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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (43 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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A Cí no le sorprendió. Eran muchos los eunucos que ascendían en la Corte y se hacían con una pequeña fortuna. Todo dependía de su trabajo y de la habilidad en el elogio y en la adulación. Sin embargo, cuando Cí se lo hizo notar, el joven eunuco no estuvo de acuerdo.

—Él no era como los demás. Sólo tenía ojos para el trabajo, para sus antigüedades... y para mí. —Rompió a llorar.

Cí intentó consolarle, pero no lo logró. No quiso insistir. Si lo necesitaba, volvería a interrogarlo. El muchacho iba a marcharse cuando algo acudió a la mente de Cí.

—Una última cosa —le señaló—. Dijiste que Suave Delfín despertaba envidia en casi todos...

—Así es, señor —lagrimeó.

—¿Y en quién no, aparte de ti?

El joven eunuco miró a los ojos de Cí como si le agradeciera aquella pregunta. Luego bajó los suyos.

—Lo siento. No se lo puedo decir.

—No tienes nada que temer de mí —se extrañó Cí.

—A quien temo es a Kan.

* * *

Mientras reflexionaba sobre la complejidad de su situación, Cí se encaminó hacia las habitaciones en las que había residido Suave Delfín hasta el día de su desaparición. En su calidad de ayudante del administrador, éstas se ubicaban cerca del Consejo de Finanzas, en el piso superior.

Encontró la puerta custodiada por un centinela de pocas palabras que, no obstante, le franqueó el paso tras anotar su nombre en la libreta de registro y verificar la legitimidad del sello imperial. Una vez dentro, Cí comprobó que, en efecto, Suave Delfín era un ferviente devoto del orden y la pulcritud. Los diferentes libros de su despacho, todos dedicados a la poesía, no sólo estaban alineados con maniática precisión, sino que además habían sido forrados con papeles de seda de idéntico color. Nada en la habitación estaba dispuesto al azar: los trajes, perfectamente doblados y apilados en el interior de un arcón impoluto; los pinceles de escritura, tan escrupulosamente limpios que hasta un recién nacido podría haberlos chupado; o las varillas de incienso, ordenadas según su tamaño y olor. Sin embargo, sobre la mesa se advertía un elemento discordante: un diario dejado caer descuidadamente, abierto por la mitad. Cí preguntó al centinela si alguien había tenido acceso a las dependencias tras la desaparición del eunuco y éste, tras consultar el libro de registro, contestó que no. Cí entró de nuevo y se dirigió a la siguiente habitación.

La segunda estancia era un amplio salón cuyos tabiques parecían haber sido invadidos por un ejército de antigüedades. En la pared de entrada, decenas de estatuillas de bronce y jade de las dinastías Tang y Qin estaban clasificadas con etiquetas que ilustraban su insigne procedencia. Lindantes con el muro exterior y flanqueando la ventana que miraba al Palacio de las Concubinas, cuatro jarrones de delicada porcelana de Ruzhou exhibían su níveo esplendor. Frente a ellos, en la pared opuesta, refinadas pinturas de paisajes montañosos, jardines, ríos y puestas de sol brillaban sobre lujosos lienzos de seda. Sin embargo, en la cuarta pared tan sólo se exhibía un lienzo primorosamente caligrafiado que coronaba el acceso a la última estancia. Se fijó en él. El texto era un poema de trazos vigorosos y firmes que progresaban de derecha a izquierda como un armonioso desfile de lirismo y destreza. Se fijó en los numerosos sellos rojos, que señalaban a sus anteriores propietarios. Le atrajo la forma ligeramente curvada del bastidor, el cual miró con atención.

Juzgó que su valor resultaría incalculable. Seguramente demasiado oneroso incluso para un eunuco próspero como Delfín.

Finalmente, se adentró en la tercera estancia, un dormitorio presidido por un lecho envuelto en gasa, perfumado con generosidad. El edredón se ajustaba a las esquinas con exquisitez, como una mano a un guante. Las paredes, pulcras, se hallaban guarnecidas con lienzos de seda bordada. Nada en aquellas estancias estaba dispuesto al azar.

Nada, excepto el diario de Suave Delfín.

Volvió a la primera sala para examinarlo.

Se trataba de un volumen de finas hojas de papel decorado con flores de loto. Tras comprobar que estaba completo, se enfrascó en su lectura sin prisas, buscando cualquier indicio que le resultara útil. Curiosamente, el diario no hacía mención alguna a su desempeño laboral, dedicándose exclusivamente a asuntos personales. El eunuco desgranaba sus sentimientos hacia el joven Lánguido Amanecer, del cual parecía estar profundamente enamorado. Hablaba de él con delicadeza y cariño, casi con la misma pasión que reflejaba cuando se refería a sus padres, a los que mencionaba prácticamente en cada página.

Cuando lo terminó, frunció el ceño. De su lectura se desprendía que el eunuco, pese a su agitada vida amorosa, había sido una persona sensible y honesta.

Y también podía inferirse que, de un modo u otro, había sido engañado por su ejecutor.

* * *

Al día siguiente, Cí acudió pronto al archivo. Astucia Gris pernoctaba fuera de palacio y, sabedor de que no solía madrugar, aprovechó la privacidad de la mañana para comprobar los asuntos en los que había trabajado Suave Delfín antes de morir.

Según comprobó en los legajos, desde el último año el eunuco se había ocupado de la contabilidad correspondiente al comercio de la sal, uno de los monopolios que, junto a los del té, el incienso y el alcohol, controlaba en exclusiva el estado. Cí no estaba familiarizado con los asientos mercantiles, pero, por simple comparación con los reseñados en años precedentes, comprobó que existía un descenso constante y pronunciado en los balances. La merma podía obedecer a fluctuaciones del mercado o tal vez a un enriquecimiento ilegítimo que, de alguna forma, justificaría la valiosísima colección de antigüedades que había acumulado Suave Delfín.

Para verificarlo acudió al Consejo de Finanzas, donde le confirmaron que el montante total de transacciones había disminuido debido al avance de los bárbaros del norte. Cí comprendió. De un modo u otro, todos los habitantes del imperio habían sufrido en sus carnes las consecuencias de la invasión de los Jin. Tras haber sido contenidas durante años, las tropas Jin habían avanzado hasta ocupar el norte del país. Desde entonces, las relaciones comerciales se habían resentido, y más aún en los últimos años, cuando a pesar de los pactos y los tributos, sus ejércitos amenazaban con proseguir su expansión. Agradeció la explicación al funcionario y emprendió camino hacia el depósito. Quería limpiar los cadáveres para comprobar su evolución.

Antes de descender a las mazmorras se pasó por las cocinas y los establos para proveerse de los suministros que había encargado a Bo. Una vez satisfecho, se dirigió a la antecámara del depósito. Al entrar le invadió una náusea. Desde allí podía mascarse el hedor a corrupción. Imaginó que las hilas de alcanfor apenas lo paliarían. Aun así, se las colocó y comenzó a trabajar. Justo en ese momento apareció Bo.

—Me retrasé, pero aquí la tienes. —Le mostró la pica que le había encargado.

Cí examinó con detenimiento el asta, sopesó su masa y comprobó el diámetro y su alineación. Asintió satisfecho. Era exactamente lo que necesitaba. La dejó a un lado y continuó con los preparativos. En una cacerola de terracota introdujo una gran cantidad de hojas de cardo blanco y vainas de jabón de judías. Las prensó y les prendió fuego, pues el humo combatiría el hedor. Seguidamente, preparó un cuenco con vinagre, inhaló unas gotas de aceite de semillas de cáñamo y mordió un trozo de jengibre fresco. No podía hacer mucho más. Aspiró una bocanada de aire y con el resto del material entró en la sala dispuesto a afrontar el último examen.

Pese al lavado practicado el día anterior, los gusanos se habían vuelto a reproducir e infestaban los cadáveres. Rápidamente sofocó las ascuas con el vinagre para que el humo se expandiera y comenzó a elaborar el enjuague definitivo. Mezcló el resto del vinagre con estiércol fermentado hasta conseguir una papilla viscosa que diluyó con agua, luego embadurnó una paleta de madera y utilizó la mixtura para arrastrar las larvas y los gusanos. Finalmente, completó la limpieza vertiendo varios baldes de agua sobre los cuerpos. Sintió asco al percibir bajo sus pies el grasiento charco de sangre, insectos y podredumbre, pero apretó los dientes y comenzó la inspección.

En el eunuco y en el cadáver desfigurado no hizo hallazgos relevantes. En ambos, la corrupción había avanzado ennegreciendo la piel hasta desprenderla de los músculos, y en muchas zonas se veía acartonada. Sin embargo, sobre el rostro del hombre más joven, el mismo del que había mandado elaborar un retrato, descubrió una miríada de diminutas señales tan pequeñas como semillas de amapola. Cí limpió con esmero las zonas de piel mejor conservadas y las examinó con atención. Las minúsculas cicatrices parecían antiguas y se veían diseminadas por todo el rostro como pequeñas quemaduras o picaduras de viruela, con la única excepción de unos extraños cercos cuadrados alrededor de ambos ojos. Lo apuntó en su cuaderno y esbozó una imagen en la que replicó el patrón. Comprobó que esas mismas marcas estaban presentes en las manos. Finalmente, cogió la pica.

No estaba seguro de que su idea funcionase, pero aun así avanzó hacia el cuerpo mutilado del anciano. Empuñó la pica y apuntó su extremo hacia el cráter abierto en el pecho. Luego, con sumo cuidado, fue introduciendo el asta, buscando algún camino que permitiese su progreso. Cuando la pica cedió ante la presión, exhaló un rugido de satisfacción. Poco a poco, como si se deslizara por un pasadizo secreto, el extremo de la pica fue penetrando en el interior del cuerpo, inclinándose hacia abajo y hacia el exterior. Cuando detuvo su progreso, Cí pidió a Bo que le ayudase a dar la vuelta al cadáver. Al hacerlo, comprobó que el extremo de la pica aparecía por la herida abierta en la espalda, confirmando sus sospechas. No se trataba de dos heridas diferentes, sino de una sola, con entrada y salida. Iba a extraer la pica cuando un brillo en su extremo llamó su atención. Con cuidado, cogió unas pinzas y separó el fragmento brillante de la sangre reseca. Al examinarlo con cuidado, determinó que se trataba de una esquirla de piedra. No supo identificar su procedencia, pero la guardó como prueba.

—Necesitaré otro cadáver —le dijo al oficial.

Bo le miró con preocupación.

—Conmigo no cuentes —respondió.

Cí rio y Bo respiró al comprender que no era preciso matar a nadie. Lo que a Cí le urgía era un cuerpo muerto para comprobar su teoría. Sin embargo, cuando Bo le propuso conseguirlo en el cementerio de Lin’an, Cí se negó en redondo. Se acordó del adivino.

—Tendremos que encontrarlo en otro lugar —le apremió.

De entre su material sacó dos grandes pliegos de papel: uno mostraba el dibujo de una figura humana por su parte ventral, y el otro, la misma imagen por su parte dorsal. Ambos esbozos se veían completados con una serie de puntos negros y blancos que salpicaban de forma precisa las distintas partes de la anatomía. Bo se interesó por ellos.

—Los utilizo como plantilla. Los puntos negros señalan los lugares que resultan mortales en caso de ser afectados por una lesión o herida. Los blancos indican los propensos a ocasionar un gran mal. —Los extendió en el suelo y dibujó el lugar exacto y la forma de las heridas.

Cuando concluyó, limpió la pica, cogió los dibujos en los que había bosquejado las heridas del anciano y, tras autorizar la inhumación de los cadáveres, abandonó el palacio en compañía de Bo.

* * *

El Hospital Central era una especie de granja atestada de moribundos que pasaban a diario de los camastros al cementerio como huevos al canasto. Cí había pensado que sería el lugar idóneo para practicar con un cuerpo, pero el director del sanatorio les informó de que los últimos fallecidos ya habían sido retirados por sus familiares. Bo sabía que Cí pretendía comprobar las heridas que produciría una pica al atravesar un cuerpo humano. Por eso, cuando Bo sugirió emplear a un enfermo como sustituto, Cí no dio crédito. El oficial argumentó que el voluntario que accediese a su propuesta recibiría un entierro digno y una compensación para sus familiares, y aunque Cí se negó, Bo ordenó al director que difundiera la propuesta. Para asombro de Cí, el director aceptó sin poner reparos.

Recorrieron sala por sala en busca de candidatos, que Cí descartó por demasiado sanos. Finalmente, el director les propuso a un hombre quemado que se debatía entre la vida y la muerte, pero Cí lo rechazó, alegando que sus quemaduras alterarían los resultados. Continuaron hasta una estera próxima en la que yacía un obrero con el color de la muerte pintado en su rostro. El hombre había quedado aplastado a causa de un derrumbamiento y agonizaba. Cí contempló cómo el dolor le consumía en sus últimos instantes. También lo rechazó. Entonces Bo se percató de que Cí jamás aceptaría su planteamiento. Se dio la vuelta y salió del hospital contrariado.

—No sé ni cómo me he atrevido a pensarlo —dijo Bo, arrepentido.

—¿Y las ejecuciones? —respondió Cí.

Le propuso a Bo emplear el cadáver de un condenado.

* * *

El responsable de la prisión de extramuros, un militar cuajado de cicatrices, pareció disfrutar con la idea de atravesar a un muerto.

—Precisamente esta mañana estrangulamos a uno —se felicitó—. Sabía que en el pasado se emplearon presos muertos para experimentar los efectos de la acupuntura, pero nunca me habían propuesto algo semejante. En fin, si es por el bien del imperio, al menos esos criminales servirán para algo.

Les condujo hasta el lugar donde yacía el cuerpo del infortunado. El responsable del presidio les informó de que la ejecución pública había tenido lugar el día anterior en uno de los mercados, pero después había sido trasladado al patio de la prisión y desde entonces permanecía expuesto para escarmiento de los demás reos. Lo encontraron tirado sobre la tierra, vestido y hecho un guiñapo.

—Ese cabrón violó a dos niñas y las arrojó al río. La turba le apaleó —justificó.

Cuando el militar le preguntó si necesitaba que lo desnudaran, Cí respondió negativamente. El anciano había sido asesinado vestido y él pretendía reproducir los hechos de la forma más fidedigna posible. Sacó los dibujos y comprobó la posición de las heridas. Luego prendió sobre la camisola del cadáver una pinza de bambú señalando el lugar donde tenía que clavar la pica.

—Será preciso incorporarlo —señaló.

Entre varios soldados consiguieron izar el cuerpo y pasarle una soga bajo los hombros que aseguraron bajo una viga. Finalmente, el cadáver colgó como un monigote. Cí lo miró. Cuando aferró la pica no pudo evitar sentir pena por el criminal. Sus ojos entreabiertos parecían desafiarle desde más allá de la muerte. Cí enarboló la lanza. Pensó en las niñas asesinadas y descargó la pica sobre el cadáver con todas sus fuerzas. Sonó un chasquido y el madero penetró en el cuerpo como si trinchara un cerdo. Sin embargo, se enganchó a mitad del recorrido y no lo traspasó.

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