Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
Su competencia por tanto era relativa, mas contaba con un cierto margen de maniobra para poder manejar el asunto a su conveniencia. El hecho era que la demanda no había sido interpuesta directamente por el Estado, como solía ocurrir en estos casos, sino por el templo de Ptah, que no dejaba de ser un organismo autónomo. Era por tanto una acusación particular, la que había acudido directamente a él a hacer la denuncia y el Estado y, por tanto, el visir nada sabían aún de ella.
Indudablemente, el juez debía informar de un caso como éste al más alto organismo de justicia, pero pasaría algún tiempo hasta que la pesada burocracia egipcia hiciera llegar el proceso correctamente formalizado al Gran Tribunal.
Seher-Tawy sería absolutamente escrupuloso en que la instrucción de aquel caso llegara adecuadamente a su destino; pero no estaba dispuesto a que el acusado le acompañara. Para ello la ley le daba algunas alternativas, sobre todo en la forma de obtener las declaraciones.
Shepsenuré fue llevado ante la presencia del juez. La primera impresión que éste le causó fue la de encontrarse frente a un hombre de mediana edad, delgado, con la tez amarillenta y el gesto amargo, y unos ojos de mirada fría e inexpresiva; en suma muy desagradable.
Shepsenuré sintió su mirada inquisitiva durante unos minutos en medio del más completo silencio.
—¿Eres tú Shepsenuré? —preguntó por fin con una voz tan desagradable como todo lo demás.
El egipcio le miró fijamente a los ojos y no contestó.
—Bien, sabemos que eres Shepsenuré —repitió el juez haciendo una mueca repulsiva que podría significar cualquier cosa—. Y también conocemos los negocios a los que te dedicas. Muy lucrativos y que, por otra parte, atentan contra la esencia misma de nuestro pueblo. Nada tan sagrado para cualquier ciudadano, como su legítimo derecho a garantizar su vida en el Más Allá, que tú te has dedicado a transgredir sustrayendo de las tumbas todo cuanto ellos necesitan para su vida de ultratumba.
Shepsenuré continuó sin decir nada, limitándose a desviar su mirada hacia un escriba que, sentado en el suelo junto al juez, parecía anotar cuanto éste decía.
—Saquear tumbas es un delito muy grave castigado con la muerte; sabías esto, ¿verdad?
Shepsenuré continuó en silencio.
—Ya veo —prosiguió el magistrado—, desprecias a este tribunal con tu pertinaz silencio. Tienes suerte de que este caso lo juzgue en última instancia el visir, si no, ahora mismo te haría cortar las orejas.
Shepsenuré apenas se inmutó.
—Luego te cortaría la nariz, y si continuaras empecinado en no hablar te arrancaría la lengua, pues según veo no la necesitas demasiado. Pero el respeto que a ti no te tengo, se lo debo al visir y no quisiera que te presentaras a él sin tus apéndices.
Ambos se mantuvieron la mirada durante breves instantes.
—Ahora te diré lo que haremos —continuó el juez sin apenas parpadear—, el escriba te entregará una declaración en la que te haces responsable de los crímenes que se te imputan y la firmarás… aunque, al no saber escribir, podrás hacer una marca y el escriba lo hará por ti. Esto nos ahorrará tiempo y molestias; ¿y bien?
Shepsenuré le miró con todo el desprecio de que fue capaz y siguió sin decir nada.
—Ah, he aquí a un hombre duro; duro de verdad, ¿no es así? Me gustan ese tipo de hombres —continuó volviendo la cabeza hacia otros dos individuos que se encontraban de pie tras él.
»Los inspectores adscritos a este tribunal —prosiguió el juez señalándoles con una mano— llevan algún tiempo tras tus pasos y han elaborado un detallado informe con los pormenores de tus actividades. Son tan exhaustivos en los detalles que, al leerlos, nadie en su sano juicio dudaría de su veracidad. En él queda claro que tú, Shepsenuré, no eres más que un vulgar violador de tumbas. Qué duda cabe que sería de gran ayuda a este tribunal el que nos hablaras de tus cómplices, añadiendo algún nombre a los que ya poseemos. Según parece trabajabas en estrecha relación con alguien de nombre Nemenhat, y…
Al escuchar aquel nombre, Shepsenuré soltó un quejido que pareció salir de lo más profundo de sí mismo.
—¡Dejadle en paz! Él nada tiene que ver en esto —exclamó mientras trataba de zafarse inútilmente de las manos que le sujetaban.
Seher-Tawy le miró burlón.
—Parece que ese nombre te ha soltado la lengua, no hay duda de que lo conoces bien —dijo el juez.
—El muchacho está al margen de esto —exclamó Shepsenuré con evidente exasperación—. Él no ha cometido ningún crimen.
—Me gustaría creerte, pero desgraciadamente no son ésos nuestros informes —replicó Seher-Tawy mientras chasqueaba sus dedos hacia uno de sus ayudantes.
Éste le entregó un papiro que el juez desenrolló con parsimonia.
—Veamos —prosiguió éste con una voz que parecía carente de todo sentimiento—. Según consta en las pesquisas, el tal Nemenhat se ha dedicado a vender parte del botín indiscriminadamente, despreciando, aún más si cabe, el significado que todos esos sagrados objetos tienen para nosotros. ¡Figúrate, un escarabajo sagrado en manos de un comerciante de vinos chipriota! Inconcebible.
—Te repito que él es inocente. Mi hijo trabaja honradamente en las oficinas de Hiram —saltó Shepsenuré furibundo.
—¿Tu hijo? Ah sí, casi lo olvidaba. Entiendo tu postura pues no hay nada como el amor paterno, pero las pruebas son tan abrumadoras que, qué quieres, se me hace difícil creerte.
Shepsenuré volvió a forcejear en vano.
—Alguna de las piezas que vendió —prosiguió el magistrado— forman parte del mismo ajuar funerario al que pertenecen varias de las joyas que llevabas contigo la otra noche. Comprenderás que tanta casualidad es inconcebible, sobre todo cuando estamos hablando de objetos con casi mil quinientos años de antigüedad. Como te decía, él es parte directa del crimen que habéis cometido y, obviamente, será castigado por ello.
Shepsenuré no pudo evitar un gruñido de desesperación.
—Je, je, je —rió Seher-Tawy—. Sé razonable Shepsenuré; firma la confesión y acabemos con esto de una vez.
—No declararé en contra de mi propio hijo —gritó con rabia—. No seré yo quien te ayude a detenerle.
—No te necesito para eso —contestó el juez con suavidad—. Él ya está detenido.
Shepsenuré sintió entonces que toda la sangre se agolpaba súbitamente justo detrás de sus ojos, velándole por completo la razón. Los lamentos anteriores se volvieron bramidos, y revolviéndose como una fiera enjaulada intentó desembarazarse de sus captores.
—Debes cooperar, Shepsenuré; sé juicioso. Tu hijo y el tal Hiram son cómplices flagrantes…
—Hiram es un honrado e influyente comerciante de esta ciudad; nadie creerá que se dedica a vender objetos robados —replicó Shepsenuré.
—¿Honrado? Es mucho más listo que vosotros, pues anoche mismo desapareció. Seguramente abandonó Menfis en alguno de los barcos que se dirigían al Gran Verde.
Shepsenuré bajó la cabeza apesadumbrado.
—Firma la confesión y terminemos con esto.
—No tengo nada que decir —dijo levantando la cabeza y mirando al juez con rabia contenida—. No será mi mano la que denuncie a su propio hijo.
—Sabía que dirías eso —intervino de nuevo Seher-Tawy con su imperturbable tono—. Pero no te preocupes, dispongo de los medios adecuados para que lo hagas; todo está preparado.
Hizo una señal a los guardias y al instante éstos abandonaron la sala llevando a Shepsenuré casi a rastras.
—Yo te maldigo. Maldita sea tu simiente por veinte generaciones —se oyó decir al reo mientras salía.
Inmutable, Seher-Tawy hizo un gesto al escriba.
—Que le den
badjana, nadjana o manini
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, según convenga.
Al recibir el primer bastonazo, Shepsenuré supo que iba a morir. Fue tal el golpe que recibió en la espalda, que de inmediato sintió como sus pulmones se quedaban sin aire, y su cuerpo pareció partirse en dos. El siguiente le golpeó en las piernas haciéndole perder el equilibrio, derribándole al frío suelo de la mazmorra. Acto seguido, una lluvia de golpes cayó sobre él con una furia tal, que ni la misma Sejmet lo hubiera superado, obligando al egipcio a llevarse las manos a la cabeza para protegerse de la brutal tunda que estaba recibiendo.
Al cabo de unos instantes, imposibles de precisar para él, la paliza se detuvo, y en la pesada atmósfera de aquel sótano se fundieron sus lastimeros quejidos y las entrecortadas respiraciones de sus verdugos, que se reponían del esfuerzo.
Vio cómo un papiro y un cálamo aparecían junto a él pobremente iluminados por la fantasmagórica luz que había en la celda, y oyó la voz gangosa del escriba invitándole a firmar.
—Firma aquí.
El volvió la cabeza con desprecio hacia el otro lado, y enseguida sintió como los palos volvían a caer, esta vez sobre sus pies.
Hizo un acto reflejo para cubrírselos con las manos, pero enseguida recibió un bastonazo en la cabeza que le llevó a esconderla de nuevo entre sus brazos mientras aullaba de dolor.
Cuando de nuevo cesó el apaleamiento, Shepsenuré apenas sentía sus pies. Los movía imperceptiblemente, sin saber siquiera que lo hacía; con una especie de temblor que no era capaz de controlar. Debía tener tantos huesos rotos, que le hubiera sido imposible el darse la vuelta en el suelo. Ya sólo tenía fuerzas para respirar, y al hacerlo, sentía un dolor agudo en sus pulmones que le hacía padecer un terrible sufrimiento.
Notó un líquido espeso en su boca y, al abrirla, expulsó una bocanada de sangre. Aquello le hizo toser y aumentó el insoportable dolor que sufría.
Su vista, ya nublada, creyó ver de nuevo el papiro y el cálamo, y sus oídos parecieron escuchar la voz del escriba.
—Es una mera formalidad; firma.
Sus ojos se cerraron mientras se concentraba en seguir respirando a duras penas.
Otra vez Sejmet pareció desatar su proverbial enojo inmisericorde contra él. ¿Sería quizá debido al sacrilegio cometido en la tumba de los servidores de su esposo el divino Ptah?
Mientras los bastonazos le quebraban el cuerpo, pensó que aquellos nombres continuaban sin significar nada para él. No era la ira de Sejmet, sino la venganza de Ankh la que le apaleaba. Cuán tétrico se presentaba el final de su azarosa vida.
La imagen de Nemenhat le vino repentinamente llenando su corazón de zozobra. ¿Qué sería de él? ¿Correría su misma suerte?
Tuvo un instante de lucidez y se convenció de que Ankh no se atrevería a acabar con él, y que quizá le castigaran trabajando en las minas del Sinaí. Pero la esperanza le duró muy poco y enseguida pensó que Ankh podría hacer lo que quisiera. Esto le aumentó el sufrimiento; su hijo, su bien más preciado…
Entró en una semiinconsciencia en la que ya no notaba los golpes. Era cada vez más placentera e invitaba a abandonarse en ella. Shepsenuré percibió cómo se liberaba de un invisible lastre ayudándole a experimentar una extraña sensación de bienestar, en la que creyó ver en un solo instante, todos sus días pasados en el país de Kemet; Kemet, la Tierra Negra, la elegida de los dioses. Por fin se acercaba el momento de saber si éstos le pedirían rendir cuentas.
Seneb, su viejo amigo, la persona más honrada que había conocido; por su amistad, su vida había valido la pena, qué lástima que todo lo hubiera estropeado al final. Pero quizás el viejo embalsamador tuviera razón cuando decía que todo estaba escrito y que los dioses manejan los hilos de nuestro destino con sus invisibles dedos.
Men-Nefer; la visión más hermosa que sus ojos nunca vieron. Ella formaba parte trascendental de aquel drama y sin embargo, no sentía ningún rencor hacia ella. Men-Nefer le había ofrecido los más felices momentos de su existencia, aun cuando fueran efímeros; y también le había conducido de la mano hacia su inminente final. No le importaba, pues no todos los hombres tienen la oportunidad de haber amado a una diosa.
Uno de los bastones le golpeó en la cabeza, aunque no sintió dolor y, de repente, todo él se llenó de luz; la luz más pura que sus ojos nunca hubieran visto, y dentro de ella, una figura que se le acercaba brillando como una estrella refulgente en la noche.
Shepsenuré fue a su encuentro, y al aproximarse reconoció a Heriamon, la esposa que había perdido hacía tanto tiempo. Lucía hermosa y resplandeciente como en los días de su juventud. Se quedaron frente a frente unos instantes y ella le sonrió ofreciéndole su mano. Shepsenuré la cogió gozoso y al momento sintió que el contacto con aquella mano le redimía por completo llenándole de una felicidad como nunca había sentido. Luego, cogidos de la mano, caminaron hacia aquella luz hasta que al fin desaparecieron.
El cuerpo sin vida de Shepsenuré fue llevado hasta la necrópolis de Saqqara donde, arrojado sobre la arena, quedó abandonado a merced de los chacales que merodeaban por allí y que a buen seguro darían cuenta de él.
En cuanto a la confesión de culpabilidad, el escriba mismo la firmó; en realidad, daba igual, pues Shepsenuré no sabía escribir.
A Nemenhat le dolía terriblemente la cabeza, sentía náuseas, y tenía restos de sangre seca que le cubrían parte de la cara. Sentado en el suelo del gran patio con los brazos rodeándose las rodillas, esperaba su turno en la larga fila para que el sesh neferw, el escriba de los reclutas, tomara sus datos y le asignara la unidad a la que se incorporaría.
Su ánimo se encontraba sumido en el más profundo de los abismos; estaba desorientado y además era incapaz de poner un rayo de luz en la confusión que le embargaba.
De la noche a la mañana, toda su existencia se había hundido en el caos. Sin noticias de lo que le hubiera podido pasar a su padre, ni a su esposa y su familia, su mundo simplemente no existía. Sólo recordaba cómo en la atropellada búsqueda de su padre alguien le golpeó en la cabeza; y por el dolor que sentía, bien hubiera podido ser la coz de alguna acémila.
Al despertar, se hallaba ya en aquel patio del Cuartel General de Menfis, junto con cientos de hombres que, como él, habían sido traídos como escoria. Toda una mañana soportando los demoledores efectos del sol menfita sin más sombra que la que su cuerpo proyectaba.
Sin embargo, la larga espera le ayudó a tomar conciencia de cuál era su situación y lo que le esperaba.
—Estamos listos, compañero —le dijo el hombre situado detrás de él—, la mayoría seremos enviados a la división Sutejh como combatientes de primera línea. Maldita sea mi carne.