El Lector de Julio Verne (26 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Por eso tú y yo no deberíamos estar juntos aquí.

Eso fue lo que sentí, que el Portugués había dado un rodeo larguísimo para llegar a la misma conclusión que a mí me había partido por la mitad en un instante, que me había contado historias que yo habría debido saber y nadie me había querido contar sólo para llevarme a un callejón sin salida, un punto sin retorno, un pozo oscuro y hondo, de paredes lisas, desnudas, sin asideros en los que apoyarse para trepar hacia la luz. Y ahora entendía mejor algunas cosas, desde luego. Entendía por qué mi madre se empeñaba en proteger a Elías a su manera, entendía por qué mi padre había vuelto a casa llorando aquella noche, y por qué ella había tardado tantos años en llevarnos a su pueblo, por qué él no nos había llevado nunca, por qué mis primos de Almería me habían robado los zapatos, por qué un desconocido de sonrisa torcida me había dicho en la puerta de una iglesia que se alegraba de no ser mi padre, y la ruina de mi propia casa, la tragedia de no poder llorar, de no poder hablar, de no poder compartir con nadie la memoria de un padre, de tres hermanos muertos, la trágica obligación de tragárselo todo, las lágrimas, las palabras, las culpas, todo dentro, siempre adentro, mi padre y mi madre cuchicheando cuando andábamos cerca, dándose golpecitos en los labios con el dedo índice, y cállate, Mercedes, que te pueden oír, y calla, Antonino, que te puede oír alguien, aquella vida mala, sórdida, insana como un sótano húmedo y sin ventilar donde florecía el moho de un miedo perpetuo, un grumo polvoriento y gris, tan espeso como si fuera sólido, que taponaba su boca para que los secretos les horadaran por dentro, para que perforaran su garganta, su estómago, sus intestinos, porque las palabras que no se dicen hieren, golpean, pinchan, queman, destruyen los tejidos del cuerpo y del espíritu. Pero eso no cambiaba nada. Yo podía aceptar la versión del Portugués, podía incluso agradecérsela, comprender a mi padre y hasta compadecerle, convencerme de que había matado a un hombre desarmado por la espalda en defensa propia, de que lo había hecho por él y por nosotros, por su supervivencia, por nuestro bienestar, pero en España nadie podía escoger su propia vida, él mismo lo había dicho, y esa había sido mi apuesta, ese mi error, esa mi tragedia.

Y sin embargo, volvió a sonreír al escucharme. Luego escogió una piedra plana, la tiró al río, y cuando la vio saltar por cuarta vez, antes de hundirse en el agua, se me quedó mirando, muy tranquilo.

—Eso sólo depende de ti, Nino, tú tendrás que decidirlo. Tendrás que pensar cómo quieres vivir a partir de ahora y calcular bien las consecuencias, ¿no?

—No te entiendo, Pepe —y era verdad, no entendía sus palabras, apenas las mías, no sabía qué pensar, qué decir, qué hacer en ese momento ni en el resto de mi vida.

—Mira… Tomar decisiones, en una situación como la nuestra, la tuya, la mía, la de todos, es muy difícil, ya te lo he dicho antes. Porque eres hijo de un guardia civil y vas a dar clase tres días a la semana a casa de una mujer a la que unos compañeros de tu padre acaban de matarle a un hijo. Y porque has tenido mala suerte, Nino, todos la hemos tenido, Paco el Rubio la peor, pero… Si ayer no hubieras tenido clase, si Elena se hubiera acordado de avisarte a tiempo de que no subieras, si hubieras llegado dos horas antes o después del minuto en que llegaste, si te hubieras marchado en lugar de quedarte allí parado como un pasmarote, o si yo hubiera adivinado lo que iba a pasar, en vez de seguir en la puerta, mirándote, tan pasmado como tú, pues… No habría pasado nada, ¿no? Estaríamos aquí sentados, eso sí, pescando, cogiendo cangrejos, bañándonos o haciendo el tonto, tan tranquilos.

—Pero ha pasado —tampoco supe exactamente por qué fue en ese instante, y no antes ni después, cuando se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Ha pasado, sí… —entonces se acercó a mí, me pasó el brazo derecho por los hombros, apretó mi cuerpo contra el suyo un momento, antes de seguir hablando, y me di cuenta de que me estaba abrazando, y de que era la primera vez que me abrazaba—. Y es una putada, Nino, una putada enorme, no creas que no me doy cuenta. Porque no eres más que un niño, porque sólo tienes diez años, porque no sabías nada, ni eres responsable de nada. No te mereces lo que te acaba de pasar, pero te ha pasado, eso es verdad, y ahora tienes que pensar en ti y en los demás.

—En ti… —arriesgué, porque todavía no entendía adonde quería llegar.

—No, en mí no —me soltó, y volvió a sonreír, y a comportarse como siempre—. Yo no tengo nada que ver con esto. A mí me gusta Paula, sí, y me gusta estar contigo, igual que me gustaba estar con mis sobrinos, en Torreperogil, y si decides que ya no quieres que seamos amigos, pues… Te echaré de menos cuando esté solo, aquí, en el río, pero no me pasará nada peor. Sin embargo, si le dices a tu padre que no quieres volver al cortijo de las Rubias nunca más, él se preguntará por qué, te lo preguntará a ti, y antes o después, se enterará de lo que ha pasado. Se sentirá muy mal, peor que nunca, porque él no mató a Pesetilla por gusto, ya te lo he dicho, porque no está orgulloso de haberlo matado, porque estoy seguro de que se siente culpable aunque se diga a sí mismo que lo único que hizo fue cumplir con su deber, y aunque eso también sea verdad, porque matar a la gente por la espalda es ahora el deber de muchos españoles. Pero él habría preferido no hacerlo, y sobre todo que tú nunca hubieras llegado a enterarte, y se sentirá tan mal, tan hundido, que es muy posible que decida vengarse de Catalina, registrar su casa todos los días, acosarla, humillarla, hacerle la vida imposible… Él puede hacerlo, tú lo sabes, y algunos de sus compañeros colaborarían con él de mil amores y sin hacer preguntas, eso también lo sabes. Y quizás pensarás que la Rubia se lo merece, que si ha sido tan mala contigo, merece que le paguen con la misma moneda, pero el problema es que entonces también cobrarán Chica, y Paula, y Filo, cobrará Manoli y cobrarán sus hijos, y Elena, y su nieta, porque todos viven juntos, ya lo sabes, y todos viven de lo mismo. Pero ni siquiera eso es lo más importante, Nino.

Hizo una pausa para mirarme y yo le devolví la mirada como pude, porque nunca le había visto tan grande, ni a mí mismo tan pequeño, tan endeble, tan inútil para sostener la inmensa carga que acababa de depositar sobre mis hombros, que me pesaba ya como un fardo insostenible, una roca tan brutal como aquella que los dioses habían condenado a transportar durante toda la eternidad a un griego cuyo nombre no podía recordar, aunque estaba seguro de que doña Elena lo había repetido varias veces al contarme su historia.

—Ahora tienes que pensar sobre todo en ti —y siguió hablando, tan fuerte, tan seguro, tan implacable como si me mirara desde la cumbre del Olimpo—. Eso es lo más importante, qué va a pasar contigo, qué clase de persona quieres ser, si vas a acatar la voluntad de los que mandan, o vas a ser capaz de no tenerla en cuenta. Hay personas que creen que en España las cosas son como deben ser, que la Guardia Civil no tiene por qué dar explicaciones a nadie de sus actos, que no hace falta ningún juicio para decidir que una persona es culpable, que toda ley debe cumplirse, aunque sea injusta, sólo porque es la ley. Otras personas, muchas más, no lo creen, pero no se atreven a decirlo en voz alta porque tienen miedo, y les gustaría vivir en un país diferente, con leyes diferentes, una policía diferente que cumpliera otra clase de deberes, pero encogen los hombros y se callan para que no les pase nada malo, porque saben la clase de cosas que pasan, y hasta qué punto puede ser peligroso llevarle la contraria a los que tienen el poder. Y hay algunas personas, pocas, que piensan por su cuenta, y dicen lo que piensan, y actúan de acuerdo con sus ideas, y no porque no conozcan el riesgo que corren, sino porque creen que correr ese riesgo merece la pena. ¿Y tú?

Volvió a detenerse, y volvió a mirarme con una atención, una intensidad que yo no creía haber inspirado jamás en nadie, pero no le contesté, porque intuí que él mismo iba a darme la respuesta a todas sus preguntas.

—¿Qué clase de persona vas a ser tú? ¿A quién quieres parecerte? Eso es lo más importante de todo, porque tú, ahora mismo, tienes la facultad de decidir sobre la suerte de mucha gente, tu padre, tu madre, seguramente también tus hermanas, y todas las Rubias, y eso es mucho para un niño de diez años, lo sé, es demasiado, pero lo peor es que no vas a tener siempre diez años, Nino. El año que viene tendrás once, y al otro doce, y luego veinte, y después veinticinco, y todos los días de esos años, y de los que vengan más tarde, te acordarás de la decisión que vayas a tomar ahora, te alegrarás o te arrepentirás, y esa clase de persona serás, un hombre valiente, que a los diez años fue capaz de cargar con un secreto terrible, que hizo de tripas corazón, y apretó los dientes, y siguió adelante para no hundir a su padre, a su madre, a cinco mujeres que no se lo merecían y a una que tal vez se lo había buscado, o un hombre cobarde que prefirió lloriquear, darse pena a sí mismo, que se escondió en su cuarto diciendo que le dolía la barriga y que no quiso hacerle mal a nadie, pero tampoco hizo nada por evitarlo. Eso es lo que tienes que pensar muy bien, Nino.

—Bueno, pero ahora… —le miré, y vi en sus ojos una sombra de preocupación que me conmovió tanto como sus palabras—. Ahora tengo ganas de llorar.

Pepe el Portugués volvió a abrazarme, y yo me abandoné a su abrazo y lloré, lloré un rato muy largo, sin preguntarme por qué, por quién lloraba, sabiendo sin embargo que lloraba por mí y por mi padre, por mi madre, que nunca más iba a volver a Almería, y por mi padre, por mi abuelo Manuel el Carajita y por mi padre, por Fernando el Pesetilla y por mi padre, por los tíos a quienes no había llegado a conocer y por mi padre, por mi padre, por mi padre, por mi padre, que era un asesino y un pobre hombre, un asesino y un hombre bueno, un asesino y un desgraciado, un asesino y su propia víctima, un asesino y ni rastro del hombre feliz que sonreía en la vieja fotografía en blanco y negro de los buenos tiempos que nunca volverían. Lloré, y mientras lloraba creí no pensar en nada, y sin embargo, tuve tiempo de pensar en muchas cosas antes de aburrirme de llorar. Pensé que no era tan difícil decidir, que fingir era fácil, que llevaba toda la vida fingiendo, mintiendo, mintiéndome a mí mismo y a los demás desde que Dulce me enseñó a mentir por mí, y por ella, y por Pepa, desde que me explicó por primera vez que los gritos que nos despertaban por las noches no eran gritos verdaderos de verdaderas personas, sino gritos de mentira de actores y de actrices que chillaban en una película. No era tan difícil decidir, porque mi padre, mi madre, sabían mentir en un instante, sin vacilar, sin descomponerse, duérmete, que no ha sido nada, has debido tener una pesadilla, y sonreían, pues deja a los niños que se vayan, tendrán algo que hacer, sus madres les estarán llamando, y sonreían. Sonreír era fácil, era fácil mentir, fingir, ocultar la verdad a los demás, ocultársela a uno mismo, estáis castigados sin salir ni al patio, y por qué, porque lo digo yo, llevaba toda la vida oyendo lo mismo, diciendo lo mismo, haciendo lo mismo. Eso no era difícil. Tampoco comprender que mi vida, nuestra vida, era una vida de mierda, una vida fea, áspera, pestilente, en la que sin embargo yo sabía vivir, porque desde que nací, no había hecho otra cosa que aprender a vivir en mi mierda de vida.

Así que decidir no era tan difícil. Cuando me cansé de llorar, me aparté del Portugués sin levantar la cabeza, me limpié la cara con las manos antes de volverla hacia él, y comprendí que cuando me había preguntado a quién quería parecerme, conocía de sobra la respuesta.

—¿Vas a ir luego a ver a Paula?

—Pues no pensaba, la verdad… —su voz era cautelosa todavía—. ¿Por qué lo dices?

—Para que le digas a doña Elena que mañana, a las cinco, estaré arriba.

Al escucharme, Pepe el Portugués sonrió, cerró los ojos un instante, y en la levedad de ese mínimo movimiento, se aflojó todo su cuerpo, se relajaron sus hombros, sus brazos, su espalda, en un grado casi imperceptible, tanto que ni siquiera estoy seguro de haberlo visto, pero sí estoy seguro de que lo noté, de que lo atrapé por los pelos con la punta de unos dedos imaginarios, como si su instantánea, brevísima transformación, acabara de activar algún sentido nuevo y desconocido para mí, una facultad distinta de las que había creído tener hasta aquel momento.

—Bueno, pues vámonos —y hablaba como siempre, sonreía como siempre, me miraba como siempre y hasta me dio una palmada en la espalda, como solía hacer siempre que estaba contento conmigo, y yo sabía que se alegraba por mí, pero había algo más y no lograba descubrir qué era—. Te acompaño hasta el cruce y luego tiro para arriba, ¿de acuerdo?

—Vale.

Y me levanté, me sacudí los pantalones, me emparejé con él y echamos a andar al mismo ritmo, pero seguí preguntándome si sería cierto que mi respuesta le había aliviado más de lo que demostraba, y por qué lo disimulaba entonces, y qué estaba en juego en realidad cuando vino a buscarme a casa aquella tarde, aparte de mi propio futuro, el horizonte inmediato de mis diez años y medio, el remoto territorio que alguna vez habría colonizado un hombre llamado Antonino Pérez Ríos y de quien yo aún lo ignoraba todo excepto su nombre. Yo confiaba en el Portugués, y no dudaba de que se preocupaba por mí, igual que yo me había preocupado por él otras veces, porque en Fuensanta de Martos, en 1948, la preocupación era el indicio más certero de la amistad, del cariño, pero no podía desprenderme de la sensación de que había algo más, otro interés oculto en aquel discurso impecable, tan bien armado, tan bien estructurado, tan sabiamente dosificado desde el principio hasta el final. Entonces, por un instante, sospeché que Pepe no me lo había contado todo, pero no logré darle una forma siquiera aproximada a esa sospecha, porque él desbordó enseguida todos los márgenes de mi imaginación.

—Pero que conste que subo al cortijo sólo por ti. No veas la que me va a caer encima si Paula está arriba y me ve aparecer —porque él sabía cómo hacer hablar a la gente, y distraerla, y despistarla, y conseguir que atendiera solamente a lo que a él le convenía—. No sé si te has dado cuenta, pero hace diez días que no me habla.

—¿De verdad? —porque sabía que, a pesar de todo, yo me iba a dar cuenta de que hacía más de una semana que no subíamos juntos al cortijo—. Pues antesdeayer, cuando os vi en el porche, no me pareció… Estabais abrazados y eso, ¿no?

—Sí, antesdeayer sí, porque había muerto su hermano y cuando me enteré subí enseguida, y fue como una especie de tregua, pero ayer volvió a las andadas, que anda que no sois chismosos por aquí, ¿eh? —porque sabía contarle a cada uno lo que le apetecía escuchar en cada momento, sin decir ni una palabra más de las imprescindibles—. Y eso que el mes pasado, cuando fui a Jaén a comprar pienso, no tenía intenciones de hacer nada, en serio, lo último que pensaba… Pero en el almacén me encontré con uno de mi pueblo que se empeñó en invitarme a una copa, natural, ¿no?, y luego tuve que invitarle yo a otra para no quedar mal, total, que entre una ronda y otra, ya se sabe, acabamos a las tantas en una venta de las afueras que parecía normal, bueno, normal más o menos, porque dentro había unas tías que… ¡Uf, tendrías que haberlas visto! Claro que mejor… No, mejor no te lo cuento.

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