiempo considerando la cuestión, y por más vueltas que le daba más se arrepentía de no haberla solucionado con anterioridad. Claro que, su avidez había sido parte determinante para que ello no ocurriera, no en vano había obtenido pingües beneficios de aquellos negocios; pero ahora se daba cuenta de que ello sólo le reportaría problemas. Si llegaba a saberse que había estado en tratos con violadores de tumbas, no sólo su futuro se vería comprometido.
Hasta ese momento el tema no le había preocupado en absoluto, seguro de poder manejarlo sin dificultad, sin embargo, ahora las cosas habían cambiado, pues lo que estaba en juego no admitía el más mínimo error por su parte. Existían otras personas que, como él, también ambicionaban lo mismo y que no dudarían en sacar a la luz tan turbia operación para lograr sus objetivos.
«Un asunto feo de verdad», pensaba mientras posaba de nuevo sus labios en la copa.
A su lado, orondo como un hipopótamo, el sirio Irsw no quitaba el ojo de encima a una de las jóvenes del servicio que les atendían. Era muy alta y quizás extremadamente delgada, algo que atraía al sirio extraordinariamente. Por si esto fuera poco, la muchacha procedía del lejano sur; de los pueblos que habitan el lugar donde Hapy hace crecer las aguas del Nilo. Era por ello de piel oscura y pelo ensortijado, peinado en múltiples y largas trenzas que enmarcaban unas facciones bellísimas que parecían haber sido talladas en diorita por el mejor de los artistas.
Últimamente a Irsw le volvían loco las mujeres de pelo oscuro, casi hasta sentirse obsesionado por ellas, por eso al observarla efectuar sus quehaceres se relamía una y otra vez casi con glotonería.
Para el sirio, la concupiscencia no era sino uno más de sus muchos vicios.
Ankh, que se percataba de todo lo que su invitado pensaba, guardaba un absoluto silencio.
—Qué criaturas tan dispares nos regalan los dioses —dijo Irsw por fin sin poder reprimir un suspiro.
Ankh ni tan siquiera pestañeó ante el comentario y volvió a beber de su copa.
—¿Te das cuenta? Ahí tienes la prueba sin ir más lejos; tan grácil, tan esbelta, con esos pequeños pechos… y esa piel tan oscura. ¿No ves cuán diferente es a las demás?
El escriba volvió su cabeza hacia él.
—Lo sé de sobra; por eso la compré —dijo burlón.
—¡Dagon bendito! —exclamó Irsw mientras se pasaba una de sus gordezuelas manos por la frente para quitarse el sudor.
A Ankh le repugnaban los juramentos en los que se hacía mención a algún dios extranjero, pero principalmente le disgustaba ése que tan frecuentemente usaba Irsw. Dagon era un dios que se adoraba en Siria
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mitad hombre y mitad pez, lo que le repugnaba sobremanera
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—Pero dime —continuó el sirio—, ¿acaso no le das de comer? ¿Cómo es que es tan delgada?
—Ella come cuanto le place —contestó Ankh apenas disimulando su disgusto—. El servicio, en mi casa, recibe el mejor de los tratos.
—Pues no deberías dejar que comiera cuanto quisiera, pues podría empezar a engordar y eso sería una irresponsabilidad. No sabes la joya que posees, deberías vendérmela.
El escriba rió entre dientes.
—Claro que lo sé, por eso no te la venderé.
—Eres un hombre sin la más mínima sensibilidad, ¿no te das cuenta lo feliz que me haría? ¿No serías capaz ni tan siquiera de prestármela por un tiempo?
—Mis esclavos no son ganado que venda al mejor postor. Ellos forman parte de mi familia, por así decirlo. Están bajo mi protección y me sirven con lealtad; estoy seguro de que ella prefiere continuar conmigo.
—Tienes el corazón duro como el granito de Asuán y una lengua peor que la de cualquier áspid —estalló el sirio colérico.
Ankh rió con suavidad, pues le era grato ver al sirio alterado.
—En verdad que me asombras, Irsw; tú, el comerciante más rico de la ciudad, clamando por las esclavas ajenas. Reconoce que me resulte cómico.
Irsw se revolvió incómodo en su asiento y adoptó el gesto más adusto que pudo.
El escriba hizo un gesto a la muchacha para que se acercara a ofrecer más vino y así disfrutar viendo mortificarse a Irsw.
El sirio, al tenerla tan cerca, tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para no acariciar aquella piel.
Ankh consideró que ya era suficiente y despidió a la joven con una señal.
Irsw le miró malhumorado.
—No hay duda que consigues disgustarme cuando te lo propones. ¿Acaso me has invitado a tu casa para admirar estas joyas que posees, en silencio?
—Je, je, je —rió Ankh—. No sabía que te gustaran tanto las mujeres del lejano sur.