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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (6 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—¿Eh? ¡Ah! Sí, bien. Claro que, si es tan detallado, ¿para qué un segundo examen teniendo aquí estos platos? —Rio de nuevo.

Feng hizo una seña a su acólito para que se retirara con los informes. Le preguntó al Ser si deseaba interrogar a Cí, pero el magistrado rechazó la oferta y siguió engullendo sin descanso. Finalmente, dejó de masticar y miró a Feng.

—Dejemos la burocracia y capturemos a ese bastardo.

No hubieron de esperar a la cena, porque una reata de sabuesos conducidos por los hombres de Bao-Pao localizaron a Lu en el Monte del Gran Verdor, camino de Wuyishan. El hermano de Cí portaba tres mil
qián
atados a la cintura y se defendió como un animal acosado. Para cuando lograron reducirle, Lu ya había recibido la paliza de su vida.

* * *

El juicio se convocó para después del anochecer. La noticia sorprendió a Cí en su casa mientras intentaba explicarle a su padre todo lo que había sucedido.

—¡Lu jamás haría eso! —aulló su padre frenético—. Y tú, ¿cómo has ayudado a acusarle?

—Pero, padre, yo no sabía que Lu... —Cí bajó la cabeza—. Feng nos ayudará. Me ha prometido que...

El hombre interrumpió a Cí con una mirada furibunda. Luego cogió a Tercera en brazos y en compañía de su esposa abandonó la vivienda.

Cí les siguió a cierta distancia, extrañado por la premura de la convocatoria. Ante cualquier proceso por asesinato debían practicarse dos investigaciones consecutivas instruidas por distintos magistrados, pero, según parecía, el Ser de la Sabiduría tenía prisa por regresar a su prefectura. Cuando alcanzaron la sala habilitada para la audiencia, observó que la presidía el estandarte judicial de la prefectura. Dos faroles de seda flanqueaban un pupitre y sillón vacíos.

No tuvieron que aguardar la llegada de Lu. Escoltado por los hombres de Bao-Pao, apareció con la cabeza enganchada al
jia
, el pesado cepo de madera que le asemejaba a un buey apaleado. Los grilletes que ensangrentaban sus pies y las manillas de pino prendiendo sus muñecas mostraban claramente que se trataba de un criminal peligroso. Al poco entró el Ser, ataviado con la toga de seda negra y el gorro
bialar
que lo identificaba como magistrado. El oficial del Orden lo presentó y leyó los cargos que pesaban contra Lu. Todos callaron, menos el Ser.

—Si el acusador está de acuerdo... —inquirió.

El primogénito del difunto se arrodilló en señal de sumisión y golpeó el suelo con su frente. A continuación, el alguacil le pidió que ratificara el papel en el que figuraban las acusaciones. El hombre leyó el texto tartamudeando, humedeció un dedo en la piedra de tinta e imprimió su huella roja en la parte superior. El alguacil la secó y confirmó su autenticidad con el pincel. Luego se la entregó al Ser.

—Por la gracia de nuestro Supremo Emperador Ningzong, heredero del Celeste Imperio, en su honorable y loado nombre, yo, su humilde servidor, Ser de la Sabiduría de la prefectura de Jianningfu y magistrado de este tribunal, una vez leídos cuantos cargos acusan al abyecto criminal Song Lu como asesino del ciudadano Li Shang, a quien robó, mató, profanó y decapitó, declaro que conforme a las leyes de nuestro milenario código penal, el
Songxingtong
, resultan probados cuantos hechos se reflejan en el precedente informe practicado por el sapientísimo juez Feng. Y siendo tal la certeza de éstos, cedo la palabra al acusado para que declare su culpabilidad, so pena de padecer cuantos tormentos fueren necesarios hasta su completa y final confesión.

Cí no pudo evitar que le doliera el corazón.

El alguacil empujó a Lu hasta hacerle hincar las rodillas. Lu miró al Ser con los ojos hundidos, carentes de inteligencia. Al comenzar a hablar, Cí observó que le faltaban varios dientes.

—Yo... no maté a ese hombre... —acertó a decir Lu.

Cí lo contempló compungido. Su hermano parecía un perro vencido. Aunque fuera culpable, no merecía aquel trato.

—Considera lo que dices —advirtió el Ser a Lu—. Mis hombres son hábiles con ciertos instrumentos...

Lu no pareció entender la amenaza. Cí pensó que estaba bebido. Uno de los guardias obligó a Lu a besar el suelo.

Parapetado tras sus pinceles y las piedras de tinta, el Ser releyó las notas elaboradas por Feng. Lo hizo con calma, como si fuese la única tarea encomendada para aquel día. Luego alzó la vista y escrutó a Lu.

—El acusado tiene ciertos derechos. Aún no se ha dirimido totalmente su culpabilidad, de modo que concedámosle la oportunidad de la palabra. Dime, Lu, ¿dónde te encontrabas hace dos lunas, entre la salida del sol y el mediodía?

Lu no contestó, de modo que el Ser repitió la pregunta, elevando el tono y su irritación.

—Trabajando —respondió al final Lu, sin convicción.

—¿Trabajando? ¿Dónde?

—No sé. En el campo —balbuceó.

—¡Ya! Sin embargo, dos de tus peones manifiestan lo contrario. Por lo visto, esa mañana no apareciste por el arrozal.

Lu lo miró con cara de estúpido. Los ojos le bailaban como los de un borracho.

—Aunque tú no lo recuerdes, Lao, el ventero con quien bebiste hasta altas horas de la madrugada la noche anterior, no lo ha olvidado. Según dice, jugasteis a los dados, te emborrachaste y perdiste mucho dinero —continuó el magistrado.

—Eso es imposible. Nunca he dispuesto de mucho dinero —replicó en un atisbo de impertinencia.

—Y también afirma que lo perdiste todo.

—Es lo que ocurre cuando se apuesta con los dados...

—Sin embargo, en tu cintura colgaba una sarta con tres mil monedas en el instante en que te detuvieron. —Lo miró con detenimiento—. Permíteme que te refresque la memoria con algo que no sea licor. Esta tarde, cuando huías tras el asesinato...

—Yo no huía... —le interrumpió en un alarde de atrevimiento—. Iba al mercado de Wuyishan. Eso es... Quería comprar otro búfalo porque el imbécil de mi hermano... —se mordió la lengua y señaló a Cí—: Porque ése de ahí le quebró la pata al único que tenía.

—¿Con tres mil
qián
? ¡Basta ya de mentiras! Todo el mundo sabe que un búfalo cuesta cuarenta mil —rugió Feng.

—Iba a pagar sólo una señal —se defendió.

—¡Con el dinero que robaste, claro! Acabas de declarar que perdiste cuanto tenías, y tu propio padre ha confirmado que estabas endeudado.

—Esos tres mil
qián
se los gané a un tipo después de salir de la taberna.

—¡Ah! ¿Y de quién se trata? Supongo que esa persona podrá atestiguarlo.

—No... No sé... No lo había visto nunca. Era un borracho que se ofreció a jugar y perdió. Él mismo me dijo que en Wuyishan vendían bueyes baratos. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que le devolviera lo ganado?

El juez se adelantó a la mesa que hacía las veces de estrado y solicitó del Ser su autorización. Luego se dirigió hacia Lu y le desató la sarta con monedas que aún anudaba en su cintura para, a continuación, mostrársela al hijo del difunto. El joven miró con rabia la cincha sin prestar atención a las monedas agujereadas que bailaban sobre sus alojamientos.

—Es la de mi padre —aseguró.

Pese a lo triste de la situación, Cí admiró la astucia de Feng. Como los ladrones solían apoderarse de las sartas completas, entre los campesinos había cundido la costumbre de personalizar los cordeles que ensartaban las monedas con marcas que, en caso de robo, hicieran posible su identificación. El Ser asintió ante Feng y repasó de nuevo sus documentos.

—Dime, Lu, ¿reconoces esta hoz? —Hizo una seña para que el alguacil se la acercara.

El detenido la miró con desinterés. Los ojos se le cerraron, pero el alguacil le propinó un empellón que le hizo despertar. Los abrió y la miró de nuevo.

—¿Es la tuya? —insistió el Ser.

Lu reconoció el grabado de su nombre y afirmó con la cabeza.

—Según consta en el informe —continuó el magistrado—, el juez Feng vinculó de forma inequívoca esta hoz con el asesinato, y aunque por sí solo este hecho y el dinero incautado serían suficientes para condenarte, la ley me obliga a conminarte a que confieses.

—Os vuelvo a decir... —Lu se le quedó mirando estúpidamente, incapaz de continuar.

—¡Maldición, Lu! En atención a tu padre, aún no te he torturado, pero si persistes en tu actitud me veré obligado a... Estoy perdiendo la paciencia, Lu.

—¡Me dan igual la hoz, los
qián
, los testigos...! —Se rio como un majadero.

Un golpe de bambú se estampó contra sus costillas. A un gesto del Ser, dos alguaciles lo arrastraron hacia una esquina.

—¿Qué le van a hacer? —preguntó Cí a Feng.

—Tendrá suerte si resiste la máscara del dolor —le respondió.

____ 5 ____

C
í conocía bien aquel tormento, del mismo modo que sabía que si el acusado no confesaba, cualquier prueba en su contra carecería de valor. Por esa razón tembló.

El oficial del Orden apareció portando en sus manos una siniestra máscara de madera con refuerzos de metal, de cuya base partían dos cinchas de cuero. A una señal suya, dos ayudantes sujetaron a Lu, que se revolvió como un animal cuando intentaron acoplarle el artilugio. Cí observó cómo su hermano aullaba enloquecido, lanzando dentelladas al aire mientras se debatía en el suelo. Varias mujeres se escondieron temerosas, pero cuando los alguaciles lograron asegurarle la máscara, aplaudieron y volvieron a sus puestos. Al punto, el oficial del Orden se acercó a Lu, quien, tras varios varetazos más, parecía haberse calmado.

—¡Confiesa! —le conminó el Ser.

Pese a las cadenas que le retenían, Lu aún aparentaba ser más fuerte que cualquiera de los presentes. Llevaba un rato sereno cuando, de repente, se revolvió y golpeó con el cepo al guardián más próximo, para a continuación abalanzarse sobre Cí. Por fortuna, los alguaciles lo detuvieron y lo apalearon hasta domarlo. Una vez rendido, aprovecharon para encadenarlo a la pared del granero. El oficial insistió, acercándole una vara a la boca.

—Declara, y aún podrás masticar arroz.

—¡Quitadme esta mierda, hatajo de cebúes!

A un gesto del Ser, el alguacil giró una manilla y la máscara se contrajo sobre sí misma, ajustándose a la cabeza de Lu, que chilló como si le rompieran los huesos. La siguiente vuelta hizo que el artefacto se clavara contra sus sienes, arrancándole un aullido de dolor. Cí sabía que, en un par de vueltas, su cráneo estallaría como una nuez en el mortero.

«Confiesa de una vez, hermano».

Lu persistió en su silencio y el aullido se agudizó. Cí se tapó los oídos al mismo tiempo que un hilo de sangre brotaba en la frente de Lu.

«Confiesa, por favor».

A la siguiente vuelta, la máscara crujió y un alarido inhumano reverberó en toda la sala. Cí cerró los ojos. Cuando los abrió, comprobó que Lu se había mordido la lengua y sangraba con profusión. Iba a implorar clemencia cuando Lu se desmayó.

Al instante, el Ser ordenó a los alguaciles que detuvieran el tormento. Lu yacía doblado sobre sí mismo como un trapo arrugado, pero aún respiraba. Con un hálito imperceptible, el reo hizo una seña al magistrado, quien indicó a sus hombres que le aflojaran la máscara.

—Con... fieso... —susurró.

Al escuchar sus palabras, el hijo del difunto se abalanzó sobre Lu y lo pateó como a un perro. Lu apenas se inmutó. Cuando los alguaciles lograron alejar al enajenado, Lu se arrodilló e imprimió su huella sobre el documento de confesión. Seguidamente, el Ser pronunció el veredicto.

—En nombre del todopoderoso hijo del Cielo, declaro a Song Lu autor confeso del asesinato del venerable Shang. Al resultar las heridas que le infirió irremediablemente mortales y existiendo como añadido el ánimo de robar, no es aplicable la muerte por degüello ni tampoco por estrangulación, por lo que conforme a lo regulado en las honorables leyes del
Songxingtong
, el criminal Song Lu será ejecutado por decapitación.

El Ser timbró de rojo la sentencia y ordenó a los alguaciles que custodiaran al reo, dando por concluido el proceso. Cí intentó hablar con su hermano, pero los guardias se lo impidieron, así que se dirigió a Feng para valorar la posibilidad de un recurso. Cuando se disponía a abandonar el recinto, vio a su padre postrarse de hinojos ante los familiares de Shang e implorarles perdón, pero los huérfanos lo apartaron como si fuera un despojo. Cí corrió a ayudarle, pero su padre lo rechazó con un aspaviento. El hombre se incorporó como pudo y se sacudió el polvo de sus ropas. Después salió del cobertizo sin volver la vista atrás mientras Cí se dejaba caer abatido, acompañado tan sólo por la amargura de sus sentimientos.

Transcurrió un rato antes de que Cereza se le acercara con sigilo. La muchacha ocultaba su rostro bajo una capucha porque se había escabullido un instante de su familia.

—No te aflijas —le susurró ella—. Tarde o temprano mi familia recapacitará y aceptará que vosotros no sois como Lu.

Cí intentó quitarle la capucha, pero ella se apartó.

—Lu nos ha deshonrado —acertó a decir él.

—En todos los campos aparecen plagas. Ahora, he de irme. Ruega a los dioses por nosotros. —Acarició su cabeza y se marchó corriendo.

Sin embargo, a pesar de que se iba a librar de su hermano, Cí no pudo evitar que le carcomieran los remordimientos.

De un modo que no alcanzaba a comprender, Cí se sentía en deuda con su hermano. Quizá fuera porque Lu le había protegido en su infancia, o quizá porque, pese a la hosquedad de su carácter, también había trabajado duro por ellos. Ante aquella tragedia, no le importaban las veces que Lu le hubiera maltratado, ni lo ignorante, necio o rudo que pudiera ser con él. Ni siquiera le importaba el hecho de que hubiera robado o que fuese un criminal. Porque, sobre todo, Lu era su hermano, y las enseñanzas confucianas le obligaban a respetarle y obedecerle por encima de cualquier otra circunstancia. Tal vez Lu no supiera ser mejor, pero no creía que su hermano fuese un asesino. Violento, sí, pero un asesino, no.

«¿O quizá sí?».

* * *

El día amaneció con la misma lluvia y los mismos relámpagos. Todo igual, salvo la ausencia de Lu.

Cí se desperezó. No había dormido en toda la noche, así que salió temprano al encuentro de Feng para interesarse por el futuro de su hermano. Encontró a Feng en los establos, preparando su equipaje junto a su ayudante mongol. Al percatarse, dejó sus pertenencias y se acercó a Cí. Le dijo que partían por tierra hacia Nanchang, donde embarcarían en una de las chalupas arroceras que navegaban hacia el Yangtsé. Viajaba hacia la frontera septentrional en una misión que le ocuparía varios meses y que no admitía dilación.

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