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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (14 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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Era una cálida tarde de comienzos de verano, y las hermanas Otori tenían orden de quedarse puertas adentro, aplicadas al estudio, hasta que el calor remitiese. Durante un rato practicaron la caligrafía con diligencia y Shigeko hizo gala de su trazo elegante y fluido. Después, el estridente canto de las cigarras y el bochorno del aire provocó que las gemelas se sintieran perezosas y somnolientas. Habían salido al exterior muy temprano, antes del amanecer, cuando el aire aún era fresco. Ahora, poco a poco, iban relajando las piernas y abandonando la pose formal en la que se sentaban para escribir. Shigeko se había dejado convencer por sus hermanas para desenrollar el pergamino con dibujos de animales y narrarles historias.

Pero daba la impresión de que hasta los relatos más interesantes contenían una moraleja. Con tono solemne, Shigeko anunció:

—Éste es el ejemplo que debemos seguir: ofrecer nuestras propias vidas en beneficio de todo ser animado.

Maya y Miki intercambiaron una mirada. Amaban sin reservas a su hermana, pero últimamente Shigeko las sermoneaba con excesiva frecuencia.

—Pues yo, sin duda, preferiría ser uno de los tigres —comentó Maya.

—¡Y yo me comería a los discípulos muertos! —añadió entonces Miki.

—Alguien tendrá que representar al ser animado —protestó Maya, notando el ceño fruncido de su hermana mayor.

Los ojos de la gemela lanzaron un enigmático destello, como en los últimos tiempos resultaba habitual. Acababa de regresar de una estancia de varias semanas en Kagemura, la aldea secreta de la familia Muto, donde había practicado y perfeccionado los poderes extraordinarios que había heredado de la Tribu. A continuación, sería el turno de Miki. Las gemelas pasaban poco tiempo en mutua compañía. No acababan de entender el motivo, pero sabían que tenía que ver con los sentimientos que su madre albergaba hacia ellas. A Kaede no le agradaba que estuvieran juntas y aborrecía el hecho de que fueran idénticas como dos gotas de agua. Por el contrario, a Shigeko siempre le habían fascinado sus hermanas; invariablemente se ponía de su parte y las protegía, incluso cuando no era capaz de distinguir a una de la otra.

A las gemelas no les gustaba separarse, pero se habían acostumbrado. Shizuka las consolaba, asegurando que la distancia reforzaría el vínculo mental que las unía. Y estaba en lo cierto. Si Maya caía enferma, Miki sucumbía a la fiebre. A veces se encontraban en sueños; apenas conseguían discernir entre lo que sucedía en aquel universo de fantasía y en el mundo real.

El mundo de los Otori les ofrecía numerosas compensaciones: Shigeko, los caballos, el hermoso y confortable ambiente que la madre de las gemelas creaba dondequiera que la familia se instalara... Pero ambas preferían la vida misteriosa de la Tribu.

Lo mejor de todo era cuando su padre acudía a la aldea secreta, a veces con ocasión de llevar a una de ellas y recoger a la otra. Pasaban juntos varios días, y las niñas le enseñaban lo que habían aprendido y las nuevas dotes que empezaban a brotar en ellas. Takeo, que en el ámbito de los Otori solía mostrarse serio y distante, en el universo de los Muto se convertía en una persona diferente, en un maestro como Kenji o Taku, y las trataba con aquella irresistible mezcla de severa disciplina, expectativas inalcanzables y afecto incondicional. Se bañaban juntos en los manantiales de agua caliente y las gemelas chapoteaban y retozaban alrededor de su padre, escurridizas como las crías de nutria, y palpaban en la piel de Takeo las cicatrices que trazaban el mapa de la vida de su progenitor. Jamás se cansaban de escuchar la historia de cada una de aquellas heridas, empezando por el terrible enfrentamiento en el que había perdido dos dedos de la mano derecha a manos de Kotaro, maestro de los Kikuta.

Ante la mención del apellido, las niñas, de manera inconsciente, acariciaban con las yemas de los dedos la línea que les cruzaba la palma de la mano y las marcaba al igual que a su padre, al igual que a Taku, como miembros de los Kikuta.

Se trataba de un símbolo de la estrecha vía por la que caminaban entre dos mundos. Reservadas por naturaleza, se entregaban con entusiasmo al artificio y el fingimiento. Sabían que su madre desaprobaba los poderes extraordinarios de sus hijas y que, por lo general, la casta de los guerreros tomaba tales dotes por brujería. Las gemelas no tardaron en darse cuenta de que aquello que podía exhibirse con orgullo en la aldea de los Muto debía mantenerse oculto en los palacios de Hagi y Yamagata; pero a veces les resultaba imposible no sucumbir a la tentación de burlar a sus preceptores, gastar bromas a su hermana mayor o castigar a alguien que les hiciera enfadar.

—Sois como era yo de niña —solía comentar Shizuka cuando Maya se escondía en una cesta de bambú y permanecía allí sin moverse durante varias horas, o cuando Miki trepaba hasta las vigas con la agilidad de un mono salvaje y, apoyada en la techumbre de paja, se hacía invisible. Shizuka casi nunca se enfadaba—. Disfrutad de vuestros juegos —aconsejaba—. Nada volverá a ser tan emocionante.

—¡Qué suerte tienes, Shizuka! Estuviste en la caída de Inuyama, y además luchaste junto a nuestro padre en la guerra.

—Y ahora él dice que no habrá más guerras en los Tres Países. Ya no podremos combatir.

—Muchos rezamos para que la paz continúe —intervino Shigeko. Las gemelas soltaron un gruñido al unísono.

—Rezad como vuestra hermana para que nunca tengáis que conocer una guerra de verdad —instó Shizuka en aquella ocasión.

Ahora, Maya volvió a sacar el tema.

—Sí no va a haber más guerras, ¿por qué se empeñan nuestros padres en que aprendamos a luchar? —preguntó. Las tres hermanas, como todos los hijos de la casta de los guerreros, se instruían en el arte de la equitación, de la espada y del arco, teniendo como maestros a Shizuka y a Sugita Hiroshi, o bien a otros importantes guerreros de los Tres Países.

—El señor Hiroshi dice que la preparación para la guerra es la mejor defensa contra ella —replicó Shigeko.

—El señor Hiroshi... —susurró Miki, dando un codazo a Maya. Ambas gemelas se echaron a reír.

Shigeko se ruborizó.

—¿Qué pasa?

—Siempre nos cuentas lo que dice el señor Hiroshi y luego te sonrojas.

—No estaba al corriente de tal circunstancia —repuso Shigeko, ocultando su azoramiento con palabras altisonantes—. En todo caso, carece de importancia. Hiroshi es uno de nuestros maestros y muy competente, por cierto. Es natural que yo haya aprendido sus consejos.

—El señor Miyoshi Gemba también es uno de nuestros maestros —argumentó Miki—. Y nunca mencionas lo que él dice.

—¡Y no hace que te sonrojes! —añadió Maya.

—Creo que deberíais aplicaros en la caligrafía. Necesitáis mucha más práctica. ¡Coged el pincel! —les indicó.

Shigeko desenrolló otro pergamino y empezó a dictar a sus hermanas. Se trataba de una de las antiguas crónicas de los Tres Países, plagada de nombres complicados y confusos acontecimientos. Shigeko había tenido que aprender esa historia con anterioridad, de modo que las gemelas también tendrían que hacerlo. Tal vez aquélla fuera la ocasión indicada. Les serviría de escarmiento por burlarse de ella y, con suerte, las disuadiría de sacar el tema otra vez. Tomó la decisión de mostrarse más cautelosa y no permitirse el necio placer de mencionar el nombre de Hiroshi. Dejaría de mirarle constantemente y, sobre todo, no volvería a ruborizarse. Por fortuna él no se encontraba en Hagi en aquel momento, pues había regresado a Maruyama para inspeccionar la entrega de la cosecha y la preparación de la ceremonia, tras la cual el dominio pasaría a la propiedad de Shigeko.

Hiroshi escribía con frecuencia en su condición de lacayo principal, pues los señores Otori querían que su hija primogénita adquiriera la máxima información sobre los territorios de su propiedad. Las cartas tenían un tono formal, como correspondía; pero a Shigeko le encantaba contemplar la caligrafía del joven, al estilo de los guerreros, con caracteres prominentes y bien formados. Además Hiroshi incluía detalles dirigidos particularmente a ella, comentarios sobre personas que Shigeko apreciaba por alguna razón y, sobre todo, hablaba de los caballos. Describía el nacimiento de cada potrillo y su posterior evolución, así como el progreso de los caballos que Shigeko y él mismo habían domado juntos. También hablaba del linaje y el apareamiento de los equinos, siempre en busca de un caballo más grande y fuerte. Los corceles de Maruyama ya tenían un palmo más de altura que veinte años atrás, cuando Hiroshi era niño.

Shigeko le añoraba y anhelaba volver a verle. No recordaba ningún momento de su propia vida en el que no le hubiera amado. Había sido para ella como un hermano; vivía con los Otori y era considerado como uno más de la familia. Le había enseñado a Shigeko a montar, a emplear el arco y a luchar con la espada. También la había instruido en las disciplinas de la guerra, la estrategia y la táctica, así como en el arte de gobernar. El mayor deseo de la joven era casarse con él, pero entendía que nunca sería posible. Hiroshi podría llegar a ser su mejor consejero, su amigo más apreciado; pero nada más. Shigeko había escuchado suficientes conversaciones acerca de su futuro matrimonio para darse cuenta de ello, y ahora que había cumplido los quince años sabía que en breve se harían planes para su compromiso matrimonial, alianza que reforzaría la posición de su familia y apuntalaría los deseos de paz por parte de su padre.

Tales pensamientos corrían por su mente mientras leía el pergamino lenta y cuidadosamente. Rara cuando las gemelas hubieron terminado, las manos se les resentían y los ojos les escocían. Ninguna se atrevió a hacer otro comentario y Shigeko empezó a mostrarse menos severa. Corrigió el trabajo de sus hermanas con amabilidad, les hizo repetir una docena de veces los caracteres que habían trazado desacertadamente y luego, debido a que el sol ya descendía hacia el mar y el aire era más fresco, sugirió ir a dar un paseo antes de la sesión de entrenamiento del atardecer.

Las gemelas, un tanto abatidas por la inclemencia del castigo, accedieron con docilidad.

—Iremos al santuario —anunció Shigeko, lo que alegró a sus hermanas en gran medida, pues el templo estaba consagrado al dios del río y a los caballos.

—¿Podemos ir a la presa? —suplicó Maya.

—Desde luego que no —respondió Shigeko—. Sólo van a la presa los pilluelos, pero no las hijas del señor Otori. Primero nos dirigiremos al puente de piedra. Llamad a Shizuka y pedidle que nos acompañe. Supongo que algunos hombres deberían escoltarnos.

—No lo necesitamos.

—¿Podemos llevar las espadas? —preguntaron Maya y Miki al unísono.

—¿Para una visita al santuario, en pleno centro de Hagi? No nos hará falta ninguna espada.

—¡Acuérdate del ataque en Inuyama! —indicó Miki.

—Un guerrero siempre debe estar preparado —sentenció Maya, con una imitación aceptable de Hiroshi.

—Tal vez necesitéis practicar un poco más la caligrafía —observó Shigeko, haciendo ademán de volver a sentarse.

—Lo que tú digas, hermana —accedió Miki con rapidez—. Hombres, sí; espadas, no.

Shigeko reflexionó unos instantes sobre la eterna cuestión del palanquín, dudando si debería insistir en que las niñas fueran transportadas en la oscuridad o bien permitirles que fueran caminando. A ninguna de ellas le gustaba semejante medio de transporte; les desagradaba el incómodo vaivén y el hecho de estar encerradas, pero resultaba más apropiado. Además Shigeko era consciente de que su madre desaprobaba el hecho de que las gemelas fueran vistas juntas en público. Por otra parte, se encontraban en Hagi, su ciudad natal, menos formal y austera que Inuyama; una caminata podría cansar y serenar a sus inquietas hermanas. Al día siguiente, Shizuka llevaría a Miki a Kagemura, la aldea de los Muto, y Shigeko se quedaría con Maya. Admiraría las nuevas habilidades y conocimientos clandestinos que ésta había adquirido, la consolaría de su soledad y la ayudaría a instruirse en todo lo que Miki había aprendido durante la ausencia de su gemela. La propia Shigeko sentía la necesidad de salir a dar un paseo, de distraerse con la vibrante vida de la ciudad, con sus angostas calles y pequeños comercios, donde se podía encontrar un extenso surtido de productos frescos y artesanía: albaricoques y ciruelas, las primeras frutas del verano; brotes de soja y verduras; anguilas, que daban latigazos en los cubos donde las guardaban; cangrejos y pequeños peces color plata que eran arrojados sobre parrillas calientes, donde chisporroteaban y morían para luego ser engullidos en un abrir y cerrar de ojos. Y también estaban los artesanos de la laca y la cerámica, del papel y las túnicas de seda. A espaldas de la amplia avenida principal que conducía desde las puertas del castillo hasta el puente de piedra, se extendía un mundo fascinante que a las gemelas apenas se les permitía visitar.

Dos guardias marchaban delante de ellas y otros dos, detrás; una doncella acarreaba una pequeña cesta de bambú con frascas de vino y otras ofrendas, además de zanahorias para los caballos del santuario. Shizuka caminaba al lado de Maya, y Miki acompañaba a su hermana mayor. Las cuatro calzaban zuecos de madera y vestían las ropas ligeras de algodón propias del verano. Shigeko sujetaba una sombrilla, pues al igual que su madre era de cutis blanco y temía el efecto del sol; pero las gemelas habían heredado la piel dorada de su padre y, en cualquier caso, no se tomaban la molestia de protegerla.

La marea estaba menguando cuando llegaron al puente de piedra, y el río despedía olor a sal y a barro. El puente había quedado destruido en el gran terremoto. Se decía que el seísmo había ocurrido en castigo por la traición de Arai Daiichi, pues se había vuelto en contra de sus aliados Otori justo al lado de la roca en la que aparecía esculpida la siguiente inscripción: "El clan Otori da la bienvenida a los justos y a los leales. Que los injustos y los desleales sean precavidos".

—¡Y mira lo que le ocurrió! —exclamó Maya con satisfacción mientras se detenían unos instantes junto a la roca, hacían una ofrenda de vino, daban las gracias al dios del río por proteger a los Otori y recordaban la muerte del cantero, a quien habían emparedado vivo en el parapeto del puente mucho tiempo atrás. Su esqueleto había sido encontrado en el río y durante las obras de reconstrucción lo habían vuelto a enterrar debajo de la piedra, que también había sido recuperada de las aguas. Shizuka a menudo narraba esta historia a las hermanas, así como la de Akane, la hija del cantero, y a veces visitaban el santuario situado en el cráter del volcán donde se conmemoraba la trágica muerte de Akane. Su espíritu era invocado por amantes desdichados, tanto hombres como mujeres.

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