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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (20 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—¿Se encuentra bien? —le preguntó Cí, refiriéndose a su hermana.

La hija del posadero negó con la cabeza.

—¡Suéltame!

—Mi padre no se fía de ti.

—¡Por todos los espíritus! ¿No ves que necesita su medicina?

La muchacha miró temerosa hacia la puerta. Luego clavó sus ojos en Cí como si dudase. Finalmente dejó a Tercera sobre una estera y se acercó hacia él. Iba a liberarle cuando la puerta se abrió de repente y la joven dio un respingo. Era su padre empuñando un cuchillo. El hombre se acuclilló junto a Cí, lo miró un momento y meneó la cabeza.

—¡A ver, malnacido! ¿Qué cuento es ése de que es tu hermana?

Cí se lo confirmó mientras tartamudeaba. Le explicó la enfermedad que padecía Tercera, que había salido a buscar un remedio y que al volver y no encontrarla pensó que se la habían llevado para venderla o violarla.

—¡Condenación! ¿Y por eso casi me matas?

—Estaba desesperado... Por favor, desatadme. Hay que darle la medicina. Está en mi bolsa.

—¿Ésta de aquí? —Se la quitó de un tirón.

—Con cuidado. Es toda la que tengo.

El hombre olfateó el preparado y escupió con cara de asco. Pensó que tal vez el muchacho tuviera razón.

—Y todo ese dinero que llevabas encima, ¿a quién se lo has robado?

—Son mis ahorros. Necesito hasta la última moneda para comprar las medicinas de mi hermana.

Volvió a escupir.

—¡Anda! ¡Desátalo!

La joven obedeció mientras su padre vigilaba a Cí. Nada más liberarlo, el joven corrió hacia su hermana, le acarició el pelo, mezcló el remedio en un cuenco con agua y lo vertió en su boca haciéndole apurar hasta la última gota.

—¿Cómo estás, pequeña?

La niña esbozó una sonrisa que aplacó su angustia.

* * *

El posadero sólo le devolvió trescientos
qián
del dinero que le había quitado durante su desmayo. El hombre añadió que con el resto compensaría los destrozos que le había ocasionado en la habitación además de sufragar los cuidados que le habían dispensado a Tercera, entre los que incluía la blusa rota y el pantalón raído con los que su hija Luna había vestido a la chiquilla cuando la encontró tosiendo y empapada.

Aunque las cifras no le cuadraban, Cí pensó que el hombre miraba por su negocio y no protestó. Cuando una voz lejana solicitó la presencia del posadero, Cí aprovechó para intentar entablar conversación con la joven, pero ésta se mostró remisa. Finalmente, cogió en brazos a su hermana y se dispuso a regresar a su cuarto. Ya abandonaba la estancia cuando se detuvo y se giró hacia Luna.

—¿Podrías cuidarla?

La muchacha no pareció comprender.

—Sólo por las mañanas. Necesito que alguien se encargue de ella... Te pagaré —le suplicó.

La muchacha le observó con curiosidad. Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta invitándole a que se marchara. Cuando iba a hacerlo, escuchó cómo su voz le acariciaba.

—Hasta mañana —susurró la muchacha.

Cí la miró sorprendido. Sonrió.

—Hasta mañana.

* * *

Mientras paseaba sus dedos distraídamente por las heridas de su pierna, Cí apreció la timidez de un amanecer sombrío a través de las grietas de la pared. El frío le traspasaba los huesos y se aferraba a ellos entumeciéndolos. Se frotó los brazos e hizo lo propio con los de Tercera. La cría había tosido durante toda la noche. Sin duda, el remedio surtía efecto, pero necesitaría más dosis para completar el tratamiento. Por fortuna, el ungüento que el adivino le había proporcionado para las heridas de su pierna parecía actuar igualmente en las del pecho. Se ató la sarta de monedas a la cintura y ordenó a Tercera que se preparara. La cría se desperezó y obedeció a regañadientes. Luego dobló sus ropas húmedas y se calzó las zapatillas de esparto. Cí la esperaba impaciente, caminando de un lado a otro como un gato encerrado. Le dio un dulce que había comprado la noche anterior al posadero.

—Hoy te quedarás con Luna. Ella te cuidará, de modo que pórtate bien y obedécela en cuanto te diga.

—Podría ayudarle a ordenar la casa. Está muy descuidada —sugirió la niña.

Cí le sonrió. Se echó al hombro sus pertenencias y bajaron juntos las escaleras. Abajo, Luna aguardaba de espaldas, acuclillada. Parecía estar limpiando unas vasijas de cobre. Al advertir su presencia, la muchacha les regaló una sonrisa.

—¿Ya te vas?

—Así es. He de resolver unos asuntos. Respecto al dinero...

—De eso se ocupa mi padre. Está afuera, arrancando unas hierbas.

—Entonces, nos vemos luego. En fin... no sé. Si necesitas cualquier cosa, Tercera es una buena niña. Seguro que puede ayudarte, ¿verdad?

La cría afirmó orgullosa.

—¿A qué hora regresarás? —preguntó Luna sin atreverse a mirarle.

—Supongo que al anochecer. Ten. No se lo digas a tu padre. —Y le entregó unas monedas. Luego miró a su hermana—. Ya le he dado su medicina, de modo que no te causará problemas.

La joven se inclinó y él le devolvió el saludo.

A la salida encontró al posadero trasegando con una montaña de basura. El hombre le dirigió una mirada de desprecio. Cí apretó los dientes. Se arrebujó en su chaqueta de lino y le saludó. El hombre continuó limpiando como si hubiera pasado un perro.

Cí ya iba a marcharse cuando escuchó su voz.

—¿Os vais?

—No. Aún nos quedaremos unos días... —Se hurgó en los bolsillos y, tras reservar la cantidad que necesitaría para las próximas dosis de medicina, le ofreció lo que le sobraba como pago.

—Mira, muchacho, no sé qué te habrás imaginado, pero la habitación cuesta dinero. —Miró de arriba abajo sus heridas—. Más del que parece que puedas conseguir.

—Encontraré la forma. Sólo concededme un par de días...

—¡Ja! —escupió el hombretón—. ¿Te has mirado bien? En tu estado no creo que seas capaz ni de mear solo.

Cí aspiró con dificultad. Aquel hombre tenía razón. Y lo peor de todo era que ni siquiera sabía qué argumentar para convencerle. Aumentó la cifra un poco.

—Con eso no te llega ni para dormir bajo un árbol —le espetó con desprecio, pero cogió las monedas y se las guardó—. Te doy de plazo un día. Si a la noche no traes el dinero, mañana os echaré a varetazos.

Cí pensó en el juez Feng y se lamentó por su mala fortuna. De haberse encontrado en la ciudad habría acudido a él, pero ya en la aldea le había comunicado que permanecería en la frontera del norte durante varios meses. Tras asentir al posadero, se encaminó hacia el canal sorteando los charcos que anegaban las calles. Aún llovía y el agua empapaba sus heridas, pero eso no le importó. Debía encontrar un trabajo. Debía hacerlo como si en ello le fuera la vida.

* * *

Imaginó que en los alrededores de la Universidad Imperial de Lin’an encontraría algún aspirante que necesitara recibir clases privadas. Se había adecentado para mejorar su aspecto y ocultar sus magulladuras, pero si pretendía conseguir alumnos, antes tenía que obtener el certificado de aptitud, un documento en el que no sólo se detallaban los cursos superados, sino también la trayectoria de los padres y su probada honorabilidad.

Nada más descender de la barcaza, un escalofrío le sacudió el espinazo. Alzó la vista y el pulso se le aceleró. Frente a él, un ejército de estudiantes llegados de los confines del imperio se desplazaba tumultuosamente hacia la Gran Puerta de la universidad. Cí tomó aire y se encaminó hacia la explanada. Allí se arremolinaba una multitud de jóvenes en busca de la acreditación que les permitiría presentarse a los exámenes civiles, la llave que abría el camino hacia la gloria. Cí observó a su alrededor mientras la grisácea serpiente de aspirantes le engullía.

Comprobó que todo seguía igual: los senderos de cuerdas que conducían a los aspirantes como ganado a través de los jardines, las interminables hileras de puestos de bambú laqueado ordenados escrupulosamente cual fichas de dominó y los funcionarios instalados tras ellos como estatuas repetidas recién pintadas de negro, los alguaciles que con mil ojos y vara en mano espantaban a los ladronzuelos que acudían cual peces hambrientos a las migas de pan, el enjambre de vendedores de arroz y té hervido, los mercaderes de pinceles y tinta, los comerciantes de libros, los echadores de varillas adivinatorias, los pordioseros y los serviciales grupos de prostitutas primorosamente maquilladas, una marea de langostas ávida de hacer negocio en un recinto en el que el olor a comida recocida, a sudor rancio y a impaciencia se mezclaban con el griterío, los empujones y las prisas.

Cí guardó cola en una de las filas. Cuando le tocó el turno, un ardor le recorrió el estómago. Respiró con fuerza y avanzó un paso mientras rezaba para no encontrarse con ningún problema.

El funcionario que debía atenderle le miró sin levantar la cabeza, como si el bonete de seda que llevaba encasquetado hasta los párpados fuera de piedra en lugar de tela. Cí escribió su nombre en un papel y lo depositó sobre la mesa. El hombre terminó de apuntar unos números en una lista y volvió a mirarle sin inmutarse. Luego sus ojillos se fruncieron.

—Lugar de nacimiento —murmuró entre dientes.

—En Jianyang, prefectura de Jianningfu, en el circuito de Fujian. Pero realicé los exámenes provinciales aquí, en Lin’an.

—¿Y no sabes leer? —Le señaló unos cartelones que indicaban la función y disposición de los distintos puestos—. Tienes que acudir al rectorado de la universidad. Esta fila es sólo para los foráneos.

Se mordió los labios. Sabía que en el rectorado no dispondría de ninguna oportunidad.

—¿No podría gestionarlo aquí? —insistió.

El funcionario miró a Cí como si éste fuera transparente y sin dignarse responder le hizo una seña al joven que aguardaba tras él para que se adelantase.

—Señor, os lo ruego. Necesito...

Un empujón lo interrumpió.

—¡Pero qué diablos...!

Cí se giró dispuesto a enseñar modales al impaciente, pero la proximidad de un alguacil le disuadió. Tragó saliva y se apartó de la fila mientras se preguntaba si debería correr el riesgo que suponía adentrarse en el edificio del rectorado. Después de su encontronazo con Kao en la Gran Farmacia, acudir a un lugar tan señalado podía convertirse en una trampa. Pero tampoco tenía otra opción. Apretó los puños y se dirigió hacia el edificio.

Al traspasar el umbral del Palacio de la Sabiduría no pudo evitar que un escalofrío le estremeciera el corazón. Había transitado por aquellos jardines cientos de veces, había entrado en las aulas con la misma ilusión con la que un niño recibe un caramelo tras recitar correctamente las lecciones, se había dejado las ilusiones y las esperanzas que un día creyó interrumpir para siempre, y ahora, tras un año de ausencia, volvía a franquear la pesada puerta de color sangre que con su dintel tachonado de amenazadores dragones parecía espantar a cuantos se aferrasen a la ignorancia.

El bullicio de los alumnos le devolvió a la realidad.

En las paredes de los pasillos, numerosos pliegos de papel inmaculadamente caligrafiados especificaban los requisitos que se exigían aquel año. Tras echarles un vistazo, ascendió hasta el Gran Salón de la primera planta, donde atendía un funcionario de rostro afable. Al llegar su turno le sonrió. Le explicó que necesitaba el certificado de aptitud.

—¿Es para ti? —Le miró entornando los párpados.

Cí miró nervioso de un lado a otro.

—Sí.

—¿Estudiaste aquí?

—Leyes, señor.

—Muy bien. ¿Necesitas las calificaciones o sólo el certificado?

—Ambas cosas. —Cí cumplimentó la solicitud con sus datos.

El funcionario la leyó con dificultad. Luego miró al joven y asintió.

—De acuerdo. Entonces he de acudir a otro despacho. Espera aquí —le informó.

Cuando el hombre regresó, su rostro amable había desaparecido. Cí pensó que habría descubierto algo, pero el funcionario apenas le miraba. En realidad, sólo tenía ojos para el expediente que sujetaba en sus manos, el cual releía una y otra vez con estupor. Cí dudó si esperar, pero el hombre seguía absorto, sin despegar la mirada de unos documentos sellados por la prefectura.

—Lo siento —dijo al fin—. No puedo emitir el certificado. Tus notas son excelentes, pero la honorabilidad de tu padre... —Se calló.

—¿Mi padre? ¿Qué sucede con mi padre?

—Léelo tú. Hace seis meses, durante una inspección rutinaria, se descubrió que había malversado fondos en la judicatura en la que había trabajado. El peor delito de un oficial. Aunque se encontraba en excedencia por luto, fue degradado y expulsado.

* * *

Cí leyó el informe atropelladamente mientras retrocedía tambaleándose. Necesitaba aire. Apenas si podía respirar. Los documentos se le escaparon de las manos y se desperdigaron por el suelo. Su padre, condenado por corrupción... ¡Por eso se había negado a regresar! Feng se lo habría comunicado durante su visita. De ahí su cambio de opinión y su repentino silencio.

De repente, todo cobraba un patético sentido; una ironía que le salpicaba para marcarle como un estigma. Se sentía sucio por dentro, contaminado de la ignominia de su padre. Las paredes le daban vueltas. Le entraron ganas de vomitar. Dejó caer el expediente y corrió escaleras abajo.

Mientras deambulaba por los jardines, lamentó su estupidez. Vagaba de un lado a otro con la mirada perdida, chocándose con los estudiantes y los profesores como si fueran estatuas errantes. No sabía a dónde iba ni qué hacía. Tropezó con un puesto de libros y lo volcó. Intentó recoger el destrozo, pero el dueño empezó a insultarlo y él le respondió. Un guardia próximo se acercó para aclarar el suceso, pero Cí se alejó antes de que le alcanzara.

Salió del recinto mirando de un lado a otro, temeroso de que en cualquier momento alguien le detuviera. Por fortuna, nadie reparó en él, de modo que saltó a la barcaza que cubría el trayecto desde la universidad hasta la plaza de los Oficios y permaneció inmóvil camuflado entre los viajeros hasta que llegó a su destino. Una vez allí, miró la sarta de su cintura, en la que bailaban doscientas monedas. Después de haber pagado a Luna por ocuparse de Tercera y de abonar los trayectos en barca, era cuanto le quedaba. Buscó una herboristería clandestina y adquirió un tónico para la fiebre. Cuando entregó su última moneda, Cí supo que había tocado fondo. Hasta ese momento había alimentado la esperanza de emplearse en los alrededores de la universidad impartiendo clases a alguno de los estudiantes que, sobrados de recursos y acuciados por las fechas, contrataban a profesores que les abriesen las puertas de la gloria. Pero sin certificado de aptitud, todo ese sueño se había derrumbado. Seguía necesitando dinero para pagar el hospedaje y la comida, un dinero que le sería requerido sin falta aquella misma noche.

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