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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (11 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—¡Bienvenido! ¡Bienvenido! —saludaron los sirvientes a voz en grito cuando Takeo apartó las cortinas de la entrada para acceder al interior.

Al mencionar el nombre de Terada le condujeron a un rincón de la galería interior, donde Fumio engullía un guiso de pescado a la vez que hablaba animadamente. El doctor Ishida se sentaba junto a él y comía con igual apetito mientras escuchaba con una media sonrisa pintada en los labios. Les acompañaban varios de los hombres de Fumio, algunos de los cuales Takeo conocía. Mientras permanecía de pie entre las sombras, sin ser reconocido, examinó a su viejo amigo durante unos instantes al tiempo que las criadas se apresuraban de un lado a otro por delante de él, con bandejas de comida y frascas de vino. Fumio daba el mismo aspecto robusto de siempre, con sus mejillas rollizas y su poblado bigote, si bien se advertía que una nueva cicatriz le cruzaba una de las sienes. Ishida parecía haber envejecido, estaba más delgado y tenía el cutis amarillento.

Takeo se alegró de ver a ambos y subió los peldaños que conducían a la zona de comedor. Al instante, uno de los antiguos piratas se levantó de un salto para impedirle el paso, al haberle tomado por un comerciante cualquiera. Pasados unos segundos de desconcierto y sorpresa, Fumio se puso de pie y empujando al hombre hacia un lado, susurró:

—¡Es el señor Otori!

Entonces, abrazó a Takeo.

—Te esperaba, ¡pero no te había reconocido! —exclamó—. Tu habilidad para disfrazarte es sorprendente: nunca consigo acostumbrarme.

—¡Señor Otori! —el doctor Ishida esbozó una amplia sonrisa. A continuación llamó a la criada para que trajera más vino, y Takeo se sentó junto a Fumio y frente al médico, quien le miraba fijamente bajo la tenue luz.

—¿Algún problema? —preguntó Ishida una vez que hubieron brindado.

—Hay varios asuntos de los que quiero hablaros —respondió Takeo. Fumio hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se trasladaron a otra mesa.

—Tengo un regalo para ti —comunicó a Takeo—. Te distraerá de tus penalidades. A ver si averiguas de qué se trata. Supera cualquier deseo que tu corazón pudiera albergar.

—Hay algo que deseo por encima de cualquier otra cosa —contestó Takeo—. Y es ver un
kirin
antes de morir.

—¡Ah! Te lo han contado... Malditos canallas. ¡Les arrancaré la lengua!

—Se lo contaron a un pobre y modesto comerciante. De cualquier modo, no me lo creí. ¿Puede acaso ser verdad?

—En parte, sí —repuso Ishida—. Desde luego, no se trata de uno auténtico, pues el
kirin
es una criatura mitológica y lo que nosotros tenemos es un animal real. Pero es una criatura verdaderamente extraordinaria, y se parece a un
kirin
más que cualquier otra cosa que yo haya visto jamás.

—Ishida se ha enamorado del animal —explicó Fumio—; pasa horas enteras en su compañía. Es peor que tú y aquel caballo tuyo, ¿cómo se llamaba?


Shun —
respondió Takeo.
Shun
había muerto de viejo el año anterior. Jamás existiría otro como él.

—Este animal no se puede montar, pero tal vez pueda reemplazar a
Shun
en cuanto a tu afecto —observó Fumio.

—Estoy deseando verlo. ¿Dónde está?

—En el templo de Daifukuji. Han encontrado para él un jardín tranquilo, rodeado de una tapia. Mañana te lo enseñaremos. Bueno, ya que nos has arruinado la sorpresa, tal vez sea el momento de que nos cuentes tus preocupaciones.

Fumio escanció más vino.

—¿Qué sabes acerca del nuevo general del Emperador? —preguntó Takeo.

—Si me hubieras preguntado hace una semana, te habría respondido que no sabía nada, ya que hemos estado seis meses ausentes; pero regresamos por la ruta de Akashi, y en la ciudad no se habla de otra cosa. Se llama Saga Hideki, y se le conoce con el apodo de "el Cazador de Perros".

—¿El Cazador de Perros?

—Le encanta la caza de perros y, según cuentan, destaca en ese deporte. Es un maestro en la hípica y en el uso del arco, además de un estratega brillante. Domina las provincias orientales y dicen que ambiciona conquistar la totalidad de las Ocho Islas. Recientemente ha sido designado por el Emperador para librar las batallas de Su Divina Majestad y destrozar a sus enemigos.

—Parece ser que yo me encuentro entre esos enemigos —indicó Takeo—. El hijo del señor Fujiwara, llamado Kono, ha venido hoy a verme para informarme al respecto. Por lo visto, el Emperador se propone enviarme un requerimiento para que abdique y, si me niego, mandará al Cazador de Perros en mi contra.

Ante la mención del nombre de Fujiwara, el semblante de Ishida palideció.

—En efecto, te enfrentas a serios problemas —masculló.

—No escuché nada de eso en Akashi —intervino Fumio—. No han debido de hacerlo público aún.

—¿Observaste alguna señal de que se estuviera comerciando con armas de fuego en Imai?

—No, al contrario; varios comerciantes se acercaron a mí y me interrogaron acerca del armamento y las mezclas con salitre, con la esperanza de esquivar la prohibición de los Otori. Debo advertirte de que ofrecían sumas enormes. Si el general del Emperador está preparando la guerra contra ti, posiblemente intente adquirir armas. Por ese dinero, antes o después alguien se las suministrará.

—Me temo que ya van en camino —repuso Takeo, y entonces le explicó a Fumio sus sospechas sobre Zenko.

—Llevan menos de un día de travesía —respondió Fumio, vaciando su vaso de un trago y poniéndose en pie—. ¡Podemos interceptarlos! Quería verte la cara cuando te enseñase el
kirin,
pero Ishida me lo contará. Mantén al señor Kono en el Oeste hasta que yo regrese. Mientras no puedan competir en cuanto a número de armas de fuego, no te provocarán para que te enfrentes en combate; pero una vez que consigan el armamento, no hay que olvidar que disponen de mayor cantidad de recursos que nosotros: más mineral de hierro, más herreros y soldados. El viento sopla hacia el oeste: si partimos ahora mismo, atraparemos la marea.

Llamó a sus hombres, quienes se levantaron a toda prisa mientras se metían los restos de comida en la boca, apuraban los tazones de vino y se despedían a regañadientes de las criadas. Takeo les dio el nombre del barco.

Fumio partió con tanta rapidez que apenas tuvieron tiempo de despedirse.

Takeo se quedó a solas con Ishida.

—Fumio no ha cambiado —comentó, regocijado por el inmediato paso a la acción por parte de su amigo.

—Es siempre igual —repuso Ishida—: como un torbellino, jamás se está quieto —el médico sirvió más vino y dio un largo trago—. Es un compañero de viaje muy estimulante, aunque también agotador.

Hablaron de la travesía y Takeo dio cuenta de las noticias de su familia, por la que Ishida se tomaba un profundo interés dado que llevaba quince años casado con Muto Shizuka.

—¿Han empeorado tus dolores? —preguntó el médico—. Se te nota en la expresión.

—Sí, la humedad del tiempo los agrava. A veces creo que deben de quedar residuos de veneno que vuelven a activarse, porque la herida está inflamada por debajo de la cicatriz y hace que me duela todo el cuerpo.

—Luego la examinaré, en privado —respondió Ishida.

—¿Puedes acompañarme de regreso a la mansión?

—He traído de Shin bastante cantidad de cierta raíz, así como un nuevo somnífero elaborado con amapolas. Por suerte, decidí traerlos conmigo —comentó el doctor mientras levantaba en el aire un hatillo de tela y un pequeño arcón de madera—. Tenía la intención de dejar estos remedios en el barco; de haber sido así, ahora estarían camino de Akashi y de poco te servirían.

La voz de Ishida había adquirido un tono desolado. Por un momento, Takeo creyó que seguiría hablando, pero tras unos segundos de incómodo silencio el médico pareció recobrar el autocontrol. Reunió sus pertenencias y dijo con alegría:

—Esta noche dormiré en Daifukuji. Tengo que ir a ver al
kirin.
Está acostumbrado a mí, ha llegado a encariñarse conmigo. No quiero que se ponga nervioso.

Desde hacía un rato, Takeo se había percatado de un sonido discordante que procedía del interior de la casa de comidas: un hombre hablaba el idioma de los extranjeros y una mujer traducía sus palabras. La voz de la mujer le llamó la atención, pues a pesar de que empleaba un dialecto local su acento tenía vestigios del Este, y algo en su entonación le resultaba familiar.

A medida que atravesaban el comedor reconoció al extranjero, que respondía al nombre de don Joao. Takeo nunca había visto a la mujer que se arrodillaba junto a él, y sin embargo, había algo...

Mientras reflexionaba sobre el asunto, don Joao se fijó en Ishida y le llamó en alto. El médico gozaba de gran popularidad entre los extranjeros y pasaba muchas horas en su compañía, intercambiando conocimientos médicos e información sobre tratamientos o hierbas medicinales, y también comparando la lengua y las costumbres respectivas.

Don Joao se había reunido con Takeo en varias ocasiones, pero siempre en circunstancias formales y ahora no dio muestras de reconocerle. El extranjero se mostró encantado de volver a ver a su amigo el doctor y le hubiera gustado sentarse con él a conversar, pero Ishida alegó que un paciente necesitaba de sus servicios. Entonces la mujer, que debía de rondar los veinticinco años, dirigió la vista a Takeo; pero éste mantenía el rostro apartado de su mirada. Acto seguido tradujo las palabras de Ishida —hablaba la lengua extranjera con sorprendente fluidez— y se giró para mirar de nuevo a Takeo. Le examinaba atentamente, como si le resultara conocido, de la misma manera que él la observaba a ella.

De pronto se llevó las manos a la boca; la manga de su túnica cayó hacia atrás y dejó al descubierto la piel del brazo, fina y oscura, tan parecida a la de Takeo, tan parecida a la de la madre de éste.

La conmoción fue abrumadora. Le despojó por completo de autocontrol, convirtiéndole en un niño asustado y perseguido. La mujer ahogó un grito y preguntó:

—¿Tomasu?

Los ojos de Takeo se cuajaron de lágrimas. Ella temblaba violentamente a causa de la emoción. Él recordó a una niña que solía sollozar de igual forma por un pájaro muerto o un juguete extraviado. Takeo la había imaginado sin vida a lo largo de los años, tumbada junto a su madre y su otra hermana —tenía los rasgos anchos y serenos de ambas, pero la misma piel que él—. Por primera vez desde hacía más de dieciséis años, mencionó su nombre en voz alta:

—¡Madaren!

Cualquier otro pensamiento se le borró de la mente: la amenaza del Emperador, la misión de Fumio de recuperar las armas de fuego pasadas de contrabando, los insultos de Kono... Se olvidó incluso de los dolores, y hasta del
kirin.
Sólo podía clavar los ojos en la hermana que había creído muerta. La vida adulta de Takeo pareció fundirse y desaparecer. Lo único que existía en su memoria era su niñez, su primera familia.

Ishida comentó:

—Señor, ¿estás bien? Tienes mal aspecto. —Entonces, se dirigió a Madaren:— Dile a don Joao que le veré mañana. Ve a avisarme a Daifukuji.

—Allí acudiré —respondió ella, con las pupilas fijas en el rostro de Takeo.

Éste recuperó la compostura y susurró:

—No podemos hablar ahora. Iré al templo de Daifukuji. Espérame allí.

—Que él te bendiga y te guarde —contestó ella, empleando la plegaria que los Ocultos se decían al despedirse.

Aunque por orden del propio Takeo los Ocultos habían conseguido la libertad para ejercer su religión abiertamente, éste aún se sorprendía de ver revelado lo que en su día fuera secreto, de la misma manera que la cruz que don Joao lucía sobre el pecho le parecía una ostentación evidente.

—¡Tu estado es peor de lo que creía! —exclamó Ishida una vez que hubieron salido al exterior—. ¿Quieres que envíe a buscar un palanquín?

—No, de ninguna manera —Takeo hizo una profunda inspiración—. Ha sido por la falta de ventilación. Y por beber demasiado vino en poco tiempo.

—Has sufrido una impresión tremenda. ¿Conocías a esa mujer?

—De hace mucho tiempo. No sabía que traducía para los extranjeros.

—La he visto otras veces aunque no últimamente, al haber estado ausente varios meses. No te reconoció como el señor Otori, sino como otra persona diferente —señaló Ishida mientras atravesaban el puente de madera a las puertas del Umedaya y tomaban una de las callejuelas que conducían a la mansión. La ciudad se iba apaciguando, las luces se extinguían una a una, las últimas contraventanas se cerraban.

—Como te digo, la conocí hace mucho tiempo, antes de convertirme en un Otori.

Takeo aún se encontraba aturdido por el encuentro y se inclinaba a dudar de lo que sus ojos habían visto. ¿Cómo podía ser ella? ¿Cómo podía haber sobrevivido a la matanza por la que la familia de Takeo había quedado destruida y su aldea, arrasada por las llamas? Sin duda, no era sólo una intérprete; Takeo lo había percibido en las manos y en los ojos de don Joao. Los extranjeros frecuentaban los burdeles como cualquier otro hombre, pero las mujeres de las casas de placer se mostraban más reticentes a acostarse con ellos: sólo accedían las prostitutas de más baja calaña. El vello se le erizaba al pensar en lo que la vida de su hermana debía de haber sido.

Con todo, ella le había llamado por su nombre. Y él la había reconocido.

Al llegar a la casa anterior a la mansión de sus cuñados, Takeo apartó a Ishida hacia las sombras.

—Espera aquí. Tengo que entrar sin que me vean. Enviaré recado a los guardias para que te dejen pasar.

El portón ya estaba cerrado, por lo que Takeo se remetió las largas faldas de la túnica en el fajín y escaló la tapia con agilidad, aunque al dejarse caer al otro lado el dolor volvió a agudizarse. Se hizo invisible, atravesó el silencioso jardín y pasó junto a Jun y Shin camino a su habitación. Volvió a enfundarse la ropa de dormir, pidió que le trajeran lámparas y té y envió a Jun a decirles a los guardias que permitieran entrar a Ishida.

Llegó el médico e intercambiaron efusivos saludos como si no se hubieran visto desde seis meses atrás. La criada les sirvió té y trajo más agua caliente, y luego Takeo le indicó que se marchara. Se quitó el guante de seda que le cubría la mano lisiada e Ishida acercó la lámpara para ver mejor. Apretó levemente el tejido de la cicatriz con la yema del pulgar y flexionó los dedos que Takeo conservaba. El aumento del tejido de la cicatriz provocaba que la mano se mantuviese ligeramente cerrada.

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