El ladrón de tumbas (39 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Tampoco las solteras parecían poseer sosiego. Las que no tenían novio la acosaban pidiéndole todo tipo de consejos para utilizar este o aquel cosmético; o acerca del maquillaje más adecuado para conquistar al hombre elegido. Por su parte, las que lo tenían, se preocupaban por el hecho de que la relación llegara a buen puerto o por la posibilidad de que pudieran quedarse embarazadas antes del matrimonio.

Esto le ocurría a Nubjesed, una bellísima muchacha algo más joven que ella, que se sentía obsesionada ante la posibilidad de un embarazo no deseado; y como tanto ella como su novio eran poseedores de una naturaleza más que fogosa, solía visitar a menudo a Nubet en busca de posibles remedios que evitaran la concepción.

—¿De cuántos días es el retraso esta vez? —preguntó Nubet mientras trituraba cominos al verla aparecer.

—De casi una semana —contestó Nubjesed mientras apretaba las manos angustiada.

—Bueno, eso es casi como todos los meses; no debes preocuparte, verás cómo te bajará pronto. ¿Tomaste el perejil?

Nubjesed movió negativamente la cabeza.

—Pues debes tomarlo, te ayudará a ser más regular.

—Es que esta vez creo que no es una falsa alarma —dijo afligida.

Nubet dejó los cominos y cruzó los brazos ante la muchacha.

—¿Ha eyaculado tu novio dentro de ti?

Ahora el movimiento de la cabeza de Nubjesed fue afirmativo.

—¿Cuántas veces?

—Sólo una vez, pero me temo que mi vientre se encontraba fértil ese día.

—Te dije que tuvieras mucho cuidado y no dejaras que tu novio pusiera su simiente en tus entrañas.

—Ya lo sé —contestó la muchacha ahogando un sollozo mientras se tapaba la cara con las manos—, pero es que no lo pude evitar; cada vez que tengo su miembro entre mis manos, mi voluntad se esfuma y no sé decirle que no.

—¿Sólo te penetró esa vez? —preguntó Nubet indulgente.

—¿Penetrar? No, si no me penetró —contestó la muchacha como extrañada.

—¿Que no te penetró? Pero ¿no dices que eyaculó dentro de ti?

—Claro, en mi boca; y yo sin querer me atraganté y me tragué parte de su
mu
—dijo de nuevo angustiada—, y ya sabes que la boca está conectada con la vagina; así que lo mismo da.

Nubet la miró con cierta recriminación, mas al ver el semblante descompuesto de la bella Nubjesed, se aproximó a ella cogiéndole las manos para calmarla.

—Bueno —le dijo con suavidad—, no debes preocuparte, trataremos de solucionarlo.

—¿Crees que tendré que someterme a una «desviación de la preñez»?
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—Conmigo desde luego que no —contestó Nubet claramente enfadada—. Jamás cometería un pecado semejante a los ojos de los dioses, y… además está prohibido.

—Perdóname —dijo la muchacha rompiendo a llorar—, pero es que no sé lo que digo y…

—Mira, Nubjesed, no creo que estés embarazada —continuó Nubet suspirando—, pero en prevención de ello vas a hacerte unas fumigaciones de trigo tostado en la zona genital y luego beberás una poción que te voy a dar.

—Gracias, gracias, Nubet —exclamó alborozada intentando besarle la mano que Nubet apartó de inmediato—. ¿De qué es la poción?

—Es una cocción de 5
ro
de aceite, 5
ro
de apio y 5 ro de cerveza dulce. Y deberás tomarla durante cuatro mañanas consecutivas en ayunas.

—¿Y tú crees que será efectivo?

—Totalmente.

Nubjesed no pudo reprimir su alegría y la abrazó jubilosa. Después cogió el recipiente donde estaban los ingredientes que debería cocer, y se despidió de nuevo exultante de la que era, sin duda, su salvadora.

—Nubjesed —dijo Nubet al despedirse—, conviene que aceleres en lo posible tu boda o un día de éstos el embarazo será real.

Cuando la muchacha se marchó, Nubet se quedó por un rato pensativa.

«No cabe duda que tener novio puede ser un buen problema», pensó maliciosa.

Afortunadamente no todos los vecinos tenían el problema de Nubjesed, que pasaba su vida entre mensuales sobresaltos; todo lo contrario, pues eran frecuentes las visitas que la reclamaban algún tipo de afrodisíaco para el decaído cónyuge. Para esto, nada como una fórmula que tenía como componente principal la raíz de la mandrágora y que Nubet preparaba con singular maestría poniendo mucho cuidado en las proporciones, pues la mandrágora es poseedora de efectos narcóticos.

Con el tiempo llegó a conocer las «particularidades» de sus parroquianos y cuáles eran sus necesidades más comunes llegando a sentir que formaba parte de sus vidas.

Seneb, aunque rezongaba a diario, se sentía orgulloso de su hija y de la labor que realizaba, sin reparar en alabanzas hacia ella ante los demás. ¡Ay si además le diera un nieto! Entonces su felicidad se vería colmada.

Pasaron dos años y Nubet floreció por completo convirtiéndose en mujer. Una mujer de exótica belleza, pues sus rasgos adquirieron esa singular particularidad. Todo en ella parecía tener la medida justa. Su pelo, negro como el azabache que caía en corta melena enmarcando una cara de facciones primorosamente definidas; su nariz; su boca; sus manos; aquellos pies que eran perfectos. Su grácil figura bien hubiera podido despertar la envidia de la mismísima Hathor como diosa del amor. Simetría de formas puras, que parecían sacadas de los papiros de los geómetras que tan celosamente guardaban los templos. Así era Nubet.

Tan sólo algo destacaba en desproporción entre tan armónico equilibrio, pues las imperfecciones, a veces, son dadas por los dioses como sello indeleble de la persona. Incluso en ocasiones, éstas podrían llegar a ser tan insultantes, que más bien pudieran ser tomadas como una irrealidad que como defecto. Así eran los ojos de Nubet, irreales por lo extrañamente hermosos. Desproporcionados, porque no era posible ver otros tan grandes y bellos; y dentro de ellos un color oscuro como las noches sin luna en las que se podía observar el fulgor de mil estrellas. Así era su mirada, llena de una luz que pudiera haber sido robada a aquellas estrellas, que parecían habitar en lo más profundo de sus ojos; porque sus ojos eran la noche de Egipto.

Sentado en su lugar favorito, Nemenhat disfrutaba de la tarde que la primavera le ofrecía. Las cosechas estaban a punto de ser recogidas y sus frutos saturaban el ambiente con naturales fragancias. La brisa que a esa hora le llegaba desde el río arrastraba aquellos aromas hasta él, invitándole a deleitarse con los olores que de su tierra brotaban. Los aspiraba con fruición intentando distinguir cada matiz que encerraban; mas eran tantos, que acabó por abandonarse, mientras sus pulmones se henchían, en un cierto estado de semiinconsciencia sumamente grato.

Casi no recordaba aquel placer al que tan aficionado había sido anteriormente y que no disfrutaba desde hacía demasiado tiempo. En realidad, hacía más de dos años que no había vuelto por allí; desde el día que entró en la pirámide de Unas y que tan desasosegador recuerdo había dejado en él.

«¡Dos años!», pensó.

Dos años en los que se había aventurado en un ámbito que, en un principio, ignoraba que existiese y que había acabado por transformarle en una persona bien distinta a la mayoría de sus compatriotas.

Los pilares sobre los que se sustentaba aquella sociedad habían sido puestos con sabiduría hacía más de mil quinientos años. Durante todo ese tiempo, los cimientos habían sido horadados poco a poco por una nobleza cada vez más influyente y por la insaciable ansia de poder de los templos. Su país se encontraba anclado sobre viejas estructuras carcomidas por poderes emergentes que no existían cuando fueron fraguadas y que se empeñaban en seguir manteniendo a Egipto como si de una isla inaccesible se tratara.

En el puerto de Menfis, Nemenhat había podido comprobar la corrupción generalizada de la Administración y la existencia de un mundo allende las fronteras de su país, que surgía lenta pero inexorable en pos de nuevos espacios en un nuevo orden. Aquel gran mar, al que los egipcios siempre habían despreciado, era la llave que abriría el acceso a nuevos caminos que conducirían al progreso durante los próximos mil años; y Egipto se negaba a recorrerlos. Prefería que otros países surcaran el Gran Verde y comerciaran con todo cuanto necesitaban sin más complicaciones, sin reparar que sin el control de aquel mar, tarde o temprano, serían tierra conquistada. Para Nemenhat no había duda de que el país de Kemet se ahogaría en una lenta agonía.

Pero todo esto no significaba que no amara a su tierra. Al respirar aquella brisa, sentía lo mucho que la quería y una cierta aflicción ante lo que él consideraba inevitable.

«¡Dos años!», volvió a pensar mientras estiraba sus miembros perezosos.

En todo ese tiempo apenas había tenido días libres para solazarse. Ni en el décimo día semanal
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, en que no se trabajaba; ni en los «cinco días añadidos»
[158]
al final del año, en los que conmemoraban el nacimiento de los dioses Osiris, Horus, Set, Isis y Neftis, había dejado de ir a la oficina de Hiram.

Demasiado tiempo, sin duda; y era tan agradable estar allí que se prometió que en lo sucesivo aprovecharía los días de asueto que pudiera.

Se incorporó un poco y miró a su espalda hacia donde comenzaba el desierto. A veces echaba de menos sus exploraciones por la necrópolis, aunque ahora le pareciera algo que había ocurrido en una época muy lejana.

Le vino a la cabeza la idea de encontrar la tumba perdida que siempre le había obsesionado y se sonrió con cierta indulgencia. Ideas descabelladas de un muchacho, que sin embargo no había olvidado.

—Bueno, no hay que perder la esperanza —musitó mientras se sentaba abrazándose las rodillas y observaba los palmerales.

La carretera que los circundaba tenía gran afluencia a aquella hora en la que, el atardecer, apremiaba a sus paisanos a regresar a la ciudad. Gentes de todo tipo, pero sobre todo campesinos que volvían de los campos, ahora que estaban prestos de nuevo para ser segados. Hombres y bestias de carga que iban y venían, como cada día, por el camino de Menfis.

Llevaba un rato mirándolos como abstraído por el trajín, cuando algo le hizo pestañear y volver de su ensimismamiento.

Allí, en el polvoriento camino, había una figura que le resultaba familiar.

Aquellos andares le recordaban a alguien que no acertaba a precisar, pues su posición se encontraba algo alejada para poder distinguir su cara. Puso toda su atención en adivinar su identidad según se aproximaba. Venía de regreso a la ciudad y llevaba lo que parecía un cesto sobre la cabeza que, sin embargo, no la hacía perder su compostura ni alterar el grácil movimiento de su esbelto cuerpo. Era Nubet.

Próxima ya a él, Nemenhat la examinó con interés. Hacía mucho tiempo que no la veía; si acaso un par de veces en que había acudido a su casa en busca de Seneb, en los últimos dos años. Entonces, todavía era una muchacha algo engreída; mas ahora, lo que se acercaba por el camino era toda una mujer, ¡y qué mujer! No le extrañó observar cómo los hombres se paraban al verla pasar, pues su figura era como la que a menudo representaba a Isis en las paredes de los templos; sólo que esta vez había cobrado vida.

Nemenhat se incorporó y bajó desde su altozano hacia el camino llegando justo cuando ella pasaba.

Aprovechando que todavía no había reparado en él, Nemenhat pudo explayarse mirándola a su antojo.

Nubet ya era una muchacha hermosa la última vez que la vio, mas Nemenhat jamás hubiera sospechado que pudiera convertirse en una mujer así. Nunca había visto a ninguna que
se
la pudiera comparar, ni tan siquiera Kadesh. Y es que las rotundas formas de ésta pertenecían al canon de belleza trazado por los hombres, que en nada podían equipararse con aquel cuerpo de exquisitas hechuras, perfilado según criterios que sólo a los dioses competían.

—¿Eres Isis reencarnada, o acaso me encuentro en los Campos del Ialu?

Nubet apenas reparó en aquellas palabras, que no significaron sino una frase más entre las muchas que la habían dicho aquella tarde; y pasó de largo.

Había aprovechado el día para ir a los campos cercanos en busca de algunos ingredientes con los que preparar sus fórmulas, y de paso disfrutar de un día de ocio rodeada de las plantas que tanto amaba.

—Eh, Nubet, regresa al mundo de los vivos; soy yo, Nemenhat.

La joven se detuvo y volvió la cabeza.

—¡Nemenhat! —exclamó sorprendida al escuchar aquella voz—, qué sorpresa.

Ambos jóvenes se aproximaron sonrientes saludándose amistosamente y enseguida Nemenhat se apresuró a coger el cesto que ella transportaba, prosiguiendo juntos el camino.

—Pero ¿qué llevas aquí? —preguntó él con curiosidad al ver lo que pesaba.

—Ruda, mirto, cilantro, granadas, amapolas e higos de sicómoro.

—¿En serio?

Ella asintió sonriente.

—No me digas que todo esto se lo darás para cenar al buen Seneb. ¿O acaso es para ese monstruo insaciable que se hace llamar Min?

Nubet rió con ligereza.

—No es un monstruo insaciable, es adorable. Y todo esto son hierbas y frutos que recojo para hacer potingues.

—Ah sí, ahora recuerdo que tu padre me lo mencionó en alguna ocasión. Y por lo que cuenta, creo que haces una misión encomiable.

—Ya conoces a mi padre lo exagerado que es. Pero dime, ¿qué haces por aquí tan lejos de tus muelles? Eres la última persona que hubiera esperado encontrar.

—Y en verdad que ha sido casualidad, pues hacía dos años que no venía por este lugar; antes gustaba de hacerlo siempre que podía. Me sentaba justo en la linde del palmeral con el desierto desde donde hay una buena vista.

—Comprendo, según dice mi padre te pasas el día entero trabajando en el puerto.

—Sí, y el bueno de Seneb me lo recrimina a veces; ya sabes que no le gustan mucho ese tipo de trabajos. Él quisiera que fuera carpintero, como mi padre.

—Conmigo pasa lo mismo, siempre lamentándose de esto o de aquello. Yo creo que se está haciendo algo viejo.

Nemenhat rió con suavidad.

—Es un buen hombre. ¡Si todos los hombres fueran como él!

Continuaron caminando en silencio durante un rato, en el cual Nubet le observó con disimulo. Le encontraba muy cambiado desde la última vez que le vio. Poco quedaba ya en él de los suaves rasgos de la pubertad pues ahora los trazos de su cara eran los de un hombre; líneas rotundas que le daban un aspecto atractivo y muy varonil. Además continuaba teniendo ese aire misterioso que a Nubet siempre le había parecido seductor. Volvió a mirarle con discreción mientras él caminaba con el cesto sujeto con una mano sobre la cabeza. Le pareció un joven alto y esbelto, con unos hombros anchos y desarrollados que relucían por efecto del sudor bajo los rayos del sol vespertino.

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