El Lector de Julio Verne (22 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Leí todos estos títulos saltando de un cajón a otro, de una fila a otra, casi sin fijarme en las letras que descifraba a toda velocidad, como si temiera que fueran a desaparecer de un momento a otro, fruto de un ensalmo, un hechizo, una ilusión perversa que se desvanecería en el aire sin haber llegado a existir jamás. Hasta que logré cerrar la boca, y volví a respirar por la nariz, y mi corazón recuperó el gobierno de sus propios latidos. Entonces moví la cabeza y vi que doña Elena me miraba, muy sonriente.

—Usted debe de ser muy feliz —le dije, sin pensar muy bien en el significado de las palabras que pronunciaba.

—Pues no —y me pasó un brazo por el hombro, como si mi comentario la hubiera conmovido—. No soy muy feliz. ¿Por qué lo dices?

—No sé, teniendo tantos libros… —moví las manos en el aire para ganar tiempo, mientras buscaba unas palabras que no logré encontrar—. Yo nunca he visto tantos juntos en mi vida.

—Pues en Carmona tenía muchísimos más, y en unas librerías muy buenas, por cierto, con puertas de cristal y todo —pero acarició con ternura los lados bastos, astillados, de la caja de naranjas a la que le había correspondido custodiar lo que yo aprendería algún día que se llamaba el Siglo de Oro de la literatura española—. Aquí tengo poco más de trescientos, pero llegamos a tener casi cinco mil.

—¿Sí? —y volví a jadear sin darme cuenta—. ¿Y los ha dejado allí? Pues es una pena, porque podríamos…

—No —negó con la cabeza sin dejar de sonreír—. Allí ya no queda nada. Lo vendí todo, la casa, los muebles, los libros de medicina de mi marido, que eran los que más valían… No saqué gran cosa, desde luego, pero tuve que aceptar lo que me ofrecieron y dar las gracias, encima. Sólo me quedé con mi cama, con mi mesa, mi butaca favorita, los libros sin los que no podría vivir y los que pensé que ayudarían a vivir a mi nieta, pero, ya ves… A Elenita no le gusta leer. No hay manera de que coja un libro.

—¿No? Pues a mí…

—Ya, ya lo sé, me lo ha contado Pepe. Pero todavía no has mirado donde más te conviene. Yo, en tu lugar, me fijaría en el tercer estante de los que están al lado de la escalera.

Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en ochenta días, De la Tierra a la Luna, Escuela de Robinsones, Un capitán de quince años, Miguel Strogoff, Los quinientos millones de la Begún, Las tribulaciones de un chino en China, El testamento de un excéntrico, Por un billete de lotería, El dueño del mundo, Las aventuras del capitán Hatteras
, los dos tomos de
La isla misteriosa
que yo ya había leído, y
Veinte mil leguas de viaje submarino
en la misma edición forrada en tela y con una ilustración a color pegada en la portada, mucho más bonita que la mía.

—No sé qué decir —tenía los ojos turbios y la sensación de estar tambaleándome, como si hiciera equilibrios en la cubierta de un barco o en el vértice de una inmensa borrachera—. Es increíble.

—No —ella se echó a reír—. Es una colección, nada más. A mí también me gustaba mucho Verne, de jovencita, y lo sigo leyendo de vez en cuando, no creas, aunque me sé de memoria casi todas las novelas. Así que puedes coger la que tú quieras.

—¿De verdad? —y de golpe, el corazón trepó por mi garganta para latir contra mi paladar.

—Claro —pero ella no le dio ninguna importancia a aquella milagrosa sucesión de acontecimientos extraordinarios—. Ahora nos vamos a ver mucho, ¿no? Cuando la termines, me la devuelves y te llevas otra. Porque me puedo fiar de ti, ¿verdad?
Los hijos del capitán Grant
la presté el año pasado y todavía no me la han devuelto…

Cuando escuché su último comentario, me dije que no tenía tiempo para pensar en eso, y después de mucho dudar, decidí empezar por el principio. Escogí
Cinco semanas en globo
y no lo solté ni un instante mientras ella ponía encima de la mesa una funda de cartón azul marino cuyo objeto no logré identificar hasta que la abrió para dejarme ver una máquina de escribir pequeña, más antigua pero también más liviana, más graciosa que la de la oficina.

—Aquí la tienes. Si te parece bien, le dedicaremos sólo la mitad de las clases. Durante la otra mitad, te enseñaré taquigrafía, porque saber una cosa sin la otra no sirve para nada.

Todavía me estaba explicando en qué consistía aquel sistema de escritura abreviada del que yo nunca había oído hablar, cuando Pepe el Portugués tocó con los nudillos en la puerta.

—¿Ya son las seis? —le preguntó doña Elena.

—Y veinte —contestó, mirándome a mí—. Nos tenemos que ir, pero vamos a bajar por un camino distinto, que llega directamente hasta aquí sin pasar por delante del cortijo. Así, cuando yo no pueda venir contigo, coges por allí —entonces se dirigió a mi profesora, tuteándola con una naturalidad que me devolvió a una extrañeza que ya se me había olvidado—. ¿Te parece?

—Sí, sí, mucho mejor. Por atrás nunca pasa nadie —ella me acarició la cabeza para despedirse—. Hasta pasado mañana entonces, Nino.

El camino por el que volvimos apenas merecía ese nombre. Era un sendero estrecho, casi borrado por la hierba, que apenas se distinguía por los árboles que lo flanqueaban. El Portugués me los fue señalando, orientándome para que pudiera encontrarlo yo solo, y tuve que prestarle tanta atención que no me dio tiempo a preguntarle nada. Al llegar al cruce, vimos venir a Auxi, mejor conocida por Rodillaspelás, porque se pasaba las horas muertas encogida sobre un reclinatorio, frente al altar mayor, aunque la piedad no la estorbaba para estar al acecho de cualquier chisme que pudiera repartir después, de puerta en puerta, y pensé que mi padre había hecho bien en tomar tantas precauciones. Cuando pasó de largo, ya había tenido tiempo para pensar además que, por muy extraña que me resultara la familiaridad de Pepe con Catalina, y por más que nunca hubiera querido contarme una palabra de nada, el libro que llevaba apretado contra el pecho me había puesto, una vez más, en deuda con él. Sin embargo, antes de que llegáramos al pueblo, la curiosidad pudo más.

—Tú te pasas la vida en el cortijo de las Rubias, ¿no?

Le solté la pregunta de sopetón, pero él se rió como si llevara toda la tarde esperándola.

—Hombre, la vida no… Pero sí es verdad que últimamente voy bastante.

—¿A ver a Paula? —asintió con la cabeza sin mirarme—. Pues Filo es mucho más guapa.

—Sí, pero a mí me gusta más su hermana.

—Pues es la que peor leche tiene.

—Ya —entonces sí me miró—. Por eso me gusta.

Era una respuesta tan lógica y tan absurda al mismo tiempo que los dos nos echamos a reír a la vez, y cuando llegamos a la casa cuartel todavía se nos debía notar, porque madre se nos quedó mirando con una sonrisa.

—Vaya, parece que estamos contentos…

Así, exactamente, estaba yo, contento, y contento seguí estando durante toda la primavera, abril, mayo y veinticinco días de junio, doce semanas enteras de la mejor vida que había tenido jamás, días de libros, de palabras, de risas, días cómplices de los amores del Portugués, de la casa de doña Elena, del futuro de un niño de diez años que se sintió tan mimado, tan arropado, tan seguro, que llegó a creer que nunca sería secretario de Ayuntamiento ni oficinista en ninguna Diputación, por mucho que llegaran a mejorar sus pulsaciones. Fueron días emocionantes aquellos, días aventureros y secretos, casi clandestinos, en los que me pasaron muchas cosas que no podía compartir con nadie, que no podía contarle ni siquiera a Paquito, mientras él seguía presumiendo de saber siempre más que yo, cuando nunca había sabido menos. Si tú supieras, pensaba, y él seguía hablando, que si cómo no me había enterado de que había aparecido otro billete firmado en Torredonjimeno, que si los bandoleros habían atracado la oficina de Correos en Castillo de Locubín, que si su padre estaba seguro de que la imprenta no podía estar en Fuensanta, ¡hay que ver, Nino, no te enteras de nada! Yo sonreía y le decía que no, pero de vez en cuando le daba algún susto.


Comment allez-vous
?

—¿Qué?

—Digo que
comment allez-vous
?

—¿Y eso qué es?

—¡Pues francés! ¿Qué va a ser? Es que no te enteras de nada, Paquito.

Doña Elena sabía muchísimas más cosas que taquigrafía y mecanografía. Yo nunca había conocido a nadie que supiera tanto como ella, ni siquiera don Eusebio, que nos enseñaba Historia a base de nombres de batallas y cuando nos preguntaba Literatura siempre decía, dando golpes en la mesa como si estuviera enfadado, ¡apellido del escritor, fecha, lugar de nacimiento y obras más importantes! Ella no era así. Ella contaba historias, y se sabía tantas que nunca se agotaban, historias verdaderas e inventadas, alegres y crueles, cómicas y tristísimas, historias completas que parecían grandes y luego eran pequeñas, porque siempre formaban parte de una historia mayor, una historia infinita que muchos adultos como ella y muchos niños como yo habían fabricado juntos a lo largo de los siglos, la historia de la sabiduría y de la curiosidad, la historia del conocimiento y del hambre de conocer, la historia que quien sabe mucho entrega a quien no sabe nada para que, en lugar de dividirse, crezca más y viva para siempre.

Doña Elena me enseñó mucho más que taquigrafía y mecanografía en la primavera dorada de mi ignorancia, y después, cuando dejé de ser inocente, me enseñó más cosas todavía. Me descubrió quién había sido Ulises y quién había sido Newton, quiénes fueron El Cid y Almanzor, por qué había habido una guerra que había durado cien años y que un músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart terminó una misa de réquiem en la última noche de su vida. Me enseñó poemas y romances, canciones y letrillas, refranes y adivinanzas, y muchas palabras en muchos idiomas distintos pero, sobre todo, me enseñó un camino, un destino, una forma de mirar el mundo, y que las preguntas verdaderamente importantes son siempre más importantes que cualquiera de sus respuestas.


How do you do
, Paquito?

—¡A mí déjame de francés!

—Que no es francés, que es inglés, animal…

—Desde luego, Canijo, es que ya no se puede ni hablar contigo, de lo raro que te estás volviendo.

Era verdad que me estaba volviendo raro, y lo más raro era que me gustaba. Nunca me había sentido tan bien como en aquellos días, cuando no hacía falta que madre me castigara sin salir ni al patio, porque yo mismo prefería quedarme en casa leyendo si no podía ir al molino a ver al Portugués, ni recorrer, solo o con él, por un camino o por otro, la distancia que me separaba de la casilla vieja. Entonces, mientras ascendía por el espacio atravesando nubes de estrellas, o descendía hasta el magma incandescente de las profundidades del planeta, las novelas de Julio Verne que doña Elena me prestaba eran mucho más que libros, toda una garantía de la privilegiada condición de un niño muy bajito que nunca antes había tenido motivos para sentirse afortunado, un elemento de continuidad entre mis dos vidas, el túnel secreto que vinculaba las desnudas paredes de mi habitación de la casa cuartel con las cajas de fruta que albergaban una biblioteca viva y escogida en una pobre casilla de paredes encaladas.

Además, muchas veces, las novelas de Verne también eran el pretexto que me consentía empezar a preguntar sobre lo que no sabía, historia, geografía, física, los sextantes, los globos aerostáticos, los submarinos, las rutas de navegación, las proezas de los descubridores, las rutinas de los laboratorios, el origen asombroso, frenético y cambiante de todos aquellos científicos locos y cuerdos a la vez que acertaban al equivocarse, al cometer largas cadenas de errores que les iban aproximando poco a poco, por caminos insospechados, a los grandes hallazgos de sus vidas. Así, aquellos libros me irían llevando hacia otros libros, otros autores a quienes leería con la misma avidez, porque me descubrían mundos distintos pero igual de fascinantes, que terminaba de explorar haciendo preguntas sobre asuntos cuya existencia había ignorado siempre, a una mujer que siempre sabía cómo contestarme. Estoy preocupada, Nino, me decía ella de vez en cuando, con tanta charla no vamos a avanzar… La verdad era que yo no quería avanzar, porque no quería que aquello se acabara.

—Admirose un portugués, de ver que en su tierna infancia, todos los niños en Francia, supiesen hablar francés…

—¡Que me dejes ya, joder!

Aquella tarde, mientras Paquito cruzaba el patio muy enfadado, padre se echó a reír, pero por la noche me dijo que, cuando dominara la máquina y si podíamos ajustar un precio, quizás doña Elena pudiera enseñarme también esa lengua que los niños franceses aprenden desde la cuna. Sus palabras, que tenían el eco de una promesa, agotaron mi resistencia, y desde entonces avancé más que antes, más que nunca, tanto que don Eusebio, en la escuela, empezó a mirarme con cara de miedo, como si el destino le estuviera castigando con una inesperada reedición de Regalito.

Cuando terminó el curso, ya era capaz de escribir a una velocidad razonable textos con sentido, palabras verdaderas en el lugar de aquellas absurdas cadenas de letras, qwer y poiu, que Sonsoles me había enseñado sin decirme ni una sola vez que lo fundamental era que memorizara el teclado. En taquigrafía iba un poco más atrasado, pero de vez en cuando tomaba nota de algunas de las frases que habían dicho mis padres y mis hermanas en la comida, y les enseñaba después el cuaderno para dejarles con la boca abierta. Esperaba que mis notas de fin de curso reflejaran un progreso que a mí mismo me parecía asombroso, pero el maestro fue tan cicatero como cuando me ponía un cinco pelado por haber intentado soplarle a Paquito la tabla de multiplicar.

—Perdone, don Eusebio —unos meses antes jamás me habría atrevido a protestar, pero lo hice con naturalidad, sin medir las consecuencias, cuando me dio el libro escolar, con una columna de aprobados aún más humillante en comparación con los notables y los sobresalientes que florecían en todas las demás páginas—, pero no estoy de acuerdo con mis notas. No sé por qué me ha puesto un cinco en Historia, porque hice el examen muy bien.

Cuando estaba preparando aquel examen, doña Elena había sacado por primera vez, de su correspondiente cajón de fruta, uno de esos tomos gordos, encuadernados en una piel roja, suave, que de lejos parecía terciopelo, sus lomos blandos, suavísimos como la piel de un niño al que hubieran acariciado muchas veces.

—Ten —me dijo después de acariciarlo una vez más, mientras lo abría por el lugar exacto, como si se supiera de memoria su contenido—,
El dos de mayo
. Llévatelo si quieres, y aparte de divertirte, seguro que te ayuda a comprender mejor lo que pasó.

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