Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Sirios, fenicios, chipriotas y hasta libios eran dueños de oficinas y almacenes desde los que dirigían sus industrias. Eso no significaba que no hubiera egipcios interesados en el comercio; los había, pero no disponían de una infraestructura comparable, por ejemplo, a la de los fenicios, quienes a través de una gran red de factorías distribuían sus mercancías con sus flotas.
El egipcio, siempre tan encariñado a su tierra, no solía establecer bases fuera de ella y por ello solía limitarse a ser un mero intermediario en el negocio.
Por su parte, el Estado se conformaba con que todos los productos que entraran en el país pagaran los aranceles pertinentes, algo en lo que eran muy puntillosos; favoreciendo el establecimiento de comerciantes extranjeros que se encargaran de que los transportes fueran regulares. A más movimiento de mercancías, más tasas que cobrar.
A Nemenhat este razonamiento le parecía estúpido. El comercio era una llave que abría multitud de caminos y que, en su opinión, había que controlar. Circunscribirse únicamente al tráfico de las caravanas, ya no era suficiente en los tiempos que corrían. Había un mar allá fuera que los egipcios detestaban, que acabaría por asfixiar a su país si no se abría a él.
Cuando habló de ello con su padre la primera vez, éste apenas hizo caso del comentario pensando que serían cosas propias de adolescente. Mas ante la insistencia de su hijo, Shepsenuré comenzó a considerar la idea y no le pareció tan mala.
Él no tenía un interés especial en que su hijo ejerciera el oficio de carpintero. Disponía de bienes para estar sin trabajar el resto de su vida si quisiera. Así que, el día que él abandonara este mundo, Nemenhat no tendría por qué seguir en el negocio. Además, Nemenhat demostraba una buena capacidad para el cálculo y la empresa de Hiram podría ofrecerle buenas perspectivas. Si se afianzaba junto al fenicio, tendría posibilidades de desembarazarse de toda aquella cantidad de joyas comprometedoras; limpiaría esa riqueza y podría vivir como un hombre respetable sin levantar sospechas. Su hijo había elegido una buena opción.
Nemenhat comenzó a trabajar en los muelles cargando y descargando barcos bajo las miradas inquisitivas de los capataces. Allí vio por primera vez el insospechado mundo que se escondía en las entrañas de aquellos navíos tan extraños para los egipcios. Se sorprendió de la enorme capacidad que podrían llegar a tener y del gran negocio que representaba su carga, aprendiendo la importancia de la estiba y cómo afectaba ésta a los diferentes tipos de barcos.
Durante un año se esforzó cada día realizando cualquier labor que le encomendaran. Se levantaba muy temprano, de forma que el alba siempre le sorprendía sentado en la puerta de las oficinas de Hiram. Era el primero en llegar y en ocasiones el último en irse a su casa, lo cual no pasó inadvertido al fenicio que decidió aleccionarle en otras parcelas del negocio.
Nemenhat demostró enseguida la agilidad que poseía para los números. Con sus rudimentarios conocimientos matemáticos, era capaz de manejar cifras asombrosas, por lo que Hiram le puso junto a uno de sus escribas que le enseñó el fascinante mundo de los números y su correcta utilización. En poco tiempo, el muchacho fue capaz de entender las cantidades redactadas en los manifiestos de carga y la importancia de la contabilidad para la empresa; así tuvo contacto con la Administración y pudo apreciar su funcionamiento.
A diario coincidía con sus insufribles escribas, casi todos tan puntillosos, lo que hizo que Nemenhat desarrollara enseguida un sentimiento de antipatía hacia ellos. Pero a la vez, también aprendió la forma más conveniente de tratarles, y lo susceptibles que eran a determinado tipo de regalos. Esto, qué duda cabe, facilitaba el camino a la empresa y ahorraba las tediosas inspecciones de aduana que tanto demoraban la distribución de las mercancías. Eso sí, había que ser muy cuidadoso en las formas del trato para así evitar malentendidos, pues todos se consideraban hijos del mismísimo Thot.
Nunca había llegado a imaginar la cantidad de gente que se movía alrededor de aquel negocio. Los agentes que convenían las compras; las navieras que fletaban sus buques; las tripulaciones que las transportaban y en cuyas manos se dejaba gran parte de las esperanzas de la empresa; los trabajadores de los puertos; los funcionarios aduaneros; los intermediarios que a veces distribuían los productos… Todo un ejército voraz que necesitaba su respectivo bocado.
Andando el tiempo, Nemenhat llegó a adquirir tal dominio en aquel medio, que era capaz de calcular la ganancia neta que le reportaría cualquier producto del mercado. La viabilidad del transporte de determinadas mercancías en función del margen del beneficio; el riesgo que implicaban los viajes por mar; el lugar donde se debía recibir o encargar la carga… Todo era considerado por su analítica mente, disfrutando a su vez al hacerlo como si de un juego de niños se tratara. Comprobó la crudeza de las reglas que regían la economía, y también que el oro no tiene corazón.
Pasó otro año entre comerciantes sin escrúpulos, ambiciosos escribas, rudos descargadores y capitanes que bien hubieran podido ganarse la vida como desalmados piratas.
Nemenhat se hizo un hombre. Dio el salto definitivo desde la siempre inestable adolescencia, hacia una realidad bien diferente de cuanto hubiera podido imaginar.
Hiram se sentía muy satisfecho con su labor, hasta el punto de confiarle los asuntos más delicados, seguro del buen tino que aquel joven le había demostrado. Y por encima de todo, estaba aquella discreción que Nemenhat siempre mostraba; algo intrínseco a su propia naturaleza que ya el fenicio había adivinado mucho tiempo atrás y por la que había apostado.
Discreción que, por otra parte, Nemenhat no circunscribía únicamente al ámbito personal, sino que extrapolaba a su trabajo en todo momento.
—Nunca creí encontrar a alguien así —se decía jubiloso el fenicio mientras, desde su ventana, observaba cómo el joven discutía con el inspector de turno junto a los muelles.
Verdaderamente sentía debilidad por aquel joven en quien creía ver al hijo que nunca tuvo y que ahora, en puertas de su vejez, tanto añoraba. Eso le hacía ver aumentadas las cualidades que aquél pudiera poseer; mas era inevitable para un hombre que, como él, sólo había tenido ojos para sus negocios. Por eso era irremediable que valorara, no sólo la discreción, sino la prudencia de que el joven hacía gala, y aquella asombrosa facilidad para el cálculo. En toda su vida, Hiram había conocido a nadie capaz de utilizar los números con tanta rapidez. Ello le hacía un negociador formidable, hasta el punto de que los mismos escribas del puerto reconocían tal capacidad sintiendo un indudable respeto por alguien que, como el joven, no había sido instruido en los misterios matemáticos en la Casa de la Vida.
En aquellas ocasiones, a Hiram le parecía frío como las serpientes del desierto, con unos ojos que se transformaban en dos bloques de hielo como los que de pequeño vio una vez en los montes del Líbano.
Durante aquellos dos años, Shepsenuré siguió haciendo sus cambalaches con Hiram. Claro que a estas alturas, éste ya sabía de sobra de dónde provenían aquellas joyas, mas nunca dijo nada; siguió proporcionando cuanto el carpintero necesitaba y colocando las alhajas adecuadamente.
El egipcio estaba verdaderamente orgulloso de su hijo, y se alegraba de que hubiera escogido una profesión tan diferente a la suya. Se había hecho un hombre y tenía motivos más que suficientes para no sentir ninguna inquietud por su futuro. Se sentía completamente feliz por primera vez en su vida; como si hubiera conseguido alcanzar una meta ardua y distante. El haber sobrevivido e incluso prosperado no era tarea fácil para un paria como él en aquel tiempo. Por eso el ver a su hijo convertido en un hombre respetable colmaba todos sus anhelos; aunque a veces tuviera que aguantar las monsergas que Seneb, como de costumbre, le daba cada tarde que le visitaba.
—Te digo que no hay nada más digno a los ojos de los dioses que el trabajo hecho con las manos.
—No empecemos de nuevo, Seneb; él ha elegido un buen trabajo pues es feliz con él.
—Uhm, feliz, feliz; ¿qué sabrán los jóvenes lo que es eso? Cuando descubren lo que les conviene, a veces ya es demasiado tarde. Además, nada tan hermoso como fabricar muebles; utensilios de utilidad para la gente o incluso sarcófagos. Ptah se enorgullecería por ello.
—Dejemos a Ptah por hoy en el templo, amigo. El comercio es tan honorable como cualquier otra actividad.
—¿El comercio, dices?, puaf; estás en contacto permanente con extranjeros; gente sin ninguna creencia ni moral. Nada bueno sale de sus corazones, donde sólo anidan la avaricia y la ambición.
—No exageres, Seneb. ¿Supongo que también habrá alguna persona decente?
—Te digo que acabarán corrompiendo el corazón del muchacho, y Amón el Oculto permita que me equivoque.
—Desde luego, cada día eres más cascarrabias. Los tiempos están cambiando; mira a tu alrededor. Esta ciudad está abierta al comercio como ninguna otra; nuestro pueblo, sin saberlo, empieza a depender de ello y su importancia es incuestionable. Creo que Nemenhat eligió muy bien y, además, ya no es un muchacho.
El embalsamador bajó sus ojos hacia la copa que tenía entre sus manos. Permaneció callado con la vista fija en ella, quizás observando los reflejos que la luz producía sobre el vino y sus cambios de tonalidad.
—¿De verdad crees que tanto han cambiado las cosas? —musitó al fin dirigiendo una mirada a su amigo.
—Más de lo que crees; y sobre todo aquí, en Menfis. En el Alto Egipto la presencia extranjera es escasa y constituyen comunidades más cerradas; la vida allí es diferente.
—Durante más de cien generaciones el pueblo se ha mantenido fiel a sus costumbres. Poco difería la vida de un hijo de la de su padre o de la del abuelo de su padre. Pero ahora fíjate —continuó abriendo los brazos—, la gente acepta las modas de esos extranjeros; incluso rinden culto a sus dioses como Astarté, Kadesh, Baal… No sé adónde vamos a parar.
—No te preocupes —intervino Shepsenuré sonriéndole—. El sol seguirá saliendo cada mañana; como todos los días.
Aquello no gustó nada a Seneb, que se llevó la copa a los labios como si fuera un refugio para su alma.
—Acéptalo y no le des más vueltas; los jóvenes deben abrirse camino en el tiempo en el que les toca vivir.
—Bah —dijo haciendo otro de sus típicos aspavientos—. Quizá tengas razón; a nuestros hijos les sobra el ímpetu que a nosotros nos falta. El mundo es de ellos y seguirán su camino aunque no les comprendamos. Fíjate si no en mi hija; tiene diecisiete años y todavía no ha pensado en formar una familia. ¡Es increíble!, las vecinas de su edad tienen al menos un par de críos; todo el mundo debe pensar que es algo rara.
—Déjales que piensen lo que quieran, ella elegirá en su momento.
—Sí, pero espero no ser demasiado viejo para entonces —respondió echando un trago.
—Ja, ja… ya veo; estás deseando ser abuelo, ¿no es así?
—¿Y qué si lo fuera? Nada como ver la continuidad de tu sangre, Shepsenuré. En realidad ése es el único motivo por el que estamos aquí.
—En verdad que estás empezando a chochear, Seneb. No te preocupes tanto que ya verás como tu hija te hará abuelo.
—Para eso tendré que buscarle un novio, porque ella no piensa más que en hacer medicinas con las dichosas plantas. Conoce las hierbas más extrañas con las que realiza fórmulas inimaginables que receta al vecindario; no vive sino para eso. Imagínate que hay días que ni viene a traernos algo de comer al mediodía —concluyó moviendo la cabeza.
—Confiemos en ellos y dejémosles caminar solos.
Ciertamente la vida de Nubet distaba mucho de la que hubiera deseado su padre; incluso no se parecía en nada a todo cuanto soñara en su infancia. Lejos quedaban sus deseos de entrar en los sagrados templos para servir a sus dioses. La mera idea de convertirse en Divina Adoratriz de Amón le parecía ahora una quimera imposible de realizar; añoranzas de un tiempo ya lejano.
Sin pretenderlo, se había introducido en un mundo que la había ido atrapando a medida que profundizó en él. Un vasto universo formado por los recursos que, tan generosamente, su tierra le daba y que no hacía sino estrechar aún más sus vínculos con Nubet. Acacias, cebollas, malvavisco, apio, perejil, ajenjo, cilantro, comino… todo se hallaba allí ofreciéndose munífico para su uso. Recorría los campos recogiendo todo aquello que necesitaba y que luego utilizaba para elaborar fórmulas antiquísimas recogidas en los viejos papiros de su padre. Todo estaba escrito desde tiempos inmemoriales.
De hecho, los médicos se atenían a rajatabla a aquellas normas escritas, no sólo para prescribir correctamente a sus pacientes, también para salvaguardarse de cualquier posible error. La ley era inflexible para esto; si un paciente moría por negligencia del médico al no haber intervenido conforme a las reglas, éste podía ser castigado con la muerte.
Esta estricta reglamentación trajo, sin duda, el alto grado de especialización que llegaron a tener los médicos egipcios y su renombrada fama en todo el mundo.
Adquirían sus conocimientos en las Casas de la Vida, verdaderos templos del saber de la época, donde aprendían su profesión especializándose después en cualquiera de las diversas ramas que componen esta ciencia; de tal modo que todos los médicos eran especialistas en alguna disciplina. El centro de enseñanza más reconocido se encontraba en Per-Bastet
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, donde según decían, los tratados impartidos habían sido escritos por Thot.
Ni que decir tiene que aquella profesión se hallaba fuertemente jerarquizada, pues había médicos comunes, inspectores, supervisores y maestros. Todos se encontraban bajo la protección de la diosa Sejmet, que era su patrona, lo cual no dejaba de tener cierta gracia, pues sabido era por todos su energía destructiva; siendo considerada como la causante de plagas y enfermedades.
Destructora de los enemigos de su padre Ra, cuando se enfurecía su cólera no tenía medida. Sin embargo, la Más Fuerte, que es lo que significa su nombre, poseía la misma facilidad para curar que para matar. Como Señora de los Mensajeros de la Muerte, otro de los terroríficos nombres con los que era conocida, nadie en la tierra ni tan siquiera el faraón estaba a salvo de sus calamidades. Mas si se la calmaba apropiadamente tenía la facultad de sanar a los mortales.