Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Allí se habían alzado, cuando menos, tres pequeñas pirámides más, pertenecientes a sus reinas y un templo funerario cuyos escombros todavía se encontraban junto a la cara este del monumento. Cerca del templo, se adivinaban las primeras hiladas de lo que pudo ser otra pequeña pirámide anexa, la cuarta, que Nemenhat adivinó de inmediato como los restos de lo que en otro tiempo constituyó su pirámide satélite.
Durante largo tiempo estuvo deambulando entre las ruinas totalmente abstraído, hasta que la fuerza del sol le hizo reparar en que la mañana avanzaba con rapidez. Si quería aprovechar el día, debía abandonar aquellos escombros que poco podían ofrecerle; así pues, cogió de nuevo las riendas de su pollino y dejó atrás aquella pirámide que él ignoraba había pertenecido a Pepi I.
Justo enfrente se encontraba la de Dyedkare-Izezi; un faraón que antecedió a Unas y que se había hecho enterrar en aquella zona, lejos de sus familiares que gobernaran durante la V dinastía.
Nemenhat la miró y pensó que no merecía la pena perder el tiempo junto a ella curioseando entre sus restos. Debía concentrarse en algún punto donde las posibilidades de hallar algo fueran mayores. Era absurdo creer que podía encontrar intacta la tumba de algún dios. Si había algún sepulcro por descubrir, éste pertenecería a algún noble o sacerdote; de esto estaba seguro.
Miró a su alrededor, y a la derecha, algo apartada, vio la solitaria silueta de la pirámide de Merenra. La observó con atención unos instantes y decidió encaminarse hacia ella.
Como las otras, ésta también se hallaba completamente destruida, y sin ninguna señal que pudiera parecer interesar al joven. Éste se puso un momento en cuclillas en tanto curioseaba toda la zona. Aquellas tres pirámides formaban un extenso triángulo donde, estaba convencido, debían hallarse enterramientos de nobles que sirvieron a aquellos faraones.
Al otro lado, hacia el oeste, la altiplanicie quedaba rota por pequeños farallones rocosos como los que había visto junto a la vía procesional de Unas. Ello le hizo cavilar un momento mientras recordaba las tumbas excavadas en aquel tipo de roca que había visitado tiempo atrás.
Se encaminó hacia el lugar observando el terreno con gran atención. Sólo arena y más arena parecían habitar allí, mas no se desanimó y se aproximó al lecho rocoso mientras dejaba que el pollino vagabundeara libremente por aquella área.
Durante horas, recorrió arriba y abajo el emplazamiento sin más resultado que el del más absoluto fracaso. Los dioses de nuevo no le eran propicios, aunque esto resultara natural.
Se sentó a descansar un rato recostado en aquella pequeña falda rocosa y cerró sus ojos resignado.
Se maldijo por su estupidez al pretender pensar que, el encontrar una tumba, pudiera ser algo tan sencillo como el ir de excursión en su busca. Sin embargo, su instinto le decía que allí existían sepulcros ignorados y que quizás él estuviera sentado sobre alguno.
Se hallaba entre estas disquisiciones, cuando los rebuznos del asno vinieron a sacarle súbitamente de ellas.
Abrió sus ojos y vio al burro con sus patas hundidas en la arena, quejándose lastimeramente.
La primera reacción de Nemenhat fue de sorpresa al ver al pobre animal medio tragado por las dunas, pero enseguida su corazón se aceleró al comprender que el asno había caído en un pozo
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El joven se precipitó hacia el pollino y tras ímprobos esfuerzos logró sacarlo de allí. Luego cogió la azada que llevaba y se puso a cavar.
El pozo resultó poco profundo, apenas seis codos, y al terminar de excavarlo, Nemenhat se encontró con una puerta con los sellos intactos.
El joven sintió cómo el júbilo le invadía y su pulso se aceleraba incontrolable. Puso una mano sobre su pecho y notó al corazón galopar veloz como los carros del faraón.
No podía ser posible tanta suerte; y había tenido que ser nada menos que un burro, el origen del hallazgo.
Soltó una pequeña carcajada al pensar en ello que sonó extraña dentro de aquel agujero; luego fijó de nuevo su atención en aquella puerta.
El sol declinaba hacía ya tiempo cuando Nemenhat la derribó. Era el acceso a una antigua mastaba tragada por la arena hacía por lo menos mil años; vieja, sin duda, como el resto de monumentos que la rodeaban.
Permaneció un buen rato sentado en el fondo del pozo, esperando que el aire enrarecido que le había abofeteado al abrir la puerta, se renovara; después entró en la tumba.
Sintió una irrefrenable euforia cuando encendió su lámpara y pudo observar la magnitud de su descubrimiento. No tenía palabras para expresar la belleza indescriptible de aquel lugar surgido de las entrañas de la tierra; ni en sus mejores sueños hubiera podido imaginar el encontrar una tumba semejante.
Ante él se abría un corredor, en cuyas paredes se hallaban representados los más maravillosos bajorrelieves policromados que había visto jamás. Hombres cargando con animales como motivos de ofrenda para el difunto. Porteadores con sus cestos de frutas y alimentos realizados con un realismo, como el joven nunca había visto antes; gacelas, antílopes, aves… todos arreados por los servidores que, en interminable procesión, recorrían las paredes del pasillo de aquella mastaba.
Próximo a la entrada, Nemenhat vio un estrecho pasaje que surgía a la derecha de la galería. Lo siguió lentamente y al instante entró en una sala. El joven alzó su lámpara con cuidado y miró en rededor.
Era una amplia habitación soportada por dos columnas, en la cual se encontraban apiñados todo tipo de canastos conteniendo los restos de lo que, en su día, fueran alimentos. Era como un gran almacén en el que el finado encontraría sustento para el resto de la eternidad. El joven movió su nariz al captar el desagradable olor que allí había y decidió salir al pasillo principal para continuar su camino.
Anduvo por él admirando extasiado cómo una fila de sacerdotes realizaban sus rituales de purificación ante el difunto, representado sobre un fondo azul acerado de inigualable belleza. Dirigió su lámpara de un lado a otro, y por todas partes surgieron maravillosas figuras labradas sobre las viejas paredes; aquel corredor era en sí mismo toda una obra de arte.
Continuó avanzando cautivado por todo cuanto sus ojos veían y paulatinamente su corazón comenzó a impregnarse de toda la magnificencia que le rodeaba. Una inexplicable sensación de respeto, como nunca había experimentado, se apoderó de él, haciéndole adoptar una cierta actitud de recogimiento totalmente nueva. Era todo tan hermoso, que enseguida tuvo el sentimiento de la infamia que cometía al estar allí. Pero sus pies se deslizaban mecánicamente por aquel corredor que parecía no tener fin, sumergiéndole en un mundo de ultratumba repleto de luz y armonía.
«Un lugar así es el que desearía para cuando muriera», pensaba en tanto sus ojos se deleitaban con las mil y una imágenes cargadas de una simbología que rebosaba felicidad.
Por fin, casi sin darse cuenta, su débil lamparilla alumbró una nueva puerta en el final de aquel pasillo. Daba acceso a otra cámara, en la que Nemenhat creyó sentirse desvanecer.
Miles de reflejos centelleantes le asaltaron cuando el joven movió su lámpara en aquella sala. Destellos dorados cuya pureza hizo contener su respiración por unos instantes, tratando de asimilar cuanto sus ojos veían. Oro; oro por todas partes. Oro en todas las formas imaginables que la mente humana pudiera concebir; la sala entera se encontraba repleta de él.
Nemenhat pasaba una y otra vez su tenue lucecilla negándose a creer cuanto veía. Joyas, adornos, abalorios, utensilios de la vida diaria… ¡hasta las jofainas eran de oro! Nunca sospechó que alguien pudiera ser capaz de acaparar tal cantidad del precioso metal en su vida. Y sin embargo allí estaba.
El propietario de aquella mastaba no se había conformado con construirse la más bella de las tumbas que ser humano pudiera imaginar, sino que además, la había llenado con el brillo de los dioses.
Nemenhat intentó abrirse camino entre aquel amasijo de objetos diseminados por toda la habitación. Sus pies sintieron el roce del frío metal que, de inmediato, le transportaron a un estado de euforia; pues nunca, que él supiera, había oído de nadie que hubiera caminado sobre el oro.
Observó una masa pétrea que se alzaba difusa en el centro de la cámara. Se acercó allí con cautela, hasta comprobar que estaba hecha de granito rojo de Asuán. Era el sarcófago.
Nemenhat avanzó una mano y la puso sobre la superficie de la tapa acariciándola con reverencia. La notó fría y ligeramente rugosa pero a la vez cargada de vida propia, como si aquella piedra se hubiera colmado de energía a través de los siglos. De inmediato, Nemenhat comprendió que no debía abrir aquel sarcófago. Sus manos no podían ir más allá de aquellas suaves caricias que le habían regalado. Dejaría todo cual estaba, sin tocar nada.
Imágenes de vértigo pasaron por su corazón mientras examinaba cuanto veía. Cientos de hallazgos frustrados junto a su padre que no les trajeron sino más miseria; y al fin el encuentro afortunado que cambió sus vidas y fortuna. Y sin embargo, ahora que se encontraba en el interior de la tumba más rica que hubiera podido desear, fue capaz de comprender que las circunstancias habían cambiado por completo. Nada necesitaba robar de allí para poder seguir subsistiendo. Poseía suficientes bienes para vivir, y si saqueaba aquella mastaba, estaba seguro de que la más terrible de las desgracias se cebaría en él. Si existía otro mundo gobernado por los dioses, como se decía; estaba convenido de que éstos le castigarían sin piedad si cometía aquel pecado. Todo era tan perfecto allí dentro, que decidió dejarlo tal y como estaba.
Retrocedió respetuoso hasta salir de nuevo al corredor dispuesto a abandonar la tumba, cuando reparó en otra nueva sala que se abría a su izquierda. Se encaminó hacia ella más por curiosidad que por ningún otro motivo, pues estaba dispuesto a irse de allí con aquel secreto guardado en su corazón para siempre.
Entró en aquella cámara y otra vez infinitas representaciones de un mundo feliz y perfecto irrumpieron en él abrumándole por completo. Era una habitación de regulares dimensiones construida para hacer las funciones de capilla para el difunto. Todos los hermosos frescos y bajorrelieves de las paredes así lo indicaban, y Nemenhat percibió de inmediato el misticismo de la atmósfera que le rodeaba. Avanzó por ella hasta llegar al fondo donde, la falsa puerta más magnífica que hubiera conocido, le cerraba el paso. Estaba grabada en tonos ocres y amarillos, con una elegancia y perfección tal, que nada teman que envidiar a los jeroglíficos que había visto en las paredes de la pirámide del faraón Unas. Se extasió con ellos mientras pasaba su candil una y otra vez para observarlos en toda su belleza; y de nuevo el tiempo escapó de su control.
Volvió a la realidad al notar que respiraba con dificultad. Fue una sensación que le invadió paulatinamente hasta hacerle ser consciente de lo que ocurría. De inmediato se apartó de aquella puerta que daba acceso al alma desde la eternidad, para volver sobre sus pasos dispuesto a marcharse de allí. Al hacerlo, vio la negra figura del dios Anubis echada junto a la puerta que daba acceso a aquel habitáculo. Se extrañó de no haber reparado en ella al entrar; mas al verla ahora, su imagen le sobrecogió. Allí estaba el dios guardián de la tumba observándole con sus inexpresivos ojos, dispuesto a maldecirle hasta el final de los tiempos.
Nemenhat se le aproximó contemplándolo un momento. Parecía ausente, como si su lugar en aquella mastaba fuera meramente ceremonial. Junto a sus patas delanteras, Nemenhat observó algo que le llamó la atención. Aproximó su vela con cuidado y vio un pequeño escarabajo, que de inmediato le subyugó; el joven lo cogió y lo examinó con cuidado. Era de cornalina y tenía su parte posterior repleta de diminutos jeroglíficos, tan perfectos como los que había contemplado con anterioridad. Le pareció extraordinario y sintió súbitamente la tentación de quedárselo, pues era de pequeño tamaño y no poseía incrustación de metal precioso alguno.
«Será el único recuerdo que conserve de mi descubrimiento», pensó convencido de que ningún mal ocasionaría con ello.
Se incorporó de nuevo y volvió a sentir cómo su respiración se hacía dificultosa. El aire allí dentro parecía extrañamente sutil, contaminado por siglos de quietud; mas enseguida recordó lo que tantas veces había oído decir a su abuelo.
—Si alguna vez te encuentras una tumba intacta, notarás que el ambiente que se inhala dentro es particularmente etéreo y se te hará difícil respirar. No te sientas extrañado por ello, pues no es aire lo que llega a tus pulmones, sino «el aliento de Anubis».
Nemenhat sintió un escalofrío al recordar las palabras de su abuelo Sekemut y enseguida creyó percibir la respiración del dios guardián de la tumba. Anubis le recordaba que su presencia quizá no fuera ilusoria.
Nemenhat apretó con fuerza el escarabajo en su mano y salió presto al corredor que le llevaría de nuevo a la salida. Lo recorrió con su vista fija en ella, sin reparar en las figuras que tanto admiró con anterioridad. Cuando por fin llegó al final, todavía fue capaz de sentir el tenue soplo de aire que parecía perseguirle desde el interior; «el aliento de Anubis».
Oscurecía cuando salió del pozo con un torbellino de emociones en su interior. Afuera, el pollino le esperaba mansamente casi en el mismo sitio donde le dejó. Nemenhat le observó un momento pensando en el asombroso hallazgo que el animal le había proporcionado; luego asió otra vez su azada, y se aprestó a cubrir de nuevo aquel pozo con la arena que lo había sepultado durante siglos. Cuando terminó, nadie hubiera sido capaz de decir que en aquel lugar se encontraba sepultada una mastaba. Allí quedaría su secreto, enterrado en las profundidades de Saqqara. Nunca más regresaría a aquel lugar; o al menos eso creía.
Shemu, la estación de la recolección, llenó al país de las Dos Tierras de su espíritu festivo a la vez que cubrió de esforzados campesinos todos los campos de Egipto. Labradores, peones, capataces, escribas, inspectores, bestias de carga… Todas las tierras fértiles eran un hervidero de gentes que se afanaban en recoger el fruto que aquella tierra, bendecida por las aguas del divino Hapy, les brindaba.
Nubet disfrutaba de esta estación como de ninguna otra pues, a su entender, era la culminación de todo un ciclo que los dioses les habían regalado con generosidad.