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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (46 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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Aún boquiabierto, Cí se percató de que, hasta aquel momento, su concepto de riqueza había sido tan nimio como el de un pobre ermitaño encandilado con un camastro nuevo. A su juicio, ni el más soñador de los mortales sería capaz de imaginar el lujo que se derramaba a su alrededor.

Se fijó en el ejército de sirvientes que permanecían inmóviles, como rígidas estatuas sacadas del mismo molde colocadas una tras otra en perfecta hilera a la espera de atender a la concurrencia. Al fondo, sobre una tarima forrada de raso amarillo, distinguió la mesa imperial, con diez faisanes asados, en tanto que a sus pies, junto a las mesas, centenares de invitados engalanados con vistosos trajes conversaban animosamente.

Kan le hizo una seña para que le siguiera.

El consejero de los Castigos le guio a través de un elenco de aristócratas, pomposos nobles acaudalados, notables llegados de los confines del imperio, poetas reconocidos, licenciados en caligrafía, prefectos y subprefectos, altos cargos de la administración y miembros de los diferentes consejos, todos ellos acompañados por sus respectivas familias. Le contó que el emperador había preferido dar un tono festivo al encuentro para que no se considerase una rendición.

—En realidad, se ha hecho coincidir la audiencia con la fiesta, y no al contrario.

Ocuparon una mesa junto a otros invitados, en la que se sentaron respetando la costumbre de los ocho lugares. La norma era reservar la silla situada en la parte orientada al este para el invitado más importante, y ésa fue la que ocupó el consejero de los Castigos. Todos los demás se sentaron según su rango y edad, a excepción de Cí, que lo hizo al lado de Kan.

Mientras esperaban la llegada del emperador, Kan confió a Cí en voz baja que había cedido su puesto en la mesa imperial para no estar tan sujeto por el protocolo. Luego presentó a Cí a sus compañeros de mesa: dos prefectos, tres letrados y un reputado fabricante de bronces.

—Cí es mi ayudante —explicó Kan.

El joven asintió. Mientras Kan departía con sus colegas, Cí observó que las mujeres se congregaban en mesas separadas, algo habitual en cualquier tipo de celebración, pues permitía a los hombres hablar de sus asuntos. Aún no habían comenzado a servir los entrantes cuando un toque de gong salido de la nada anunció la inminente presencia del emperador.

Ningzong apareció acompañado de un séquito de cortesanos tan numeroso y de un contingente de soldados tan amenazador que a cualquier otro dirigente de la tierra se le habría cortado la respiración. Precedido por una sinfonía de timbales y trompetas, todos los asistentes se levantaron al unísono para cumplimentarle. El emperador no se inmutó. Su mirada entornada parecía contemplar el infinito mientras avanzaba como un fantasma ausente, ajeno a la admiración y al esplendor. Una vez junto al trono, Ningzong tomó asiento y con un ademán autorizó a los invitados para que le imitaran. De inmediato, un nuevo gong puso en movimiento a un enjambre de camareros, ayudantes, sirvientes y cocineros que se apresuraron a desfilar, como si les fuera la vida en ello, en un bullicioso baile de bandejas, bebidas y viandas.

A la espera del embajador de los Jin, uno de los comensales hizo los honores a Cí.

—Te recomiendo el pollo de mendigo a la fragancia de la hoja de loto. Pero si prefieres el picante, prueba la sopa de pescado de Songsao. Es un poco agria, aunque magnífica para el verano —le sugirió el fabricante de bronces.

—Quizá prefiera la sopa de mariposas con tortas fritas —propuso uno de los letrados—. O tal vez una tajada de cerdo de Dongpo.

—¡Hum! ¡Licor de uva! ¡Esto sí es una exquisitez y no las heces de vino de arroz que nos escancian en otras ocasiones! —Uno de los prefectos se apresuró a servirse un vaso—. Respecto a la comida, no os apuréis. Según tengo entendido, servirán ciento cincuenta platos distintos.

Cí agradeció las sugerencias, pero se puso unas simples albóndigas hervidas con jengibre. En cuanto a la bebida, optó por el vino de cereales caliente y especiado al que estaba acostumbrado. Le llamó la atención la presencia de una bandeja con fideos y queso de oveja, alimentos propios de la gente del norte.

—En honor al embajador —masculló Kan, y escupió sobre aquellos platos. Los demás comensales le imitaron. Cí, perplejo, hizo lo propio.

—¿Y qué clase de ayudante eres tú? —terció el fabricante de bronces dirigiéndose a Cí—. Nuestro consejero de los Castigos no es hombre que se deje aconsejar. —Se rio.

A Cí se le atragantó la sopa. Carraspeó un poco y se disculpó torpemente.

—Soy experto en los Jin —respondió sin reflexionar, y al punto se dio cuenta de su torpeza.

—¿Sí? ¿Y qué sabes de esos canallas a los que hemos de pagar? ¿Es cierto que nos quieren invadir?

Cí simuló que aún tenía algo en la garganta. Bebió un trago de agua para ganar tiempo.

—Si lo revelara en esta mesa, Kan me rebanaría la garganta y, entonces, además de salpicarles, probablemente perdería mi empleo —dijo por fin, y sonrió.

El fabricante de bronces lo miró con asombro antes de comprender que bromeaba. Luego prorrumpió en risas. Cí advirtió que Kan le dirigía un gesto furibundo, antes de resoplar con alivio.

—De modo que trabajáis con bronces... —desvió la atención Cí—. Hoy he tenido la oportunidad de reflejarme en un espejo de ese material. Su pulido era tal que parecía hielo. Aún estoy asombrado. Jamás vi precisión igual.

—¿Aquí, en palacio? Entonces, sin duda, lo he fabricado yo. No está bien que lo diga, pero ningún otro metalúrgico maneja el bronce con tanta habilidad —fanfarroneó mientras les mostraba los recargados anillos de ese material que poblaban sus dedos.

—Cierto. Muy cierto —dijo Kan mirando al fabricante con severidad. Cí observó cómo el rostro de éste perdía la sonrisa al contemplar la mirada de Kan.

Para evitar que los invitados comprometieran a Cí con nuevas preguntas, Kan se adueñó de la palabra. Le fue fácil continuar con el tema que parecía haber despertado un evidente interés.

—¡Todo en su punto! —Sonrió—. La sopa caliente, el arroz tibio y el jugo y las bebidas frías, a excepción del vino y el té. ¿Sabíais que es aconsejable ingerir más comida dulce en otoño, más salada en invierno, más ácida en primavera y más amarga en verano?

—Yo lo único que sé es que mi mujer me la amarga todo el año —contestó uno, provocando la chanza del resto.

Como si los hubieran espoleado, los contertulios se lanzaron a la conversación. Uno comentó que la carne de res era dulce y suave por naturaleza, de modo que se debía cocinar junto con comida amarga y ligera, pero otro prefirió hablar de los cinco licores.

—Los que maceran a los cinco animales. Espero que esta noche bebamos bien de ellos. —Y todos estuvieron de acuerdo.

Nada más decirlo, apareció un sirviente con cinco frascos de aguardiente de sorgo, cada uno conteniendo un bicho repulsivo. Cí distinguió un alacrán, un lagarto, un ciempiés, una serpiente y un sapo. Fue el único que no los probó.

Iban a brindar cuando Kan interrumpió a Cí.

—Ahí llega el embajador Jin. —Volvió a escupir.

Ninguno de los presentes se levantó.

Cí se giró hacia la puerta y lo divisó. El embajador caminaba delante de cuatro de sus oficiales. Sobre su tez parda, del color de la tierra sucia, destacaban unos dientes relucientes, inusualmente blancos. A Cí se le asemejó a un chacal. El hombre avanzó hasta detenerse a cinco pasos de la mesa imperial. Al igual que sus oficiales, se arrodilló y se postró ante Ningzong. Luego hizo una seña a sus hombres para que entregaran unos presentes a Su Majestad Imperial.

—Malditos hipócritas —murmuró Kan—. Primero nos roban y ahora nos agasajan.

Cí observó que el embajador y sus oficiales tomaban asiento en una mesa cercana al emperador, sobre la que descansaba el plato preferido de los bárbaros: un enorme y completo cordero asado. Quizá por sus vestimentas no lo parecieran, pero su forma de devorar dejaba a las claras que eran unos salvajes.

Pese al interminable desfile de platillos, Kan ya no comió más. Por prudencia, Cí le imitó. En cambio, el resto de los comensales se concentraron en los postres que llenaban los tapetes de bambú. El licor pasaba de mano en mano derramándose sobre las rodajas de raíz de loto en almíbar, las rodajas de sandías y melones y los untuosos helados de frutas cuidadosamente emulsionados, los cuales, en su mayor parte, acabaron en medio de sus pecheras. Kan avisó a Cí de que, en cuanto comenzaran los fuegos de artificio, le indicaría la persona de la que sospechaba.

A Cí le dio un vuelco el corazón.

Instantes después, un nuevo toque de gong informaba a los invitados de que el emperador daba por concluido el banquete para continuar con el té y los licores en los jardines.

Todos se levantaron. Kan esperó a que los invitados con los que había compartido mesa dejaran de tambalearse antes de emprender camino. Cí tuvo que sujetar al fabricante de bronce.

—La noche se presenta prometedora —anunció Kan—. Salgamos a contemplar el espectáculo.

* * *

Nada más alcanzar la terraza, Cí comprobó que las familias continuaban separadas: los hombres junto a los licores, riendo y bebiendo en la balconada principal, y las mujeres comenzando a preparar el té ceremonial en las mesitas cercanas al estanque. El reflejo limpio de la luna acompañaba a los cisnes mientras los farolillos encendían la noche entre los pinos japoneses. Cí supuso que cuando llegase el momento de enfrentarse al sospechoso, la oscuridad se convertiría en su aliada. Le temblaban las manos, como si de algún modo presintieran que se acercaba una batalla. Sin embargo, Kan parecía tener ojos sólo para el fabricante de bronce, al cual no dejaba de vigilar. Cuando Cí le preguntó sobre el presunto asesino, el consejero le conminó a que aguardase.

Tras un rato conversando con varios desconocidos, Kan le avisó.

—Acompáñame. Vamos a tomar el té.

Pese a su grueso volumen, Kan bajó la escalinata con el sigilo de un gato y se internó en la oscuridad. Cí le siguió por la espesura, sorteando los distintos grupos que conversaban pausadamente junto a las mesitas. Dejaron atrás unos macizos de flores y se dirigieron hacia la orilla del estanque. Allí, una jaula de mariposas repleta de luciérnagas iluminaba a un grupo alrededor de una tetera. Cí distinguió a hombres y mujeres que supuso ancianos y cortesanas, pues, de lo contrario, no compartirían mantel. Sin esperar a que le invitaran, Kan se arrodilló junto a ellos.

—No os importará que nos unamos...

La sonrisa de una mujer madura les dio la bienvenida.

—Estás en tu casa —musitó—. ¿Quién te acompaña?

Cí palideció ante la belleza serena de la mujer. Tal vez hubiera cumplido los cuarenta, pero no los aparentaba. Ella y Kan se conocían.

—Es Cí. Un nuevo ayudante. —El consejero se sentó junto a la mujer e hizo sitio al joven.

Cí examinó a los presentes. Cuatro hombres y seis mujeres, todos riendo distraídamente. Los hombres se veían añosos, pero sus cuidados modales y sus costosas vestimentas parecían compensar su ancianidad ante los ojos de las cortesanas. Éstas, a excepción de la mujer que acababa de recibirles, aparentaban ser muy jóvenes. Sin embargo, ninguna poseía la perfección de rasgos de la más madura. A los hombres los analizó de otra manera, imaginando que entre ellos debía de encontrarse el autor de los asesinatos.

Mientras la mujer que había hecho de anfitriona les servía una taza de té con la delicadeza de un suspiro, Cí escrutó los rostros de los presentes. El que tenía enfrente era un hombre nervudo, cuyos ojos semientornados por el alcohol mantenían una desagradable expresión lasciva, mirara a la joven que mirara. Imaginó que, de poder, las consumiría de un bocado sin diferenciar su sabor, apurándolas igual que el cuenco de licor que degustaba. Los otros tres no parecían peligrosos. Tan sólo unos viejos borrachos que baboseaban ante la juventud de unas cortesanas que podrían haber pasado por sus nietas.

Bebió un sorbo de té y centró su vista en el primer hombre, quien, al advertirlo, le devolvió una mirada de desprecio.

—¿Qué miras? ¿Acaso eres un invertido? —le espetó.

Cí bajó los párpados. Debería haber intentado pasar inadvertido y, en vez de eso, se había puesto en evidencia.

—Pensé que le conocía —dijo por fin, y bebió otro sorbo de té.

Kan carraspeó. Le hizo un gesto que Cí no entendió.

Los hombres continuaron bebiendo licor mientras las cortesanas reían al sentir sus caricias bajo los vestidos. Cí comenzó a sentirse incómodo. No comprendía a qué esperaba Kan para tomar la iniciativa. Ni siquiera imaginaba lo que pretendía. Volvió a fijarse en su sospechoso. El hombre intentaba abrir el escote de la chica más joven, pero ésta se resistió.

—¡Estate quieta de una vez! —bramó el hombre al tiempo que la abofeteaba. Cí hizo ademán de impedirlo, pero el hombre se revolvió—. ¡Y tú! ¿Qué quieres?

Cí se alarmó. Pensó que el hombre se abalanzaría sobre él, pero Kan le hizo un gesto para que se tranquilizara.

—¿Cómo te atreves? —espetó la anfitriona al violento. Su voz sonó firme, imperativa. A Cí le sorprendió y al hombre le sublevó.

—¿Qué? —El hombre se dispuso a enfrentarse a la mujer. Cí tensó sus músculos, pero Kan le contuvo. La mujer sacó un frasquito de su regazo.

—Así no se conquista a una joven —le aconsejó ella en un susurro. Sirvió un poco del brebaje y se lo ofreció.

—¿Qué es? —gruñó el hombre mientras olía el contenido.

—Un vigorizante amatorio. Te vendrá bien.

El hombre pareció desconfiar. Luego apuró la bebida de un trago y de inmediato la escupió.

—¡Por todos los dioses! —rugió—. ¿Qué clase de porquería es ésta?

La mujer sonrió dejando a la vista una hilera de dientes perfectos.

—Zumo de gato.

Cí sonrió. En efecto, el zumo de gato era un vigorizante. De lo que Cí no estaba tan seguro era de que el procedimiento empleado para obtenerlo fuera de su agrado.

—Si alguna vez has estrujado una esponja, podrás imaginarlo —le explicó la mujer mientras le servía otro vaso—. Se coge un gato hermoso y se le rompen los huesos con un martillo teniendo cuidado de no aplastarle la cabeza para que aguante vivo. Se le deja reposar un poco y se le prende fuego al pelo. Luego se escalda y se sazona al gusto. Tras una hora de cocción, se cuela en una jarra y listo.

El hombre la miró desconcertado. Sus ojos bailaban con estupor, brillantes por el efecto del licor. No sabía qué hacer. Intentó balbucear algo, pero ni él mismo se entendió. Arrojó al suelo la escudilla de licor que le ofrecía y se marchó soltando juramentos. Los otros hombres le siguieron como si le debieran obediencia, llevándose con ellos a las cortesanas.

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