Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
«¿Cómo reaccionará Nubet cuando sepa que he sido en realidad un vulgar saqueador de tumbas? Mejor no imaginarlo», se decía Nemenhat que ahora sí sentía su culpabilidad por no haberle confesado su pasado.
Pero, aun siendo éste un problema de envergadura, no podía ni compararse con el que planeaba sobre su padre. Ankh mandaría a sus hombres contra él lo antes posible; de eso estaba seguro, y no le cabía ninguna duda de cuáles serían sus intenciones. Si no le encontraba antes que ellos, Shepsenuré sería hombre muerto, pues el escriba jamás le daría una posibilidad para que pudiera involucrarle.
Esta idea le hizo sentir un escalofrío, y se llenó de temor ante la posibilidad de que su padre ya hubiera sido detenido. Se apresuró entonces cuanto pudo, mas la gran aglomeración de gente que había a esa hora en las calles le impidió caminar todo lo rápido que hubiera deseado. Soldados y más soldados saliendo de todas partes que se abrían paso a empujones si era necesario, ante la mirada temerosa de los vecinos que cuchicheaban sin parar sobre el nuevo peligro que se cernía sobre Egipto.
Las sombras ya eran pronunciadas cuando, por fin, Nemenhat llegó a casa de su padre. Entró apresuradamente en ella llamándole a voces repetidamente, pero nadie contestó. Sintió entonces cómo la angustia se apoderaba de él, y cómo se le formaba un pesado nudo en el estómago. Volvió a llamarle asustado mientras recorría las habitaciones en su búsqueda; pero no recibió respuesta alguna. Se llevó ambas manos a la cara presa de la desazón y emitió un gemido de desaliento.
«Debo encontrarle como sea», pensó mientras se encaminaba de nuevo hacia la salida.
Entonces, al pasar por la pequeña sala que daba acceso a la puerta de la casa, escuchó el sonido inconfundible de los pasos de unos pies descalzos que se aproximaban por su espalda. Se volvió de inmediato, justo para ver a un hombre que no conocía levantar un grueso garrote y descargarlo sobre su cabeza. Fue como si los abismos por los que Ra navega cada noche en su barca lo engulleran súbitamente, haciéndole formar parte de su oscuridad. Y sin embargo, durante el más infinitesimal de los instantes, fue capaz de darse cuenta de ello y de cómo el mayor de los vacíos se instalaba en él. Luego cayó al suelo pesadamente y enseguida la sangre que manaba de su cabeza empapó el piso de tierra prensada volviéndolo extrañamente oscuro.
Aquel día, Shepsenuré abandonó su casa a media tarde. Durante toda la jornada había estado pensando en Men-Nefer obsesivamente y no se creyó capaz de esperar al crepúsculo para ir a visitarla. Llevaba dos noches sin verla, y su ausencia le resultaba completamente insoportable. Sentía por ella la mayor de las dependencias y sólo por la mañana, después de haberse abandonado durante toda una noche, su
ba
parecía encontrar la paz necesaria.
Recorrió su camino de costumbre, sin apenas reparar en los soldados que, aquel día, iban y venían por las calles. Él ya no pertenecía a aquella tierra, su mundo era Men-Nefer y lo demás poco o nada le importaba.
Como en anteriores ocasiones, sentía ese punto de ansiedad que le subía desde lo más profundo de su ser y que no le abandonaba hasta que yacía, ya saciado de ella, bien entrada la madrugada.
¡Men-Nefer! Ni la mejor amapola
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de Tebas podía tener un efecto comparable con ella.
Dejó atrás, por fin, las últimas construcciones de la ciudad y se dirigió por el camino que cruzaba el pequeño puente, en dirección a la casa. En ese momento sintió su corazón latir con mayor fuerza ante la proximidad de su amada. ¿O acaso no la amaba? Era curioso, pero nunca se había parado a pensar en ello. ¿Sería quizá porque ella se había convertido en una necesidad?
Caía ya el sol, cuando llegó junto a su puerta; la empujó y, como siempre, la encontró abierta.
Le recibió el silencio de costumbre, aunque esta vez no viera a ningún gato ni sirviente en el jardín. De nuevo aquella enigmática soledad que parecía envolver la villa y que tan incómoda se le hacía al egipcio, se mostraba claramente patente. Ni una sola voz, ni un solo sonido, ni tan siquiera la suave brisa del norte que agitaba las hojas de los palmerales parecía producir ruido alguno. Shepsenuré miró a las palmeras
dum-dum
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, y el hecho le pareció curioso. Mas continuó por el sendero que le llevaba a la puerta de la casa, dispuesto a no perder ni un momento en abrazar a Men-Nefer.
Oyó la puerta chirriar sobre sus goznes exageradamente al abrirla y le pareció raro, pues no recordaba que lo hiciera así con anterioridad. Ya dentro de la casa, le extrañó aún más la oscuridad que allí reinaba. Abrió una de las ventanas situada junto a la puerta, y su perplejidad fue absoluta al ver que la estancia se encontraba vacía. Ni un solo mueble, ni tan siquiera los pebeteros que, de ordinario, se hallaban en ella siempre encendidos; nada. Avanzó mirando incrédulo a su alrededor como si hubiera entrado en una especie de sueño inesperado para el que no estaba preparado.
Entró en la estancia contigua que, habitualmente, tenía abiertas las puertas que daban a la terraza. Aquéllas se encontraban también cerradas; y en la total oscuridad en que se hallaba, el egipcio sintió un aire raramente viciado que le recordó al de las tumbas. Se apresuró a abrir las grandes puertas que comunicaban con el cenador, y cuando la luz del crepúsculo iluminó la escena, Shepsenuré quedó boquiabierto.
La gran sala se encontraba completamente vacía, pero además parecía que la casa se hallase deshabitada desde hacía mucho tiempo, pues todo se encontraba cubierto de una espesa capa de polvo. Miró al suelo y vio claramente sus pisadas resaltadas en él; algo imposible de entender, toda vez que él había pasado por allí hacía tan sólo dos noches.
Casi corriendo, salió al mirador sin dar crédito a todo cuanto veía, gritando el nombre de Men-Nefer. Pero su sorpresa no hizo sino aumentar al ver que, aquella terraza, que había sido el escenario de su desbordada pasión, estaba también vacía.
Shepsenuré volvió a gritar una y otra vez presa de una creciente desesperación hasta quedar casi ahogado en su propio sofoco. Creyó que todo giraba a su alrededor y que el nombre de Men-Nefer llegaba devuelto por las paredes de la casa, como un eco cargado de estrepitosas risas. De hecho, su cabeza pareció llenarse de carcajadas que, ni tapándose los oídos, dejaba de escuchar. Cayó al suelo presa de la locura quedando hecho un ovillo mientras musitaba una y otra vez el nombre de aquella mujer.
Imposible saber cuánto tiempo pudo pasar así antes de que la luz de la razón volviera a él para sacarle del estado de histeria en el que se encontraba, pero ya era de noche cuando se levantó como el más vencido de los hombres.
Casi arrastrando los pies fue hacia la escalinata que daba al río, por la que sus cuerpos desnudos habían pasado noches atrás chorreando todavía agua del sagrado Nilo. Allí se sentó en silencio con el ánimo quebrantado, mientras miraba las oscuras aguas del río fluir bajo sus pies.
«¿Cómo es posible?», se preguntaba una y otra vez moviendo la cabeza con consternación. ¿Estaría sufriendo el más espantoso de los sueños? ¿O quizás estaba saliendo de él?
Volvió la cabeza hacia la oscura silueta de la casa recortada en la noche, y reparó en los hermosos setos primorosamente cortados que la rodeaban antaño, y que ahora lucían desatendidos. Daba la impresión de que todo aquello había sido abandonado hacía ya mucho tiempo. Pero era imposible, él mismo había disfrutado de ello durante noches enteras.
«¿Qué clase de hechizo obró en este lugar?», se preguntó incapaz de razonar explicación alguna.
Abatido y humillado metió la cabeza entre sus rodillas mascullando frases inconexas y lamentándose de su estupidez.
Aquella mujer le había embrujado por completo y él se había entregado a ella sin reservas, aun a sabiendas que nunca sería suya por completo.
—Nunca perteneceré a ningún hombre —le había dicho la primera vez que se vieron.
Había buscado la felicidad con quien nunca podría dársela. Men-Nefer no ofrecía; tomaba. Y él se había obcecado creyendo lo contrario.
El sonido de unos pasos vino a sacarle de todos aquellos pensamientos. Al principio pensó que quizá formaran parte de aquel patético espejismo en cuya representación había tomado parte; pero enseguida oyó cómo las pisadas se acercaban gradualmente.
Volvió su cuerpo todavía sentado en uno de los peldaños, y vio luces de antorchas que se le aproximaban. Enseguida distinguió a varios hombres armados dirigiéndose hacia donde se encontraba.
En ese momento la lucidez, que de ordinario siempre le había acompañado, volvió de nuevo a él restituyéndole la clarividencia que, desde hacía un tiempo, había perdido, comprendiendo claramente que todo lo que había ocurrido había sido una farsa, y que le habían tendido la más sibilina de las trampas.
Se incorporó tan rápido como pudo y bajó por los escalones dispuesto a sumergirse en el río, en cuyas orillas podría esconderse con facilidad. Mas en el último instante, justo cuando sus pies entraban en el agua, unas manos surgieron de la oscuridad aferrándose a su cuerpo con una fuerza extraordinaria.
Shepsenuré trató de zafarse de aquel abrazo sabedor de que le iba la vida en ello, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró caer sobre las escaleras con aquel hombre que se abrazaba a él con tanta firmeza. Se oyó el sonido de los cuerpos al caer y un lamento proferido por su captor al golpearse contra un peldaño. Enseguida le soltó y Shepsenuré se levantó dispuesto a lanzarse a las aguas salvadoras, apenas a un metro de distancia.
Pero al incorporarse, vio una de las antorchas justo sobre su cabeza y cómo un puño se estrellaba sobre su cara con una fuerza descomunal; luego, de nuevo, sólo hubo silencio.
Lo primero que vio Shepsenuré al abrir los ojos fue el débil haz de luz que entraba a través del ventanuco que apenas daba claridad a la estancia. Al habituarse un poco a la oscuridad, comprobó que estaba en un lugar lóbrego desprovisto de todo mobiliario y en el que no había nadie más.
Intentó incorporarse un poco y enseguida notó un dolor insoportable. Llevó mecánicamente una mano a su nariz y al tocarla, el dolor se agudizó todavía más haciéndose tan inaguantable que creyó que se desmayaría. Se tumbó de nuevo sobre el frío suelo de caliza intentando no mover mucho la cabeza para soportar mejor su desazón. Miró al tragaluz observando cómo los rayos del sol entraban a duras penas por él, a la vez que trataba de poner orden en sus pensamientos. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Enseguida recordó la escena en las escalinatas de la casa de Men-Nefer, y cómo un puño fuerte como una maza había impactado contra su cara. El resultado lo sentía vivamente, pues parecía que aquel puñetazo le había roto la nariz. Pero a continuación, otros pensamientos le hicieron sentir un desasosiego mucho mayor que el que le producía el golpe.
¡Su hijo! Corría un grave peligro y debía avisarle de alguna manera, mas ¿cómo? Esta vez intuía que todo se había acabado; estaba atrapado, atrapado gracias a su estupidez. ¿Dónde estaba la prudencia de la que había hecho gala toda su vida? La había ignorado durante apenas un mes, y aquéllas eran las consecuencias.
Al final Ankh había sido más listo que él, ganando la partida. Una partida que había comenzado a jugar muchos años atrás en aquella taberna de Ijtawy y en la que nunca debió participar.
Hizo una mueca de resignación; las cosas eran como eran y de nada valía lamentarse ahora. Si había llegado el final, lo afrontaría con la dignidad que nunca había podido tener; pero al momento, volvió a pensar en su hijo y se angustió de nuevo. Sólo tenía veintidós años; su camino no podía detenerse allí. Todo, absolutamente todo, lo había hecho por él; para evitar que pasara por la vida como un paria, como él mismo había sido, y como también lo fue su padre y el padre de éste.
—Los parias siembran de miseria los campos que comparten —masculló amargado—. Todas las desgracias parecen cebarse en ellos. -Y recordó las penurias que su abuelo y su padre habían hecho pasar a sus familias.
Suspiró, pues sabía de sobra las consecuencias que acarreaba el haber cometido un crimen como el suyo; no en vano su abuelo fue ajusticiado por ello ante sus propios ojos, siendo todavía casi un niño. No las temía, pero su hijo… Debía advertirle de alguna forma.
En ese momento, el ruido de un cerrojo que se corría le sacó de sus pensamientos. Varios hombres entraron en la habitación portando antorchas y se le acercaron.
—Parece que ya ha despertado —dijo uno alumbrándole directamente.
—Entonces no perdamos tiempo. ¡Levántate perro!, el juez te está esperando.
Shepsenuré se incorporó sintiendo de nuevo aquel terrible dolor en la nariz, y al hacerlo, unas manos le sujetaron los brazos obligándole a caminar.
Atravesaron un largo pasillo en el que no había más luz que la que producían las teas de sus guardianes, y de inmediato, subieron por una estrecha escalera que daba a un amplio patio sobre el que el sol caía de plano. El egipcio hizo un acto reflejo intentando llevarse las manos a sus ojos para protegerlos de tanta claridad, pero se encontró con aquellos brazos que le amarraban más fuerte que cualquier grillete.
Los guardias rieron por ello.
—Los gusanos como tú preferís la oscuridad de las mazmorras, ¿no es así? —dijo uno.
Los otros rieron la gracia a la vez que le zarandearon con brutalidad.
—Bueno no te preocupes, seguramente volverás a ellas antes de lo que crees —comentó otro de ellos con sorna.
Los demás volvieron a reír, y esta vez con cierto alboroto.
—Chssss, callaos ya —ordenó el que parecía tener mayor rango—. El juez espera impaciente y ya sabéis lo poco que le gustan las bromas.
Así era, sentado en una hermosa silla de tijera, Seher-Tawy aguardaba expectante. Llevaba toda la mañana esperando que aquel hombre volviera en sí, y hacía ya tiempo que había empezado a impacientarse. Debía obrar con prontitud para dejar aquel caso zanjado, o si no éste podría llegar a complicarse.
La acusación que recaía sobre Shepsenuré representaba uno de los crímenes más graves que se podían cometer en Egipto, hasta el punto, que el visir en persona era el encargado de juzgar los casos de violaciones de tumbas.
Él, como representante legal de la justicia del visir en Menfis, debía tomar declaración al reo e instruir un proceso que, por último, llegaría al Gran Tribunal de Justicia de Heliópolis, donde el visir dictaría sentencia.