El ladrón de tumbas (35 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Al llegar a él, Nemenhat se irguió con cuidado permaneciendo un momento inmóvil. De inmediato volvió a poner a prueba sus sentidos en un intento por adivinar cuanto allí ocurriera. El hecho de que pudiera haber serpientes dentro le hacía extremar las precauciones, pues de sobra conocía la afición que tenían las cobras a anidar en estos lugares.

Mas lo único que escuchó fue su corazón bombeando con más rapidez que de costumbre; lo notaba impetuoso, agitado por la emoción ante lo desconocido.

Avanzó muy despacio, elevando un poco su lámpara con suavidad para que la llama no se apagara e iluminando el corredor en rededor.

Lo que allí vio, dejó a Nemenhat estupefacto. Paredes repletas de jeroglíficos dispuestos en hileras y separados por líneas verticales desde el suelo hasta el techo. Todos estaban pintados de azul y teman una perfección de formas como nunca había visto
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. Las paredes se hallaban llenas de ellos hasta donde la luz le permitía ver.

Pasados unos instantes, la sorpresa dio paso a la curiosidad y acercándose a ellos, no pudo reprimir el poner la yema de sus dedos sobre la escritura sagrada. Los notó fríos como la piedra donde se hallaban inscritos, mas al deslizar sus dedos por tan delicados símbolos, creyó que éstos le quemaban y retiró la mano incómodo.

Continuó adentrándose en el corredor contemplando ensimismado aquellas paredes rebosantes de jeroglíficos; buitres, ibis, lechuzas, lazos, manos, discos solares… advertían del poder abrumador de quien mandó inscribirlos. Y por todas partes un cartucho, en cuyo interior se hallaban grabados un conejo, el símbolo del agua, una pluma y un dibujo que vulgarmente decían simbolizaba la ropa tendida. Aunque Nemenhat no pudiera traducir los jeroglíficos, sí conocía el significado del cartucho. Sabía que dentro de éste se encerraba el nombre de un faraón por lo que, como la pirámide pertenecía a Unas, dedujo que aquélla era la forma en la que se escribía su nombre.

—Inscrito para la eternidad —susurró Nemenhat—. Todos buscan lo mismo, perpetuar su poder junto a los dioses.

Prosiguió por el pasadizo y súbitamente se encontró con los restos de lo que en su día debió ser una compuerta. Nemenhat la examinó con atención. Era de granito y en su momento bloqueaba el paso en aquel pasadizo. El joven siguió andando y se topó con lo que quedaba de otro bloque igual al anterior.

—¡Dos bloques! —se dijo.

Mas su sorpresa no tuvo límites cuando, más adelante, comprobó las marcas inequívocas de una tercera compuerta en las paredes. ¡Tres sillares taponando la entrada a la antecámara de la tumba como un rastrillo de granito!

Nemenhat no había visto nunca nada igual. ¡Tres puertas de piedra para salvaguardar al faraón y su tesoro!

Se quedó impresionado pensando en la habilidad de sus colegas siglos atrás para atravesarlas y enseguida rió quedamente.

—Ni todas las piedras de Asuán hubieran podido evitar que entraran —se dijo en silencio.

Más allá, el corredor continuaba con sus paredes inscritas de arriba abajo hasta desembocar en una pequeña habitación; la antecámara. Nemenhat la iluminó lo mejor que pudo y vio cómo las paredes cubiertas de símbolos se unían en un techo a dos aguas de un intenso azul repleto de estrellas. Todo él se encontraba estrellado como si el universo entero gravitara sobre la sala.

—Fantástico, increíble —musitaba Nemenhat mientras caminaba hacia la derecha sin quitar la vista de aquella bóveda.

Enseguida se encontró con otra cámara igual de estrecha que la anterior, aunque más alargada, con el mismo cielo repleto de estrellas y en la que se hallaba el sarcófago del faraón.

Nemenhat dio la vuelta sobre sí mismo en busca de algún objeto; pero la sala parecía vacía. De los inmensos tesoros que debieron de llenarla en su día, ya nada quedaba.

Se aproximó despacio hacia el sarcófago mientras observaba de nuevo el techo; no había duda que Unas había dibujado allí su firmamento para la eternidad.

El ataúd era de basalto tallado en una sola pieza y ocupaba toda la anchura de la sala. Estaba situado junto a la pared posterior y tenía la tapa quitada. Al avanzar hacia él, Nemenhat vio el recipiente que contenía los vasos canopos en el suelo, a la izquierda, justo a los pies del féretro. Era lo único que había en la estrecha habitación, además del augusto sepulcro; y de nuevo no pudo sino imaginar el aspecto que debió de tener aquella sala con todo el ajuar funerario dentro.

Se asomó con curiosidad al interior del sarcófago, comprobando que estaba tan vacío como lo demás; después volvió a iluminar la sala y advirtió que la pared posterior, tan próxima al ataúd, era de alabastro y que en ella los azules jeroglíficos parecían haber sido grabados por celestiales manos.

—¡Soberbios! —se dijo el muchacho a la vez que comprobaba cómo en dicha pared se había dispuesto una falsa puerta.

Arrobado por aquellas imágenes, elevó su brazo cuanto pudo parar alumbrar de nuevo el techo; y otra vez el cielo azul de una noche desbordante de doradas estrellas se exhibió sobre él haciéndole sentir insignificante. ¡Cuánta fuerza en una sala tan pequeña!

Nemenhat era capaz de sentirla. Cómo estaba presente en el aire que le rodeaba, que notaba pesado y con un olor extraño.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y percibió por un momento un leve hormigueo de sus manos; ¿sería el poder de Unas?

Aquel dios ostentó el poder absoluto sobre las tierras de Egipto cuando las gobernó, y ahora su
ba
parecía el encargado de transmitirlo a su tumba desde la nueva morada de Unas, allá en algún lejano lugar en las estrellas.

Sobrecogido, Nemenhat se pasó una mano por la frente y la notó llena de sudor; en realidad todo su cuerpo sudaba como en los tórridos días de verano.

El muchacho inspiró con fuerza varias veces y creyó que el aire le faltaba; así que, muy despacio, encaminó sus pasos hacia la antecámara abandonando la cámara mortuoria. Se sentó un momento en el suelo de piedra intentando robarle el oxígeno a la oscuridad.

Dando pausadas bocanadas, estabilizó su respiración al poco tiempo; mas de nuevo comenzó a sentir aquel hormigueo en las manos que tanto le había desasosegado anteriormente.

Se encontraba justo debajo del vértice de la pirámide, en el mismo centro geométrico de una figura, concebida como una escalera por la que el faraón se uniría a los dioses estelares.

Volvió a mover despacio su lamparilla y reparó en una pequeña entrada justo al otro lado de la antecámara. Encorvado, se introdujo por ella y accedió a una nueva sala con tres pequeñas capillas que parecían nichos en los que, seguramente, debieron hallarse estatuas del
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del faraón.

Retrocedió de nuevo a la antecámara sintiendo cómo sus pulmones le demandaban un aire que no existía, y cómo sus ojos buscaban el corredor que le conduciría a la salida. Apoyándose sobre una de las sagradas paredes y con una temblorosa y pálida llama, se dispuso a desandar el camino. Justo entonces, en el suelo, entre unos escombros de los que no se había percatado con anterioridad, creyó ver algo. Se aproximó titubeante sintiendo cómo sus párpados se abrían y cerraban cada vez más lentamente, y la luz se hacía más tenue. La acercó con cuidado, y al inclinarse sobre los cascotes, Nemenhat creyó que la sangre abandonaba su corazón y quedaba sin entendimiento. ¡Allí, entre aquellos escombros, había un brazo!

El muchacho retrocedió un momento impresionado, pero enseguida se aproximó de nuevo. Sí, era un brazo y al lado se encontraba también una mano. ¡El brazo y la mano izquierda de Unas!, y se encontraban tan bien conservados, que parecían recién amputados. Nemenhat los contempló con los ojos desmesuradamente abiertos intentando explicarse qué diablos hacían un brazo y una mano de Unas entre los escombros; aunque enseguida se imaginó los ultrajes a los que podía haber estado sometida aquella tumba. Mas aquello no era todo, había algo más entre las piedras y de nuevo las alumbró con mano vacilante. Entonces Nemenhat no pudo reprimir un ahogado grito de horror, pues entre aquellos restos se encontraba parte de un esqueleto humano con fragmentos de piel y vello.

Asustado, el joven dio un traspiés al retirarse y cayó sobre el duro piso de piedra perdiendo su lamparilla que se apagó.

Lamentándose por su estupidez, extendió ambos brazos moviéndolos frenéticamente en busca del candil, pero no lo encontró.

Permaneció entonces sin moverse durante un tiempo que no pudo precisar; respirando lo más pausadamente posible mientras intentaba reponerse. Pero de nuevo tuvo la sensación de que la pirámide trataba de engullirle en su oscuridad. Aquellos jeroglíficos, que por todas partes invocaban a los dioses, parecieron fijarse en él y… Nemenhat sintió un extraño escalofrío. Era algo nuevo que desconocía, pero que bien pudiera llamarse superstición; se sintió confuso. Debía salir de allí enseguida.

Cuan insignificantes se sienten los hombres cuando traspasan los límites de lo desconocido y se adentran en espacios que sólo son propicios a los dioses; en los que la vileza es señalada con el dedo acusador de una justicia divina, infalible e inexorable, para la que ni el arrepentimiento atenuará su demoledora sentencia.

Tales sentimientos padecía Nemenhat mientras que, con su cara pegada al suelo, trataba de sobreponerse a la impresión. Cuando la razón por fin volvió a él, su pragmática mente trató de situar la dirección a seguir ordenando sus actos.

Se incorporó lentamente pegando su espalda a la pared más próxima a sabiendas que los escombros se hallaban enfrente.

«Tan sólo tengo que ir hacia la derecha sin perder su referencia y seguir por el corredor que me llevará a la salida», pensó con lucidez.

Seguir la pared. Eso fue lo que hizo; seguirla en medio de la más absoluta oscuridad mientras su mano derecha rozaba los signos inscritos en ella. La fricción hizo que, de nuevo, creyera que aquellos símbolos le quemaban; y otra vez esa extraña desazón incomprensible para él que le hacía creer oír extrañas voces que cada vez llegaban más nítidas y a la vez inconexas.

A la mitad del corredor tuvo que detenerse un instante, tapándose los oídos con ambas manos, en un intento de alejar aquellos sonidos cada vez más cercanos. Pero fue inútil, pues parecían venir de su interior sonando tan fuertes como martillazos de cantero y tan claros, que su corazón los escuchaba desconcertado.

«Las bóvedas se estremecen, tiemblan los huesos del dios-tierra. Los planetas se quedan quietos cuando ven que Unas aparece en gloria, poderoso
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—No es posible —se decía Nemenhat mientras presionaba con fuerza sus oídos—. Es un delirio de mi corazón el que me hace escuchar estas frases.

Apretó las mandíbulas con determinación y siguió andando a ciegas con paso vacilante. Tropezó varias veces con ambas paredes, haciéndole comprender que iba caminando de lado a lado del pasillo. Hubo un momento en el que parecía haber perdido la noción del tiempo, pues creyó que llevaba deambulando allí toda una eternidad. Mas, de cuando en cuando, la luz de la razón le iluminaba ayudándole a situarse de nuevo en el camino correcto. Esto fue lo que pensó al tocar los restos de los bloques de granito que un día bloquearan el pasadizo.

«Ya queda poco», pensó.

Sin embargo, aquellas extrañas voces surgieron de nuevo como por ensalmo, profundas e imparables.

«Será él quien juzgue en compañía de Aquél cuyo nombre está oculto
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Juicios, veredictos, sentencias por acciones que el hombre, a veces, comete por sobrevivir y que le condenarán a los infiernos para siempre. Fue el peor de los momentos, pues creyó que algún súcubo o demonio impediría que saliera de allí.

Mas al cabo pareció que el aire se hacía más fresco y Nemenhat sintió cómo su consciencia se aclaraba. Extendió los brazos para evitar golpearse con la pared de la pequeña puerta que daba acceso a la rampa, hasta que por fin llegó al final del pasadizo y se inclinó para poder ascender por la pendiente.

Sus manos se apoyaron firmemente a ambos lados para poder trepar mejor, cuando otra vez las voces llegaron a él como una amenazadora despedida.

«Unas es un gran Poder que prevalece entre los Poderes. Unas es la imagen sagrada, la más sagrada de todas las imágenes del Gran Dios.»

«A aquél a quien se encuentra en su camino, lo devora trozo a trozo.»

Horrorizado, Nemenhat sacó fuerzas de donde ignoraba y subió aquel desnivel con una agilidad que a él mismo sorprendió.

Por fin el aire fresco salió a recibirle, antes incluso de que su cuerpo estuviera fuera. Luego el cielo azul oscuro rebosante de estrellas y los murmullos de la noche le acogieron compasivos. Quedó tumbado en la arena henchidos sus pulmones del aire frío de la noche del desierto, contemplando allá arriba aquellas estrellas; luces imperecederas en las que se habían convertido las ánimas de los mortales al abandonar este mundo. Allí estaría Unas, que sin duda le observaría con ánimo enfurecido por osar entrar en su sagrada pirámide, clamando venganza ante los dioses y pidiéndoles para él el peor de los castigos.

Mas el aire exterior había aclarado por completo el entendimiento del muchacho que escupió la saliva que, casi seca, se le había adherido a la garganta.

Unas, como el resto de reyes dioses de su tierra, poco significaba para él, y quién sabe si incluso puede que fuera el más pecador de entre los hombres y ni él mismo lo supiera.

Los chacales aullaron muy próximos obligándole a mirar en aquella dirección. Eran los sonidos de la necrópolis que le saludaban alborozados, como si de uno de sus hijos se tratara.

Desde su ventana, Hiram observaba los muelles. Como cada día,
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de los más diversos puntos atracaban en ellos repletos de las más variadas mercancías en espera de su descarga.

Toda la maquinaria burocrática del Estado se ponía entonces en marcha. Un escriba requería los manifiestos de carga, que eran entregados en la oficina del
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el escriba inspector superior, donde se tomaba nota de todos los datos pertinentes como: procedencia, tipo de carga, cantidad, etc. Todo quedaba registrado. Una vez realizados estos trámites, se determinaban las tasas aduaneras correspondientes y se daba autorización para proceder a la descarga del barco.

Los capataces, que estaban esperando dicha licencia, daban las órdenes oportunas para que las brigadas de obreros se pusieran a trabajar. Se desembarcaba toda la mercancía, y un escriba constataba que ésta correspondía con la contenida en el manifiesto de carga. Se pagaban los impuestos pertinentes y finalmente se transportaban los productos a los almacenes para su distribución. Ese era el procedimiento rutinario que, cada día, se ejecutaba en el puerto de Menfis a toda embarcación procedente de cualquier ciudad extranjera.

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