El Lector de Julio Verne (20 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—A mí, la vida me ha pegado mucho.

Eso decía Catalina para justificarse, y era verdad, aunque en Fuensanta había otras que estaban peor. Su primogénito había sido uno de los últimos muertos del frente, su marido, uno de los primeros fusilados de la posguerra, y antes de que acabara el mes de abril de 1939, como si todavía no hubiera tenido bastante, su hijo Nicolás, que durante diez años se había criado tan sano como sus ocho hermanos, se le murió en los brazos entre convulsiones de una fiebre altísima, mientras ella lo llevaba por el pueblo de puerta en puerta, suplicando una ayuda que nadie quiso prestarle. En cincuenta días, Catalina la Rubia vivió una tragedia que muchas personas no acumulan en una vida entera, y esos cincuenta días la arrasaron por dentro y por fuera, la convirtieron en una roca de granito, un bloque de metal, una piedra distinta de la mujer que había sido hasta entonces. Nunca pudo olvidar aquellas casas cerradas a la agonía de su hijo, nunca quiso olvidar aquellas puertas que no cedieron al dolor de un niño ni a la desesperación de su madre, y nunca, ni por un instante, olvidó a Nicolás expirando en la calle cuando ella se derrumbó, cuando ya no supo qué hacer, adonde ir, a quién acudir, cuando ya lo había intentado todo, el médico, el boticario, el alcalde, el párroco, el veterinario, y se sentó en la plaza para mecerle como cuando era un bebé, para abrazarle, y cantarle, y acariciarle, y llorar con él, por él, hasta que sus hijas fueron a buscarla y le arrebataron de los brazos el cuerpo ya templado de su hermano muerto, al que su madre seguía meriendo, y cantando, y acariciando, y por el que nunca podría ni querría dejar de llorar.

No había cuartel. Eso fue lo que Catalina aprendió aquel día, que no había cuartel. En Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en la provincia de Jaén, en toda Andalucía, en España entera no había piedad, no había esperanza ni futuro para una mujer como ella. Sin embargo, conservaba a sus tres hijas y le vivían cuatro varones más, desperdigados por el mundo, eso sí, uno en México, otro en Argelia, y otros dos, los más jóvenes, en Francia, adonde llegaron después de haber vivido en el monte una buena temporada.

—A mi Francisco lo sacaron en abril del año pasado, y a mi Anselmo en julio, una semana antes de lo de Valdepeñas —y entonces, sólo entonces, sonreía—. A esos ya no los cogen, no señor.

Nunca decía quién los había sacado, pero de vez en cuando, por el mismo misterioso conducto sin nombre, recibía carta de uno o de otro, a este o al otro lado del mar, y el buen humor le duraba varios días, aunque a veces daba la impresión de que la salud o la prosperidad de sus hijos no la alegraban tanto en sí mismas como por la victoria que entrañaban para una mujer que tampoco estaría jamás dispuesta a dar cuartel. Porque no era que Catalina siguiera siendo roja, sino que ahora era más roja que antes, más roja que nunca, roja de verdad, tanto como Cuelloduro, o más. Rojo había sido Lucas, su marido, y rojo Blas, el hijo que había perdido cuando su muerte ya no iba a servir de nada, roja era Manoli, la otra viuda, que al salir de la cárcel de Sevilla se fue a vivir al cortijo de su suegra con dos niños de mi edad que ya eran rojos, como los hijos de su tío Bernardo, rojos en México, como la hija de su tío Lucas, roja en Orán, como los hijos que tendrían sus tíos de Toulouse, rojos también, todos rojos perdidos por más que siempre les hubieran llamado los Rubios, haciendo un mote de su apellido.

—¿Y usted? —le pregunté a doña Elena cuando creí que tenía la confianza suficiente para hacerlo—. ¿Usted también es roja?

Ella se echó a reír y movió la cabeza antes de contestarme.

—Por supuesto que no, Nino, ¿cómo puedes pensar eso? —y su risa se deshizo en una sonrisa tierna, melancólica—. En la España del Caudillo ya no hay rojos, ¿es que no te has enterado?

—Pero Catalina…

—Catalina nada. Catalina es una patriota y una buena española, católica, apostólica y romana, como todo el mundo. ¡Pues no faltaría más!

Entonces me di cuenta de que doña Elena también era roja, aunque no se pareciera a las Rubias en ninguna otra cosa.

Para empezar, ella ni siquiera era andaluza. Había nacido en Salamanca, porque su padre, asturiano, era catedrático de Fisiología en esa universidad. Ella estudió Magisterio mientras tonteaba con uno de sus ayudantes, un sevillano que le hacía mucha gracia. Le hizo tanta que se hicieron novios, y se casaron cuando él consiguió una plaza en Carmona, donde ella también trabajó como maestra en dos etapas, antes de tener a sus hijas y mucho después, cuando las niñas ya habían crecido. La mayor no quiso hacer el bachiller, la pequeña sí, y al empezar el curso 1935/36, se fue a Madrid a estudiar Bellas Artes en contra de la opinión de su madre pero con todas las bendiciones de su padre, que sentía debilidad por aquella muchacha rebelde y modernísima, tan diferente de su primogénita, que se había empeñado en casarse por la Iglesia antes de cumplir veinte años. Su marido era un primo segundo de la rama asturiana, formal, católico y tan reaccionario que un par de días después de la boda dejó de hablarse con su suegro, con quien había tenido una bronca monumental a propósito de Darwin, los monos y el libro del Génesis.

Cuando la sublevación militar partió España en dos mitades, las opiniones científicas que el marido de doña Elena había sostenido en el casino durante toda su vida con apasionado ardor, le llevaron directamente, por ateo, a la cárcel de Carmona, en la que ingresó con la cabeza muy alta y casi de buen humor, convencido de que aquello iba a durar un par de días. Ella se quedó sola, incomunicada con su hija pequeña, que se lo pasaba tan bien de vacaciones en Madrid que había ido retrasando su vuelta hasta el primer día de agosto, y con la mayor, que estaba en Oviedo, la única ciudad asturiana que había caído en manos de los rebeldes, y cuyo cerco la mantenía aislada del resto de la zona de Franco. Cuando por fin recibió una carta suya, encabezada por el mismo ¡Arriba España! que mantenía a su padre en prisión, casi lo lamentó, porque eso significaba que era verdad que había caído el Frente Norte. Su marido seguía estando bien. Era un hombre fuerte, optimista, que irradiaba una benéfica serenidad sobre sus compañeros, a los que curaba cuando enfermaban a base de remedios caseros que ella hacía según sus instrucciones y dejaba todos los días a su nombre en la puerta de la cárcel. Así fue hasta el final de la guerra. El día que cayó Madrid, doña Elena no pudo verle, pero cuarenta y ocho horas después encontró a un hombre distinto, que ya no tenía fuerzas para sonreír y escogió un tono sospechoso, de puro solemne, para preguntarle si estaba segura de saber cuánto, cómo la había querido. Dos semanas más tarde, sin ningún síntoma, ninguna causa aparente, murió de madrugada. Aquella noche, antes de que apagaran las luces, se lo avisó a sus compañeros de celda, creo que voy a morirme, y todos le rodearon, le acompañaron, le secaron el sudor, le dieron ánimos, pero no pudieron hacer nada por él.

Tu padre se ha muerto de pena, escribió doña Elena a su hija mayor, que parece una muerte tonta, pero es la peor de todas, y ella le contestó que sólo podían esperar que Dios, en su infinita misericordia, se apiadara de su alma errada y pecadora. Aquella respuesta le pareció tan cruel que se dijo que no iba a volver a escribirle una carta nunca más, pero lo hizo enseguida, porque todas sus gestiones para localizar a su hija pequeña fueron infructuosas, y pensó que su hermana, mucho mejor situada para pedir favores, tendría más suerte. La que tuvo se agotó al localizar en un hospicio del Auxilio Social a una niña de dos años que se llamaba Elena González Manzano, aunque en su partida de nacimiento, que todavía no habían tenido tiempo de reescribir, seguía constando que era hija legítima del matrimonio formado por Felipe Ballesteros Sánchez, artillero de la IV Brigada Mixta, y Marina González Manzano, dibujante afiliada al sindicato de Artes Gráficas de UGT. De su madre no lograron averiguar nada, aparte de que la niña había llegado al Hospicio desde una guardería de la JSU donde se ocupaban de los huérfanos que dejaban los bombardeos. Cuando doña Elena fue a Madrid a recogerla, intentó averiguar el paradero de aquel yerno a quien nunca conocería, pero le dijeron que sólo informaban a los parientes. En ese momento, pensó que su marido había hecho bien en morirse y que más le valdría a ella hacer lo mismo, pero cogió a la niña en brazos, se volvió a Carmona y enseguida se alegró de haber sobrevivido.

Durante casi dos años, su nieta fue su única familia y un bien capaz de compensarla por todo lo que había perdido, pero en el invierno de 1941, una de las amigas que había hecho en la cola de la cárcel, le habló de la angustiosa situación de una presa de Sevilla que estaba viuda y había ingresado con sus dos hijos. Cuando la cogieron, el menor todavía mamaba y el otro tenía tres años. Ahora, y aunque ella siempre había contado con poder conservar al pequeño también hasta los cinco, habían decidido quitarle a los dos, y su hermano le acababa de contestar por carta que él, desde luego, no podía ir a recogerlos. Doña Elena, que iba tirando porque todavía le quedaban cosas que vender, no se lo pensó. Se hizo cargo de los niños y los tuvo en su casa más de veinte días, hasta que Catalina la Rubia recibió una carta de su nuera, consiguió dinero para el viaje y llegó por fin a Carmona.

Allí, por alguna razón que yo nunca alcanzaría a entender, porque desbordaba todos los límites conocidos de la solidaridad y de la gratitud, se hicieron amigas íntimas. En septiembre, Catalina volvió con sus nietos a casa de doña Elena y ella le acompañó a Sevilla el día de la Merced, el único del año en el que los niños podían entrar en las cárceles a ver a sus madres. En Carmona aún hacía tanto calor que, al despedirse, Catalina invitó a su amiga a pasar el verano siguiente en Fuensanta de Martos, donde el aire de la sierra refrescaba todas las noches. A doña Elena le gustó mucho el cortijo y volvió todos los veranos, hasta que en 1945 soltaron a Manoli, que antes de caer presa nunca se había interesado por la política que absorbía por completo a su marido. Blas el Rubio había participado en el asalto al cuartel donde los guardias civiles y los falangistas de Fuensanta se sublevaron sin éxito el 18 de julio de 1936 y, durante una semana escasa, la que transcurrió antes de que decidiera alistarse en las Milicias con tres de sus cuatro hermanos, fue el presidente del comité que tomó el poder en el pueblo después de ejecutar a los cabecillas de la sublevación. En otoño, ese mismo comité decidió ofrecer a Manoli el puesto que su cuñado Anselmo dejó libre al alistarse también, como un gesto de cortesía hacia una de las familias que más estaba arriesgando en defensa de la República, una deferencia que al final de la guerra le costó una pena de muerte, conmutada más tarde por veinte años de cárcel que la redención por el trabajo, docenas de mantelerías y juegos de sábanas bordados a mano para el ajuar de las señoritas sevillanas, dejó en seis.

Al volver a Fuensanta, Manoli, una chica de aspecto insignificante, baja, menuda, que cuando se fue del pueblo tenía un carácter tan apacible que la distanciaba de sus cuñadas tanto o más que su físico, demostró que había salido de la cárcel convertida en una Rubia más. A la luz del día, delante de todos, fue derecha a casa de su hermano, escupió en la puerta, y se instaló en el cortijo de su suegra, con sus hijos. Doña Elena y su nieta llegaron con ella y se quedaron allí también, como si fueran de la familia. Cuando yo las conocí, ya lo eran. Elenita tenía un acento cortijero tan cerrado como el de los hijos de Manoli. Blas y Pedrito la trataban como si fueran sus primos, y enseguida los tres empezaron a esquivarme con el mismo ahínco.

Aquella situación, incomprensible para muchos de los habitantes del pueblo, era una fuente constante de chismes y murmuraciones, casi nunca inocentes. Algunos decían que doña Elena era rica y que Catalina la tenía en su casa para servirla como criada, con la intención de heredar algún día. Otros contaban la historia al revés, convencidos de que la Rubia le estaba sacando poco a poco a su huésped el dinero que le quedaba a cambio de alojarla en su cortijo. Por supuesto, había versiones más retorcidas, que especulaban con la hipótesis de que ambas fueran lesbianas o con la posibilidad de que alguno de los hijos fugitivos de Catalina fuera el padre de Elenita. Nadie regala nada, decían, nadie da algo a cambio de nada, y tenían razón pero no la tenían, porque doña Elena no le pagaba alquiler a Catalina, pero Catalina disponía del poco dinero que le quedaba a doña Elena. Ninguna de las dos cobraba pensión y las dos trabajaban lo mismo, muchísimo, aunque la viuda del médico, las manos ásperas, callosas de hacer pleita, conservaba trazas de una vida distinta, la memoria de un antiguo bienestar.

—Es que la gente, ahora, no entiende esas cosas —Pepe el Portugués me fue contando esta historia mientras me acompañaba al cortijo—. Antes sí, antes, cuando la República, lo entendía todo el mundo, porque había huelgas, cajas de resistencia y sindicatos que prestaban dinero sin interés, que socorrían a las viudas y construían colegios para los huérfanos, pero ahora… Es como si aquello nunca hubiera pasado, como si nadie se acordara de nada, y por eso… Ahora nadie está dispuesto a dar nada por nadie, y ya ves, estas dos mujeres, que lo único que hacen es ayudarse, hacerse compañía la una a la otra, intentar sacar el cortijo adelante para criar a sus nietos lo mejor posible, y lo que va diciendo la gente…

Aquella tarde yo había llegado al cruce antes que él, tan nervioso que sólo al verle me di cuenta de que me había dejado la tartera de aluminio encima de la mesa de la cocina.

—No importa —él estaba tranquilo, sonriente y de buen humor—. Luego bajo contigo y la recojo.

—Sí —dije yo, por decir algo—, mejor… Porque…

Entonces, alertado por el temblor de mi voz, me cogió de los hombros para mirarme mejor.

—¿Qué te pasa? —y volvió a sonreír—. No me digas que tienes miedo.

—Un poco —admití.

—¿De qué? —no fui capaz de explicárselo, pero él lo entendió—. ¡Vamos, Nino! Sólo son unas pobres mujeres, ninguna te va a comer, te lo garantizo…

Entonces, para tranquilizarme, me contó quién era doña Elena y por qué vivía con Catalina, pero yo seguí estando nervioso, y tan asustado como un soldado que penetra en campo enemigo.

—¡Pero, Antonino, por Dios!

Dos días antes, cuando llegué a mi casa con los cangrejos, padre ya me estaba esperando en la cocina, pero no quiso explicarme los motivos de la cita que me había anunciado el Portugués hasta que mis hermanas estuvieran acostadas, y al escuchar su susurro, entrecortado y sigiloso como el de quien transmite un terrible secreto, su mujer se llevó las manos a la cabeza.

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