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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (47 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Creo que estás llevando a cabo alguna clase de intriga en contra del señor Otori —replicó Taku, enmascarando su cólera—. No alcanzo a imaginar cuál es la razón, ya que le has jurado lealtad y le debes la vida. Además tales acciones ponen en peligro a tu propia familia: a mi madre, a mí mismo e incluso a tus hijos. ¿Por qué está Kikuta Akio en Hofu, bajo tu protección? ¿Y qué malvado pacto has firmado con esa gente? —preguntó señalando la residencia, desde donde llegaba la conversación.

"Parecen alcaudones chillando", pensó Taku con cierta acritud.

—No hay nada de malvado en nuestro acuerdo —respondió Zenko, haciendo caso omiso de la pregunta sobre Akio—. He descubierto la verdad de su dogma y he optado por seguirlo. Tengo entendido que en los Tres Países existe la libertad religiosa.

Taku vislumbró los dientes blancos de su hermano cuando éste esbozó una sonrisa. Sintió ganas de golpearle, pero se contuvo.

—¿Qué obtienes a cambio?

—Me sorprende que aún no te hayas enterado, pero seguro que te lo imaginas —Zenko le miró y luego dio un paso al frente y le agarró del brazo—. Taku, somos hermanos y a pesar de lo que puedas pensar te aprecio. Hablemos con franqueza. Takeo no tiene futuro: ¿por qué hundirse con él? Únete a mí. La Tribu se agrupará de nuevo, ya te dije que estoy en contacto con los Kikuta. Akio me ha parecido muy razonable, es un placer establecer tratos con él. Pasará por alto tu papel en la muerte de Kotaro; todo el mundo sabe que eras sólo un niño. Te daré cualquier cosa que me pidas. Takeo provocó la muerte de nuestro padre, y nuestro primer deber a ojos del Cielo es vengar ese asesinato.

—Merecía morir —repuso Taku, tratando de evitar añadir "y tú, también".

—No; Takeo es un impostor, un usurpador, un asesino. Nuestro padre no era nada de eso: era un auténtico guerrero.

—Ves a Takeo como si te miraras en un espejo —acusó Taku—. Es tu propio reflejo; tú eres el usurpador.

Los dedos le escocían, anhelando agarrar el sable, y empezó a sentir un hormigueo por el cuerpo mientras se preparaba para hacerse invisible. Estaba convencido de que Zenko intentaría que le mataran en ese momento. Tuvo la tentación, tan fuerte que no supo si podría resistirla, de asestar el primer golpe. Pero se lo impidió una profunda reticencia a acabar con la vida de su hermano, así como el recuerdo de las palabras de Takeo: "Es impensable que un hermano le diera muerte a otro. Zenko, como todos los demás incluido tú mismo, querido Taku, debe ser contenido por medio de la ley".

Soltó aire lentamente.

—Dime lo que quieres del señor Otori. Negociemos juntos.

—No hay nada que negociar, excepto su derrocamiento y muerte —afirmó Zenko, dando rienda suelta a su furia—. En este asunto, estás conmigo o contra mí.

Taku decidió ser cauteloso.

—Déjame considerarlo. Mañana volveremos a hablar. Y tú también reflexiona sobre tus actos. ¿Acaso no te das cuenta de que tu deseo de venganza desatará la guerra civil?

—Muy bien. Ah, antes de que te marches: se me olvidaba darte esto.

Sacó un recipiente de bambú del interior de su túnica y lo sostuvo en el aire. Taku lo recogió con una premonición: reconoció que se trataba de un estuche para transportar cartas, de los que se utilizaban por todo el territorio de los Tres Países. Los extremos se habían sellado con cera y tenía estampado el blasón de los Otori; pero alguien lo había abierto.

—Viene del señor Otori, me parece —comentó Zenko entre risas—. Confío en que te ayude a tomar una decisión.

Taku se alejó a toda prisa del jardín, esperando en cada paso escuchar el silbido de una flecha o de un cuchillo al atravesar el aire. Luego abandonó la residencia sin más despedidas. Sus guardias le esperaban con los caballos, junto al portón. Agarró las riendas de
Ryume
y se montó de un salto.

—Señor Muto —dijo en voz baja el hombre que tenía justo al lado.

—¿Qué pasa?

—Vuestro caballo ha estado tosiendo, como si no pudiera respirar.

—Será la primavera. Esta noche hay mucho polen en el aire —replicó Taku, desechando así las preocupaciones del guardia pues ya tenía él otras más importantes.

Al llegar a la vivienda donde se alojaban ordenó a los hombres que no desensillaran los caballos, sino que los mantuvieran dispuestos y que preparasen a las yeguas para el viaje. Entonces entró en la casa, donde Sada le esperaba. Aún estaba vestida.

—Nos marchamos —anunció él.

—¿Qué has descubierto?

—Zenko ha hecho un trato con Akio, y también se ha aliado con los extranjeros. Afirma haber aceptado su religión. A cambio, ellos le proporcionarán armamento. —A continuación le entregó el estuche de bambú—. Ha interceptado la correspondencia de Takeo, por eso no teníamos noticias de él.

Sada recogió el recipiente en forma de tubo y extrajo la carta. La recorrió con los ojos a toda velocidad.

—Te pide que vayas de inmediato a Inuyama; pero esta carta debe de llevar semanas de retraso. Seguro que ya se ha marchado.

—De todas formas, tenemos que ir. Saldremos esta noche. La luna brilla lo bastante como para iluminar el camino. Si ha salido de Inuyama, tendré que seguirle a través de la frontera. Deberá regresar y traer los ejércitos de vuelta desde el Este. Despierta a Maya: tendrá que acompañarnos. No puedo dejarla atrás y que Akio la descubra. En Inuyama ambas estaréis a salvo.

* * *

Maya había estaba teniendo sueños extraños en los que su hermano, cuyo rostro ahora conocía, aparecía con diferentes disfraces; a veces, acompañado de espíritus. Siempre mostraba un aspecto sanguinario y portaba temibles armas, y también la miraba de una manera que ella encontraba inexplicable, como si entre ellos existiera alguna complicidad, como si él conociera todos los secretos de la gemela. Al igual que ella misma, su hermano tenía una especie de alma de gato. Esta noche susurraba su nombre, lo que a Maya le asustaba porque no había imaginado que él lo conociera. Al despertarse, se dio cuenta de que era Sada quien la llamaba al oído, en voz baja.

—Levántate y vístete. Nos vamos.

Sin formular pregunta alguna hizo lo que se le pedía sin rechistar, pues durante los meses de invierno había aprendido a obedecer.

—Nos vamos a Inuyama a ver a tu padre —explicó Taku mientras subía a la niña a lomos de la yegua.

—¿Por qué salimos en medio de la noche?

—No quiero esperar hasta mañana.

Mientras los caballos trotaban calle abajo, en dirección a la carretera, Sada le dijo a Taku:

—¿Te permitirá tu hermano que te marches?

—Por eso nos vamos ahora. Puede que por orden suya nos tiendan una emboscada o nos persigan. Ármate y prepárate para luchar. Sospecho de alguna clase de trampa.

Hofu no era una ciudad amurallada, y a causa de su actividad comercial y portuaria la gente iba y venía a todas horas siguiendo la luna y las mareas; en una noche como aquélla, a comienzos de primavera y con la luna casi llena, otros viajeros se desplazaban por la carretera y nadie detuvo ni cuestionó al reducido grupo formado por Taku, Sada, Maya y los cuatro guardias. Poco después del amanecer se detuvieron en una posada para tomar la primera comida del día y beber té caliente.

En cuanto se encontraron a solas en el comedor, Maya le preguntó a Taku:

—¿Qué ha ocurrido?

—Te lo resumiré por tu propia seguridad. Tu tío Arai y su esposa maquinan una conspiración contra tu padre. Pensábamos que podíamos contenerle, pero la situación se ha vuelto de repente más amenazante. Takeo debe regresar de inmediato.

El rostro de Taku daba muestras de fatiga, y su voz denotaba más seriedad que nunca.

—¿Cómo pueden mis tíos portarse de esta manera, cuando sus hijos viven en nuestra casa? —saltó Maya, indignada—. Hay que decírselo a mi madre ahora mismo. ¡Los niños tienen que morir!

—No te pareces a tu padre —observó Sada—. ¿De dónde viene semejante fiereza?

Pero la voz de la joven era afectuosa y denotaba admiración.

—Takeo confía en que nadie tenga que perder la vida —explicó Taku—. Por eso tenemos que conseguir que regrese. Sólo él cuenta con el prestigio y el vigor necesarios para evitar que estalle la guerra.

—En todo caso, Hana va a viajar a Hagi hoy mismo —Sada acercó a Maya hacia sí y la rodeó con sus brazos—. Va a pasar el verano con tu madre y tu hermano pequeño.

—¡Peor aún! Hay que advertirla. Iré a Hagi y le contaré cómo es Hana en realidad.

—No, te quedarás con nosotros —decretó Taku, colocando su brazo sobre los hombros de Sada.

Permanecieron sentados en silencio durante unos instantes. "Como una familia —pensó Maya—. Nunca olvidaré este viaje: la deliciosa comida, cuando yo estaba hambrienta; la fragancia del té; el tacto de la brisa; la luz, que va cambiando mientras las enormes nubes blancas atraviesan el cielo. Sada y Taku a mi lado, tan vitales, tan valientes; los días que nos quedan por delante en la carretera; el peligro...".

El día prosiguió su marcha. Alrededor del mediodía la brisa remitió, las nubes desaparecieron por el noreste y el cielo despejado mostraba un azul intenso. El sudor empezó a oscurecer el cuello y los flancos de los caballos a medida que abandonaban la llanura costera y ascendían hacia el primer puerto de montaña. El bosque se iba volviendo más denso y, de vez en cuando, una cigarra temprana lanzaba su vacilante canto. Maya se sentía somnolienta. El cadencioso trote del caballo y el calor de la tarde la amodorraban. Creyó que estaba soñando cuando, de pronto, vio a Hisao. Se despertó al instante.

—¡Alguien nos sigue!

Taku levantó la mano y se detuvieron. Los tres escucharon cascos de caballo ascendiendo por la ladera.

—Sigue cabalgando con Maya —le indicó a Sada—. Los detendremos. No hay demasiados, una docena como mucho. Os alcanzaremos más tarde.

Dio órdenes a los hombres sin perder un segundo. Tras descolgar el arco de los hombros, los cuatro guardias giraron a los caballos para salir de la carretera y se adentraron entre los troncos de bambú.

—Marchaos —ordenó a Sada.

A regañadientes, la joven empezó a galopar y Maya la siguió. Cabalgaron a toda velocidad durante un rato; cuando los caballos comenzaron a dar muestras de cansancio, Sada se paró y echó la vista atrás.

—Maya, ¿qué oyes?

A la gemela le pareció escuchar el choque del acero, el relincho de los caballos, alaridos y gritos de combate y luego, un estruendo diferente, despiadado y brutal, que resonó por el puerto de montaña provocando que los pájaros, alarmados, alzaran el vuelo entre chirridos. Sada también lo oyó.

—¡Tienen armas de fuego! —exclamó—. ¡Quédate aquí! No, sigue cabalgando, escóndete. Tengo que regresar. No puedo abandonar a Taku.

—Yo tampoco —masculló la niña mientras hacía girar a su agotada yegua hacia la dirección por la que habían venido.

Pero en ese momento, en la distancia, vieron una nube de polvo, escucharon el ruido de cascos a galope y distinguieron después el pelaje gris y las crines negras.

—Ahí viene —gritó Sada, aliviada.

Taku llevaba el sable en la mano y tenía el brazo manchado de sangre (la propia o la de otra persona, imposible saberlo). Cuando las vio gritó algo, pero Maya no entendió sus palabras porque mientras las pronunciaba,
Ryume,
el caballo, se iba desplomando. El animal se derrumbó de rodillas y luego, de costado. Todo sucedió en cuestión de segundos. Al caer muerto,
Ryume
arrojó a Taku a la carretera.

De inmediato Sada galopó hacia él. La yegua resollaba y abría los ojos desmesuradamente por la presencia de la muerte. Taku forcejeó para levantarse. Sada tiró de las riendas para detener a
Ryume,
al tiempo que agarró a su amante del brazo y tiró de él hasta sentarle a la grupa, a sus espaldas.

"Está a salvo", pensó Maya con la claridad que el alivio otorga. "No podría hacer eso si estuviera herido."

Taku no había sufrido grandes heridas, aunque había muchos muertos en la carretera, detrás de él: sus propios hombres y la mayoría de los asaltantes. Notaba que le escocía un corte en la cara, además de otro en el brazo con el que sujetaba el sable. Mientras se agarraba a Sada, sentía la musculatura de la joven. Luego el disparo sonó otra vez. Taku sintió que le alcanzaba en el cuello y se lo atravesaba. Después se desplomó; Sada cayó con él y la yegua fue a parar encima de los dos. Desde una enorme distancia, la joven oyó los alaridos de Maya. "Corre, niña, corre", quiso decir, pero le fue imposible. El resplandor del cielo azul le inundó los ojos; la luz giraba y oscilaba. Su vida había terminado. Apenas le dio tiempo a pensar "Me estoy muriendo. Debo concentrarme en la muerte", cuando las tinieblas silenciaron su entendimiento para siempre.

La yegua de Sada consiguió ponerse en pie y regresó trotando hasta Maya, relinchando escandalosamente. Ambas yeguas estaban muy nerviosas, dispuestas a escaparse a pesar del cansancio. Debido a su naturaleza Otori, Maya pensó en los caballos: no debía dejarlos escapar. Se inclinó hacia adelante y agarró las riendas de la yegua de su compañera, si bien no supo qué hacer a continuación. Temblaba de la cabeza a los pies, al igual que las monturas, y no podía apartar los ojos de los tres cuerpos que yacían en la carretera. El de
Ryume,
el más apartado; y luego los de Sada y Taku, entrelazados, unidos por la muerte.

Cabalgó hacia ellos, desmontó y se hincó de rodillas, acariciándoles, llamándoles por sus nombres.

Los ojos de Sada se agitaron: seguía con vida.

La angustia que atenazaba el pecho de Maya estaba a punto de ahogarla. Consiguió abrir la boca y gritar:

—¡Sada!

Como en respuesta al grito, dos figuras aparecieron de pronto en la carretera, detrás de
Ryume.
Era consciente de que tenía que huir, hacerse invisible o adoptar la forma del gato y escapar a través del bosque. Pertenecía a la Tribu, era capaz de aventajar a cualquiera; pero la conmoción y el sufrimiento la habían paralizado. Además no deseaba vivir en aquel nuevo mundo despiadado que había conducido a la muerte de Taku bajo el cielo azul y el resplandor del sol.

Permaneció de pie, entre las dos yeguas, agarrando sus respectivas riendas con cada mano. Los hombres se acercaron a ella. Aunque Maya apenas les había vislumbrado la noche anterior bajo la macilenta luz de la taberna, ahora les reconoció de inmediato. Ambos iban armados: Akio con sable y cuchillo e Hisao con el arma de fuego. Eran miembros de la Tribu. No le perdonarían la vida a pesar de su corta edad. "Debería enfrentarme a ellos", pensó; pero, inexplicablemente, no quería soltar a las yeguas.

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