Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Nemenhat aún no entendía por qué se encontraba allí y nadie, al parecer, parecía dispuesto a explicárselo; aunque obviamente supiera cual iba a ser su nuevo cometido.
Se sorprendió al ver las insignias que representaban a Reshep junto a la entrada. El dios tenía el aspecto de un sirio con el tradicional
nemes
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egipcio y una gacela en lugar del ureus en la frente. Extraño sin duda para todo aquel que no estuviera acostumbrado a la vida castrense, pues la mayoría de oficiales tenían a la puerta de sus tiendas la misma imagen. Reshep era, por así decirlo, el patrono de los soldados de carro; a él rezaban pidiendo su protección durante la batalla, e invocaban su poder para darles fuerzas suficientes en ella.
«Algo sin duda ha cambiado en Egipto, cuando un dios de procedencia siria tiene semejante ascendente —pensó Nemenhat—. ¡Como si no hubiera suficientes dioses en Egipto!» Incluso la pagana diosa del amor y de la guerra Astarté era visible en el campamento. Según supo más adelante, era la encargada de proteger el equipamiento de los caballos reales. ¡Inaudito!
—Dales de comer y de beber; sin duda hoy se lo han ganado —dijo el príncipe bajándose de un salto, entregando las riendas a un palafrenero.
Luego se acercó a sus caballos y puso su cabeza entre las suyas a la vez que les musitaba todo tipo de palabras cariñosas.
—Se llaman
Set
y
Montu
—dijo acercándose a Nemenhat—. Ambos tienen corazón de guerrero, como los dioses que les dieron nombre, y te aseguro que son capaces de leerme hasta el pensamiento.
Luego, dando una palmada a Nemenhat, le invitó a entrar en su tienda.
Por un momento, éste vaciló.
—¿Acaso prefieres pasar la noche fuera?
Nemenhat desorientado, no supo qué responder.
—¿No serás como Geb, que con su pene erecto pretende levantarse por la noche para poseer a Nut, la bóveda celeste?, ¿verdad?
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—dijo lanzando una risotada—. Mientras estés conmigo, vivirás con arreglo a tu nuevo rango —continuó- y nadie que me sirve pasa la noche al raso.
»Dadme un poco de vino que alivie el ardor de mi garganta —pidió el príncipe a voces mientras lanzaba su casco sobre el alfombrado piso y se desabrochaba su coraza—. A propósito, a partir de mañana te agenciaremos una —dijo señalándola con un dedo—. Si quieres montar junto a mí, no puedes hacerlo de cualquier manera.
Nemenhat asintió respetuosamente.
—Pareces de pocas palabras —prosiguió Parahirenemef, sumergiendo acto seguido su cabeza en una jofaina llena de agua—. Apenas has hablado desde esta tarde. ¿Acaso sientes temor?
—Ninguno —contestó Nemenhat muy tranquilo—, simplemente es que no comprendo cuanto me está ocurriendo.
—Bueno, eso es fácil de explicar —replicó el príncipe mientras se secaba—. Por una extraña casualidad, los dioses te han designado para que seas mi acompañante.
Nemenhat le miró sin comprender.
—Verás, ayer, mientras hacíamos maniobras, Rehire, mi acompañante habitual, se cayó del carro con tan mala fortuna que se fracturó un brazo y, aunque no es grave, tardará al menos un mes en volver a poder moverlo. ¡Imagínate, un mes! La batalla está próxima y yo necesitaba otro hombre para poder reemplazarle, así que, alguien me habló de ti. Ése es el motivo de tu presencia aquí. Será difícil reemplazar al bueno de Rehire, pues él no sólo tiraba con el arco, también manejaba la lanza y hasta el boomerang.
—Yo también sé manejarlas, alteza.
—¿En serio? Bueno, quizás al final deba dar loas a los dioses por no haberme dejado abandonado en semejante trance —suspiró mientras le ofrecía una copa de vino.
Nemenhat la cogió y sorbió un poco mientras que el príncipe la apuraba de un solo trago.
—Ah —dijo relamiéndose y escanciándose otra—. ¿No te gusta el vino? —preguntó sorprendido al ver los remilgos de Nemenhat.
—Tu vino es magnífico, mi príncipe, pero si no te incomoda preferiría beber agua; mantiene mi vista más clara.
—Ja, ja, ja. Tu vista es magnífica, de eso no hay duda; mantengámosla así entonces. De ella depende buena parte de nuestro éxito. ¿Tienes hambre?
—Desde hace casi un mes, alteza.
El príncipe se desternilló de risa.
—¿De verdad? —dijo aguantando a duras penas las carcajadas—. No me digas más; lentejas bañadas en agua con gorgojos y cebollas que, últimamente, también tienen gusanos. ¿Acierto?
—De pleno, alte…
—Déjate de altezas ni zarandajas, cuando estemos solos me llamas por mi nombre. Odio los protocolos.
—Como ordenes.
—¿Te gustan los pichones?
—Sólo los probé una vez y estaban duros como piedras.
El príncipe volvió a soltar otra carcajada.
—Seguramente te darían alguna cría de buitre. Los que te ofrezco son tiernos y deliciosos, pruébalos.
Parahirenemef y Nemenhat cenaron opíparamente. El joven se distendió un poco y participó algo más de las continuas chanzas que el príncipe decía. Mas no por ello dejó de estar sorprendido por encontrarse allí aquella noche.
—Pero dime —dijo el príncipe mientras volvía a hablar de nuevo—. ¿Cómo fuiste a parar con los arqueros nubios? Quisiera saberlo todo sobre ti.
Nemenhat se retrajo prudentemente poniéndose imperceptiblemente en guardia, e inventó una historia en la que su familia era una de tantas de las que trabajaban las tierras de los templos, y en la que él había sido reclutado por leva.
—Son tiempos difíciles en los que todos los brazos son pocos para la defensa de nuestra tierra, pero si salimos con bien, el dios, mi padre, te lo recompensará.
Luego estiró sus brazos y bostezó.
—Esta noche estoy algo cansado y me retiraré pronto a dormir. Te aconsejo que hagas lo mismo, pues mañana, el amanecer nos sorprenderá ya montados en el carro. Pasaremos el día practicando hasta que te acostumbres, pues no disponemos de mucho tiempo. Parece que el enemigo no está lejos y debemos estar preparados para entonces. Dormirás junto a la entrada.
El día siguiente, Nemenhat y el príncipe lo pasaron prácticamente sobre el carro. Tiraron con el arco, la lanza e incluso con el boomerang. Practicaron todas las maniobras propias del combate una y otra vez, hasta que Nemenhat dio muestras de haberse acostumbrado a los movimientos de la biga. Nemenhat hizo alarde de su asombrosa puntería con cualquier tipo de arma, entre las exclamaciones de júbilo de un Parahirenemef que se entregaba a su tarea con gran entusiasmo. Nemenhat nunca había visto a nadie manejar los caballos de semejante manera. El príncipe se ataba las riendas a su cintura mientras disparaba, y susurraba a sus caballos extrañas palabras que éstos parecían comprender, pues hacían lo que el príncipe deseaba en cada momento. A Nemenhat le pareció magia.
—Me leen el pensamiento —decía Parahirenemef alborozado—. Créeme si te digo que ellos siempre saben lo que deben hacer.
Cuando, bien entrada la tarde, regresaron al campamento, Nemenhat apenas podía moverse para bajar del carro. Sentía que le dolían todos los huesos y que sería incapaz de llegar por sí mismo a la tienda.
—Posee el vigor de User y la habilidad de Seped
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—gritaba el príncipe exultante—. Acierta a todo lo que se propone, y a distancias increíbles.
Los otros oficiales de carros se acercaron a felicitarle mientras se bajaban.
—Creedme, nuestro padre Amón nos ha mandado una bendición con este hombre. Es sin duda una señal del Oculto
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.
Nemenhat descendió del carruaje haciendo claros gestos de que cada paso era un martirio para su magullado cuerpo.
Todos los presentes se rieron al verle caminar con tal dificultad.
—No seáis crueles con él —exclamó el príncipe jubiloso— y no le contéis a mi padre sus excelencias, o me lo quitará.
Aquella noche, Nemenhat apenas pudo cenar, pues hasta masticar le costaba. Cuando se tumbó sobre su estera, cayó en un sueño tan profundo que, cuando le despertaron, ni tan siquiera había cambiado de posición.
En los siguientes días, Nemenhat se acostumbró paulatinamente al carro, aprendiendo a adelantarse al terreno para mantener estable su equilibrio y disparar sus flechas como si no estuviera en movimiento. Incluso los caballos parecieron aceptarle de buen grado, y no recelaron de él en ningún momento.
Al príncipe ya no le cabía duda que poseía el mejor acompañante que se pudiera desear, y no cesaba de hacer alabanzas en público por ello.
Nemenhat, por su parte, adquirió un gran cariño por Parahirenemef, quien se mostraba muy considerado con él en todo momento. En pocos días se creó entre ellos un vínculo, que en ningún caso era el de un príncipe y su lacayo y que Nemenhat comprendió muy bien. Dentro de aquel pequeño cajón tirado por los dos briosos caballos, no había alcurnia que valiera, puesto que la vida del príncipe dependía en gran medida de la habilidad que él pudiera tener para protegerle, o bien para eliminar a sus enemigos. Ambos formaban un equipo que saldría airoso o sucumbiría sin remisión.
Conocer a Parahirenemef tampoco le fue difícil, pues él se mostraba en todo momento tal como era.
Aunque el príncipe fuera mayor que él, se mantenía en muy buena forma, pues era un gran aficionado a los deportes, la vida al aire libre, y sobre todo a la caza. Gustaba de emular a sus augustos ancestros adentrándose en el desierto para cazar leones, y no precisamente por ganar fama en la corte; era que, simplemente, su naturaleza apasionada vibraba con semejante actividad produciéndole el más embriagador de los efectos.
Por otra parte, enseguida el príncipe le dio muestras de su desmedida afición por la bebida, y en concreto por el
shedeh,
el fortísimo licor capaz de nublar el entendimiento más despierto. No era extraño encontrarse, cercana el alba, a Parahirenemef con la cabeza sobre los brazos apoyados en alguna mesa, después de haber trasegado cuanto había querido. Sin embargo, cuando subía de nuevo a su carro bien temprano, lo hacía tan envarado como siempre, sin que nada hiciera sospechar los excesos de toda una noche.
Ante la sincera amistad que le demostraba el príncipe cada día, Nemenhat comenzó a sentir cierta desazón. Le reconcomía el hecho de ver el corazón de Parahirenemef abierto sin ambages, y que a cambio, no hubiera sido sincero con él. El terrible secreto que parecía acompañarle durante toda su vida no había causado más que desgracias a su alrededor, y por lo que parecía, las seguiría causando quien sabe si por toda la eternidad de su alma.
Una noche, después de otra dura jornada de marcha, Nemenhat decidió abrir también su alma al príncipe para así corresponderle mostrándole su lealtad.
Parahirenemef se quedó algo sorprendido al principio, mas ante los encarecidos ruegos de su acompañante, escuchó su historia con atención de principio a fin. Cuando Nemenhat terminó, apenas podía mirar a los ojos del príncipe por la vergüenza que sentía y a continuación, toda la desesperación que permanecía escondida en lo más profundo de su ser afloró incontenible, como en ocasiones hicieran las crecidas del Nilo.
Tras escucharle, el príncipe permaneció en silencio con su copa entre las manos observándole atónito. Aquélla era, con diferencia, la mejor historia que le habían contado jamás, y estaba fascinado.
—Perdóname, oh príncipe, por haberte mentido; sin duda no soy merecedor de tu consideración, pero temo por la suerte que hayan podido correr mi esposa y mi padre.
—¡Vaya historia! —exclamó encantado el príncipe—. No hay duda que tu padre vivía rodeado de buenos amigos… Ankh.
—¿Le conoces?
—¿Que si le conozco? Naturalmente. Es uno de los reptiles más viles que puedas encontrar en Menfis. ¿Sabías que aspira a ostentar el título de «Gran Jefe de los Artesanos»?
—¿En serio?
Parahirenemef asintió mientras se llevaba la copa a sus labios.
—Como te lo digo —dijo chasqueando la lengua con deleita—, y para conseguirlo sería capaz de vender al mejor postor a sus próximas generaciones. Tiene muchas conexiones entre la alta sociedad menfita, aunque yo me abstengo de acudir a sus fiestas. No cabe duda que se trata de un tipo muy listo, pues te aseguro que no es nada fácil para alguien de tan oscura ascendencia como la suya, escalar los puestos por los que ha ascendido en la Administración.
—Comprendo.
—No estoy muy seguro de eso, amigo mío. Tú no conoces el tipo de gente que prolifera ahí dentro. Burócratas empedernidos que no paran de intrigar para hacer negocios del más oscuro pelaje. Todo el que ostenta un cargo que se precie, pertenece a tal o cual familia cuyos antepasados fueron visires, nomarcas, arquitectos reales o Ptah sabe qué. Todos juntos detentan el poder del día a día en esta tierra; te aseguro que son como una plaga para Egipto.
—¿Y el dios conoce todo esto?
—De sobra —dijo Parahirenemef volviendo a beber—. Pero hazme caso cuando te digo que está atado de pies y manos. Desmontar el entramado de este país supondría una empresa poco menos que imposible. Lejos quedan los tiempos en que el faraón era el señor de todo cuanto habitaba en la tierra de Kemet.
—Pero él es un gran guerrero, su ejército le obedecería sin vacilar; podría…
—No podría hacer más de lo que ya hace, créeme. Puede que estemos ante el último gran faraón en la historia de nuestro pueblo.
—No entiendo, él ostenta el poder, la fuerza…
—¿El poder? -Parahirenemef rió-. Qué poco conoces acerca de la realidad política en Egipto. Mi padre es poderoso, no en vano es el faraón; pero el auténtico poder no se encuentra ya en la realeza, se halla en los templos. Es un poder formidable, y mi padre lo sabe bien, por eso mantiene buenas relaciones con ellos.
—No puedo creer que el faraón se doblegue ante el clero.
—No se trata de doblegarse sino de respetar sus intereses. ¿Sabías que el templo de Amón controla la mayor parte de las tierras de Egipto? Es un poder que ha sido alimentado a través de los siglos y con el que mi padre no puede acabar.
Nemenhat hizo un gesto de incredulidad.
—Hace siglos hubo un dios que quiso enfrentarse a ellos —continuó el príncipe al ver la cara que ponía—. Era un faraón algo místico que elevó el culto a Atón como dios nacional, por encima del todopoderoso Amón. Incluso cambió su capital a Amarna, para estar lejos de su influencia; mas todo fue en vano. Los sacerdotes de Karnak urdieron todo tipo de estrategias para acabar con él. Cuando el faraón Akhenaton murió, la sangre de sus seguidores cubrió los suelos de sus templos. Fue una persecución implacable, te lo aseguro, y a la postre, Amón volvió a convertirse en el primer dios nacional y su clero no ha dejado de enriquecerse desde entonces. Escucha, la batalla no está lejos; si vas a la tienda de mi padre, encontrarás a alguno de sus profetas merodeando por allí. Sin decir una palabra, recuerdan al faraón que esperan ser generosamente recompensados con parte del botín del vencido.