El ladrón de tumbas (53 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Él, sin ir más lejos, estaba adscrito al Gran Tribunal de Justicia para el Bajo Egipto, con sede en Heliópolis
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, que le había conferido competencias en los Tribunales de Justicia locales.

Era, como se dijo antes, muy riguroso en los procesos y ostentaba la hazaña, por todos conocida, de ser el magistrado que más orejas y narices había mandado cortar en Menfis.

Los tres se habían reunido aquella tarde para tratar un asunto que les atañía directamente y que era necesario resolver.

—Me prometiste proporcionarme una muchacha y todavía no veo que vayas a cumplirlo —dijo Irsw recriminatorio.

—Debo reconocer que cuando te obsesionas por algo me agotas —respondió Ankh moviendo una mano con fastidio.

—Bueno, ya sabes que la paciencia no se encuentra entre mis virtudes.

—Ni la templanza.

Irsw rió con ganas.

—En eso he de darte la razón, pienso disfrutar de mis apetitos tanto como pueda.

Ankh sonrió suavemente ante el cinismo del sirio.

—No es mi deseo cambiarte esos hábitos; pero respecto a la muchacha deberás resignarte, al menos durante unos días.

—¿He oído bien? —replicó Irsw poniendo una mano junto a su oreja para escuchar mejor—. ¿Has dichos días?

—Así es. Puede que antes de lo que te piensas. Digamos que será mi presente por el éxito de esta operación. La trampa ya está lista para ser cerrada sobre una presa que debe ser cobrada de inmediato.

—Nunca dejas de sorprenderme, Ankh; eres implacable. Seher-Tawy debería considerar la posibilidad de utilizar tus servicios —continuó con su natural ironía.

El juez le miró con su habitual gesto agrio e ignoró el comentario.

—Aunque debo reconocer —prosiguió el sirio— que en esta ocasión alabo tu diligencia para acabar con esto cuanto antes.

—No sería justo vanagloriarme yo solo por ello. Todos sabemos muy bien quién ha sido el artífice del plan; incluso tú mismo te encargaste de acercar el cebo.

Irsw rió reservadamente.

—Al final todo salió tal como habíamos planeado —dijo Ankh—, y a la postre, cometió un descuido.

—Ya te dije que eso ocurriría —exclamó Irsw riendo—. Esa mujer les vuelve locos. A veces me pregunto si no será en realidad de otro mundo.

El escriba le miró enigmáticamente antes de proseguir.

—Sabemos dónde guarda el botín de sus robos.

Irsw puso un gesto de sorpresa.

—Es más listo de lo que imaginábamos —continuó el escriba—. Lo ha tenido escondido durante todos estos años justo delante de nuestras narices. Nunca hubiéramos dado con el lugar si él no nos hubiera llevado. Eso fue lo que ocurrió hace un par de noches, cuando uno de mis hombres logró al fin seguirle sin ser visto.

—¿Y dónde es? —preguntó Irsw.

—En un pozo olvidado cercano a la vieja pirámide de Sekemjet. Os sorprenderíais si supierais la cantidad de alhajas que tenía allí guardadas.

Hubo un breve silencio antes de que Ankh continuara.

—Este hombre escondía no sólo la parte que le correspondió en el expolio de las viejas tumbas de los sacerdotes; también tenía cientos de objetos producto de sus antiguos robos en Ijtawy. Hay una considerable fortuna en ese pozo que, evidentemente, debe pasar a manos más apropiadas.

—Un paria dilapidando semejante tesoro, ¡qué blasfemia! —exclamó Seher-Tawy abriendo la boca por primera vez.

—Un tesoro que debe regresar a los dominios del divino Ptah al que por derecho pertenece, y donde será debidamente empleado.

Irsw soltó una de sus habituales risitas.

—Indudablemente —prosiguió Ankh sin hacer caso—, el templo no olvidará la inestimable ayuda recibida para la ocasión de dos conspicuos ciudadanos como vosotros; de tal suerte, que dará una generosa recompensa a tan insignes vecinos.

—¿Cómo de generosa? —preguntó Irsw distraídamente.

—Lo suficiente como para satisfacerte —contestó el escriba con cierta frialdad.

—¿Y cuándo piensas actuar?

—Todo está dispuesto. Esta misma noche ese hombre será detenido. Seher-Tawy se hará cargo de él sin dilación, ¿no es así? —inquirió Ankh.

—Me ocuparé de su interrogatorio personalmente —dijo el juez.

—Recuerda que no es conveniente que hable demasiado.

—No te preocupes por eso; no tendrá oportunidad de comprometer a nadie —dijo Seher-Tawy con un tono que a Ankh le pareció gélido.

—¿Qué harás con el muchacho? —preguntó Irsw.

—Je, je. Todo está preparado también para él. Deberá hacer frente a un destino que sin duda ignora.

—Lo tienes todo pensado.

—Todo se ejecutará con arreglo a la ley —continuó el escriba mirando a Seher-Tawy—. Mañana mismo, la compañía de Hiram sufrirá una nueva inspección en la que uno de los funcionarios hallará una joya comprometedora que, obviamente, él mismo habrá puesto y por la que el fenicio tendrá que responder. El juez se ocupará de él con la rectitud y severidad que le caracterizan, cerrando su empresa y confiscando sus bienes. Hiram será sometido a juicio sumarísimo. Podría decirse que éste es otro presente que te ofrecemos, Irsw. Te librarás de un colega, cuya considerable cuota podrás absorber. Mañana serás todavía más rico.

—Hiram tiene buenos contactos cerca del visir y…

—Hiram no tendrá tiempo de mover ningún hilo —cortó Ankh—. No hay posibilidad de defensa para él.

—Ya veo —musitó el sirio mientras miraba pícaramente a su amigo.

—En cuanto a ti, Seher-Tawy, tu prestigio, al ver desarticulada tan vil trama, subirá a los ojos de todos los notables de Menfis. El propio templo de Ptah estará tan orgulloso de ti, que te propondrá ante el Alto Tribunal de Justicia de Heliópolis para que entres a formar parte de tan elevado organismo, a las órdenes directas del visir.

Irsw aplaudió el final de la alocución.

—Espero gozar siempre de tu amistad, Ankh; te prometo mi devoción —dijo Irsw con sorna.

—Eso espero, pues necesito de tu influencia para la consecución del alto objetivo que pretendo —le contestó con la mirada más fría de que fue capaz—. Recuerda que una vez iniciada la partida, ésta debe jugarse hasta el final.

Dicho esto, Ankh y Seher-Tawy se levantaron de sus asientos y se despidieron de Irsw agradeciéndole su hospitalidad. Faltaba poco para el crepúsculo, y aquella noche tenían mucho por hacer.

Hiram recorría febrilmente cada rincón de su oficina recogiendo objetos y documentos, e introduciéndolos en bolsas. No podía ocultar su ansiedad, por lo que el suelo se hallaba cubierto por papiros y legajos que él mismo había desechado. De vez en cuando acudía a su ventana y se asomaba durante unos instantes inspeccionando la calle. Luego regresaba de nuevo a su tarea revolviendo estanterías y cajones.

La puerta se abrió de improviso y apareció Nemenhat. El fenicio le miró un momento, pero continuó con su faena.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nemenhat observando todo aquel revuelo.

—Parece que los dioses han decidido despojarnos de sus venturas —dijo el fenicio mientras seguía buscando por todos lados—. Una gran amenaza se cierne sobre nosotros.

—¿Amenaza? No comprendo. Sería mejor que te calmaras y me explicaras qué está ocurriendo.

—¿Calmarme? Muchacho, estoy tan sereno que no pienso perder ni un solo instante, y tú deberías hacer lo mismo. Durante mi vida he naufragado lo suficiente como para saber cuándo he de abandonar un barco, y te aseguro que éste está a punto de hundirse.

—¿Abandonas la empresa?

—Los dos la abandonamos —contestó Hiram mientras paraba un poco en su febril rastreo—. En realidad no sé cómo no me he dado cuenta antes, debe ser que la soberbia es capaz de nublar las entendederas a los hombres más sabios. A veces creemos poseer un poder que nos hace inmunes a los peligros que siempre nos acechan, y no es así. La soberbia es mala compañera.

Nemenhat se recostó en la pared y cruzó sus brazos mientras le observaba.

—¿Recuerdas que te dije que había iniciado algunas averiguaciones a raíz de los registros que sufrimos? —preguntó el fenicio mientras volvía a revolver de nuevo.

—Sí.

—Pues las pesquisas han dado resultado, y te aseguro que éste no es halagüeño.

—Eres un hombre con muchas influencias, no creo que el inspector jefe de aduanas, tenga poder para hacerte abandonar tu empresa así.

—¿El inspector jefe? Ja, ja, ja. No sabes lo que dices; jamás se atrevería a hacer algo semejante. Él sólo se limita a sellar la orden de registro y nada más. Hay alguien tras él que ha urdido todo esto.

—¿Y supongo que sabrás quién es?

—Claro que lo sé —dijo Hiram deteniéndose de nuevo un instante mientras volvía su cabeza hacia él—. Nada menos que el templo de Ptah; un tal Ankh es quien parece manejar los hilos de este asunto.

—¿Ankh?

—Sí, ¿lo conoces?

Nemenhat no pudo ocultar su sobresalto y miró a Hiram con el rostro demudado.

—Sí, le conozco. Será mejor que te sientes, pues debo contarte una historia.

Nemenhat le contó todo lo que, con anterioridad, no se había atrevido. Cómo su padre conoció al escriba en una taberna de Ijtawy y de qué forma, directa o indirectamente, éste había entrado a formar parte de sus vidas. Le habló, por supuesto, de la sórdida existencia que habían llevado y de cómo Ankh había sacado provecho de ella. Cuando el joven terminó su relato, los ojos de Hiram eran como dos ascuas.

—Quizá debí contarte todo esto con anterioridad, pero debes comprender lo delicado que era este asunto. Además hace ya mucho tiempo que dejamos esa vida —se apresuró a decir el joven.

—¿Delicado dices? —intervino el fenicio aguantando a duras penas su rabia—. Ahora es cuando la situación es delicada. Si me hubieras hablado de ello antes, nada de esto habría ocurrido. Hubiéramos obrado con prontitud y ahora estaríamos a salvo; pero ya no hay tiempo. Nos imputarán el haber comerciado con las joyas, ¿sabes lo que ello significa?

Hubo unos momentos de silencio en los que ambos se miraron.

—Nunca debí haber entrado en semejante juego —prosiguió el fenicio.

Nemenhat bajó la cabeza apesadumbrado.

—Lo han llevado todo con sigilo —continuó Hiram— porque no les interesaba hacer un caso público con esto. Ellos desean recuperar las alhajas y después se desembarazarán de nosotros. ¿No pensarás que dejarán que cuentes en público lo que ocurrió? Lo tienen bien planeado. ¿Sabes quién instruirá la causa?

—No.

—Pues no es otro que Seher-Tawy. ¿Has oído hablar de él?

El egipcio negó con la cabeza.

—En la judicatura le conocen como «el carnicero», porque no hay ningún juez en el país que haya ordenado cortar mayor número de orejas y narices que él. Así que, si tienes apego a las tuyas, conviene que espabiles.

—¿Tú que vas a hacer?

—Irme de Menfis lo antes posible. Esta noche sale una nave para Biblos y pienso embarcarme en ella. Esto está perdido.

Nemenhat se sentó en una de las sillas desolado.

El fenicio, que le miraba de reojo, se acercó y se sentó junto a él.

—Escucha —dijo poniendo una mano sobre su hombro—. Ocurre que, en ocasiones, hacemos las cosas con nuestra mejor voluntad y sin embargo, éstas se nos acaban escapando como el agua entre los dedos. El destino es tan frágil, que cualquier decisión por simple que parezca puede cambiarlo por completo. No te apenes más; debemos afrontar lo inevitable para poder regresar al camino de nuevo. Gracias a este oscuro asunto te conocí, y he de confesarte que ello ha significado una alegría para mi corazón. Este viejo te quiere como al hijo que nunca tuvo.

Nemenhat le miró con los ojos velados por unas lágrimas que se resistían a salir, y se abrazó con el fenicio como si en verdad se tratara de su propio padre.

—Ahora debes obrar con presteza —dijo Hiram al separarse—, pues tu familia corre un grave peligro. Ve en busca de los tuyos; coged lo imprescindible y volved aquí. Tráelos a la fuerza si es necesario; os estaré esperando en el muelle a bordo de un barco de nombre
Cabires.
Todo está dispuesto; el capitán nos sacará de la ciudad esta misma noche.

Nemenhat se incorporó, todavía confundido por la gravedad de cuanto Hiram le había dicho, y enseguida pensó en su mujer y en su padre. Su padre… él sí que corría el mayor de los peligros; tenía que encontrarle de inmediato, antes de que fuera demasiado tarde.

—No pierdas un instante Nemenhat; y recuerda que os estaré esperando. Mas si no llegáis antes de que se anuncie el alba, tendré que partir sin vosotros.

—Gracias, Hiram —dijo el joven luchando otra vez con sus lágrimas mientras le volvía a abrazar.

Nunca le costaría al joven separarse tanto de un abrazo como en aquella ocasión. Sentía su corazón abrumado por infinidad de emociones imposibles de dominar, que le hacían continuar estrechando al hombre que, en cierto modo, había dado sentido a su insólita existencia.

Cuando por fin logró zafarse de él, fue incapaz de mirarle de nuevo a la cara. Ni una sola palabra pudieron pronunciar sus labios, simplemente porque no podía articular ninguna. Sólo tuvo fuerzas para darle la espalda y salir de la habitación apresuradamente.

Una vez en la calle, aligeró el paso sorteando las mercancías que, como de costumbre, se apiñaban en la dársena listas para ser embarcadas. Los muelles eran un hervidero aquella tarde. Por todas partes se veían a los trabajadores afanarse en su rutinaria tarea cubiertos de sudor, después de un día de duro trabajo. Asimismo, numerosos grupos de soldados confluían desde todos los puntos de la ciudad, marchando hacia los cuarteles situados en las afueras de ésta. El río también era testigo de la afluencia de miles de soldados que, desde el sur, arribaban en naves de transporte. Y en la calle, ese ambiente de inquietud similar al vivido apenas hacía tres años, que Nemenhat tan bien conocía.

Era extraño; Egipto estaba preparándose de nuevo para la guerra y, sin embargo, el joven apenas tenía conciencia de lo que se avecinaba. Los últimos acontecimientos le habían hecho perder la noción de cuanto le rodeaba, confundiéndole hasta el extremo de que sólo era capaz de pensar en el peligro al que estaban expuestos los suyos.

Mientras se dirigía a buen paso, calle arriba, a casa de su padre, trataba de poner un poco de orden dentro de toda aquella confusión. Las consecuencias del asunto se le escapaban, aunque era capaz de adivinar que serían, cuando menos, nefastas.

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