—En mi hijo, no —ella aún conservaba intacta su firmeza.
—En tu hijo también, porque soy el jefe de su padre. Supongo que no hace falta que te explique lo que significa eso.
—Me da lo mismo.
—¡Ah! ¿Sí? Pues…
Y mientras el teniente escogía una amenaza que pudiera expresarse en voz alta, yo entré por fin en aquella conversación.
—Déjame ir, madre —y me acerqué a ella, le cogí de la mano, apoyé la cabeza sobre su tripa abultada—. A mí no me va a pasar nada.
—Ni hablar —me miró con ojos que echaban chispas, y frunció el ceño al ver que yo estaba tan tranquilo—. Tú no vas a ir a ninguna parte.
—Pero si a mí nadie me va a hacer nada —insistí, apretando su mano con la mía—. A mí no, madre.
—Ya le estás oyendo, ¿no? —Michelín aprovechó mi intervención para cambiar de tono hacia una blandura más persuasiva—. Si él se pasa la vida en el monte, si va al molino viejo cada dos por tres, si hasta hace nada subía y bajaba él solo desde mucho más allá del cruce, para ir a echarle una mano al Portugués. Nino es casi más de allí que de aquí, así que… ¿A quién le va a extrañar verle salir del pueblo por el camino de siempre?
—¿De siempre? Mi hijo nunca está fuera de casa a estas horas.
—¿Y qué? Tampoco es tan tarde. Las farolas todavía están encendidas, y es un trayecto corto, veinte minutos.
—Pues vaya usted. Llame a don Justino, a don Miguel, a alguien que tenga coche. Que venga a recogerle y que le lleve al cruce. O que vayan ellos. Si es tan corto, seguro que…
—No puedo pedirle eso a ningún civil, Mercedes.
—Mi hijo es un civil.
—Ya, pero es distinto. Nino vive aquí, es de los nuestros, como si dijéramos… —su acento aún conservaba un equívoco rastro de suavidad, tan inestable como el que había impregnado las últimas frases de mi madre—. Y ya te he dicho que yo no puedo abandonar el cuartel.
—¡Claro que no! —ella estalló antes que él, y me apartó de su cuerpo para abalanzarse sobre Michelín con una violencia renovada y aún más pura—. Porque es usted un cobarde, por eso no puede salir, porque no se atreve, porque sabe que ahí fuera, solo, no iba a durar ni cinco minutos —estaba chillando a un palmo de su cara, tan cerca que él tenía que sentir su aliento, la furia de aquella mujer acorralada, desarmada y frágil, que le estaba diciendo lo que nadie se había atrevido a decirle todavía—. Porque si saliera de noche y sin escolta, cualquier vecino le mataría por la espalda, que es lo que se merece, después de haberle hecho lo que le hizo al pequeño de los Fingenegocios. ¡Por eso no puede ir usted! —y mi madre me dio miedo, me dio miedo verla, escucharla, me dio miedo entender lo que estaba diciendo—. Y por eso manda a un niño de once años, porque para matar de una paliza a una criatura es usted muy valiente, ¿no? Para eso sí, pero para salir a la calle en una noche como esta no, para eso, mejor que vaya mi hijo. Y si me lo matan, ¿qué? ¿Me van a pagar una pensión, me van a dar una medalla, me…?
—A mí no me va a matar nadie, madre —y ya sólo quería que se callara, que no siguiera hablando, pero no me hizo caso.
—¡Cállate! —me gritó, un instante antes de que pasara lo que tenía que pasar.
—¡No, cállate tú, Mercedes! —Michelín, el rostro acartonado, lívido, pálido como el de un muerto, recogió su libreta del suelo, se irguió, se ajustó el uniforme, se peinó con la mano—. Tú no sabes lo que estás diciendo, no sabes lo que te estás jugando. A este niño no le va a pasar nada, pero como digas una sola palabra más, al que llevas en la tripa lo vas a parir debajo de un puente —hizo una cruz con el índice y el pulgar de la mano derecha, y la besó—. Por estas te lo juro. No sabes lo nerviosos que están los jefes después de lo de Sanchís. No tienes ni idea de cómo nos están presionando para que les entreguemos información, cualquier cosa que tenga que ver con la guerra. Y hay una ley, muy famosa, por cierto, la 12 de 1940, la conoces, ¿no? Esa ley ordena investigar los antecedentes de todos los miembros del Ejército Nacional y de la Guardia Civil, para procesar a cualquiera cuyo comportamiento, o el de su familia, resulte dudoso durante los años previos al Alzamiento. No te puedes imaginar lo útil que les está resultando últimamente para llenar los calabozos. Franco no quiere sospechosos en el Cuerpo y… No te digo más.
Mi madre volvió a sentarse. Se dejó caer en la silla muy despacio, dejó caer los hombros, los brazos, las manos yertas a los lados del cuerpo y no dijo nada, no miró al teniente, no me miró a mí. Miraba hacia la cocina, como si estuviera intentando leer los números del calendario que tenía colgado al lado del fogón. No podía estar haciendo eso, y sin embargo, seguía mirando al calendario como si aquel rectángulo de papel fuera una ventana, como si ella supiera mirar a través de él, ver otra casa, otro paisaje, quizás otro tiempo, luminoso o cruel, yo no lo sabía, pero la miraba como si también pudiera ver yo a través de ella, y veía su pueblo, en Almería, las casas blancas, mis primos huérfanos, sus madres enlutadas, veía a aquel hombre que se alegraba de no ser mi padre y a mi abuelo, Manuel el Carajita, tocando el acordeón con una camisa blanca en la que se abría una mancha de sangre que al principio era bonita, como una flor, y un instante después ya lo había teñido todo de rojo, la ropa, las teclas, su rostro, mi imaginación y mi conciencia, todo eso podía ver, una mancha de sangre roja, inmensa, los fusiles humeantes, el frío de las madrugadas, los tacones presurosos de las mujeres que corrían hacia los cementerios, todo eso veía a través de mi madre, y la veía a ella, que entonces tenía treinta y seis años y me parecía muy mayor, como si fuera mucho más joven, una niña perdida, desamparada, una muchacha sola que lloraba como si no supiera por qué lo hacía, como si no necesitara un motivo, una razón concreta para llorar, o como si le sobraran tantas que no supiera con cuál quedarse, hasta que apartó la vista del calendario, me miró, volvió a sollozar, y miró al teniente.
—Déjeme ir con él —y hablaba con la voz de mi hermana Pepa, una niña asustada, presa en una trampa de la que no pudiera escapar.
—No —la voz de Michelín era otra vez blanda, su acento comprensivo daba asco—. Llamaríais demasiado la atención. Si os viera alguien, sería peor para vosotros, mucho más peligroso. Hazme caso, Mercedes, que sé lo que me digo.
Y después, hasta se atrevió a alargar el brazo para posar la mano en su hombro.
—No me toque.
Madre se sacudió entera, se levantó, me abrazó, me apretó contra ella.
—Vamos, Nino. Tendrás que vestirte.
Empezamos a andar despacio hacia mi cuarto y él avanzó unos pasos detrás de nosotros, pero no se atrevió a seguir porque en el umbral de la puerta estaba mi hermana Dulce, y tenía los ojos llenos de lágrimas aunque siempre nos hubiéramos llevado fatal. Al pasar a su lado, le cogí de la mano y me la apretó, pero ni siquiera eso me conmovió tanto como ver a Pepa llorando sin consuelo, sentada en la cama.
—¿Y tú por qué lloras? —fui hacia ella, me senté a su lado, la abracé.
—No lo sé —me dijo con la nariz llena de mocos, como siempre.
—Pues si no lo sabes, no llores, Pepica —y la cogí en brazos, la abracé muy fuerte, le di muchos besos seguidos para hacerle cosquillas al final, hasta que se rió—. Duérmete, tonta.
Luego le dediqué una sonrisa a cada una, recogí mi ropa, empecé a vestirme y me di cuenta de que tenía que hacerlo deprisa, porque si tardaba un segundo más de lo imprescindible, yo también iba a echarme a llorar, pero no de miedo, sino de pena, una pena oscura, tan tenebrosa como la negra luz que encharcaba los ojos de mi madre, y no podía llorar porque mi llanto no iba a servir de nada, porque mis lágrimas no tenían poder para detener tanta violencia, las lágrimas no iban a evitarnos aquella humillación, una tortura que dolía más que los golpes, la tristeza de aquel cuarto de paredes desnudas, mi diploma de taquigrafía y mecanografía encerrado dentro de un armario y la angustia sin nombre de mi hermana Pepa, aquella vida de mierda de la que ninguno de nosotros podía escapar.
Nosotros no, pero ellos sí, pensé, y miré al teniente, que me miraba desde más allá de la puerta. Y si aquella misma noche no hubiera entendido por fin cómo pudo mi padre matar por la espalda a Pesetilla, si no hubiera comprendido la exacta dimensión de la violencia, de la humillación y la tristeza a la que todos estábamos sometidos, en el cuartel y en el pueblo, en mi casa y en las de los demás, si no hubiera identificado el origen del terror que se expandía de arriba abajo para infectarlo todo, todo acto y todo pensamiento, como un virus venenoso del que sólo se podía huir por un camino, creo que aquel hombre hasta me hubiera dado un poco de pena, la guerrera tensa sobre la barriga, los botones a punto de explotar, el poco pelo despeinado, untado de sudor, más Michelín que nunca y la mirada vacía de los cobardes, que son crueles porque son cobardes, que son torpes porque son cobardes, que son mezquinos porque son cobardes.
Así no se puede vivir, decía mi madre, pero así vivíamos, así vivía ella, así vivía yo, y mi padre, y mis hermanas, así vivían todos los que no se habían atrevido a escoger el camino del monte para sobrevivir como animales, sí, pero con sus propias reglas humanas. Nosotros no podíamos escapar porque habíamos aceptado aquella mierda de vida, habíamos bajado la cabeza para ofrecerle el cuello a aquella violencia infinita, nos habíamos acostumbrado a soportar todos los días aquella humillación, tanta tristeza, pero ellos tenían una oportunidad. Entonces me acordé de Joaquín Fingenegocios, porque se van a ir, porque se tienen que ir, me cago en la hostia puta una y mil veces, y me di cuenta de que su enemigo y el mío, el hombre que estaba haciendo llorar a mi madre, eran el mismo. Joaquín había aguantado, le había pedido a Vida que levantara la cabeza después de mantener la suya erguida, había escogido su propio camino por encima del dolor, del sufrimiento, y no habían podido con él, pero a mí ni siquiera iba a pegarme nadie. Yo no iba a poder escapar, pero ellos sí. Así logré serenarme, contener la violencia sobre la violencia, la humillación sobre la humillación, la tristeza sobre la tristeza, y no llorar.
—Ya voy —dije, y el teniente asintió con la cabeza—. No tardo nada.
Madre también se volvió a mirarle, y después se acercó a mí para hablarme en un murmullo.
—No vayas a ninguna parte, Nino, ¿me oyes? No salgas del pueblo, anda un poco por la calle, busca un sitio donde esconderte, espera media hora y vuelve. Voy a dejar la ventana de tu cuarto abierta, así…
—No, madre —yo también susurraba, oculto tras su cuerpo mientras me vestía—. Tengo que ir a buscarles. Si me quedo en el pueblo, será peor, mucho más peligroso. Entonces sí que me puede pasar algo, pero no te preocupes. Lo voy a arreglar todo, madre, ya lo tengo pensado.
—Tú no pienses —y me cogió de las muñecas y me las apretó muy fuerte—. No pienses, Nino, no hagas nada, tú…
—Que no. Que yo sé lo que tengo que hacer. Mira… —cogí
La isla del tesoro
, que estaba en la mesilla, y se lo di—. Léete esto, madre, lee este libro. Así te darás cuenta de que no me va a pasar nada. Porque yo soy amigo de Silver el Largo. John Silver el Largo es mi amigo, madre, y todos lo saben.
—¿Pero qué estás diciendo, Nino? —y mi madre ignoró el libro que le había puesto entre las manos para mirarme como si me hubiera vuelto loco.
—No lo entiendes porque no lo has leído. Léelo, hazme caso. En Fuensanta también tenemos un John Silver, y nadie lo sabe. Todos confían en él, pero es de los otros, de los piratas, madre, aunque no es malo. Él es bueno y cuida de mí. Se ocupará de que nadie me haga daño, los del monte no me van a tocar, madre.
—No digas tonterías, hijo, yo…
—¿Ya estás listo, Nino? —la voz de Michelín se impuso sobre nuestro cuchicheo.
—Sí —contesté, y besé a madre en los labios, como cuando era pequeño—. Ya voy.
Intenté salir sin mirar atrás, pero antes de alcanzar la puerta escuché el eco de un llanto ruidoso, los sollozos descontrolados, impúdicos, de una mujer embarazada que lloraba sentada en una cama, mientras apretaba contra su pecho un libro de tapas azules, y no pude gobernar mi cabeza.
—Ve con ella, dile que no se preocupe —le pedí a mi hermana cuando pasé a su lado, aunque sabía que madre no estaba llorando sólo por mí, sino por todo, por lo mismo que había estado a punto de provocar mi propio llanto un poco antes—. No me va a pasar nada, Dulce, te lo juro.
El teniente intentó ponerme una mano en el hombro pero la esquivé a tiempo, y mantuve la puerta de mi casa abierta hasta que le vi salir por delante de mí. Después, me marché sin decir nada.
Jim Hawkins rescató la
Hispaniola
sin la ayuda de nadie, me recordé a mí mismo cuando perdí de vista la casa cuartel. El solo se subió al barco, se enfrentó con un par de marineros traidores, los venció, y pilotó la goleta hasta ponerla a salvo. Ya eran más de las once y en las calles de mi pueblo no había nadie, pero las tabernas estarían abiertas y por si acaso, las fui esquivando una por una. Eso hizo Jim Hawkins en una isla repleta de piratas violentos, asesinos armados hasta los dientes, y las farolas se apagaron de golpe, todas a la vez, antes de que dejara atrás las últimas casas. Y si él solo hizo todo eso, no se me había ocurrido coger una linterna pero había luna, ¿no voy a ser capaz yo de llegar al cruce?, y conocía tan bien aquel camino que podría haberlo hecho con los ojos vendados, ¡venga ya, hombre…!
Pero en ese momento, antes de terminar de pensar que en el fondo había sido una suerte que doña Elena no tuviera más que quince novelas de Julio Verne y no sus Obras Completas, porque de lo contrario quizás no hubiera llegado a leer a Stevenson a tiempo, me di cuenta de que lo que estaba viviendo no pasaba en un libro, sino en la realidad, una noche de abril de 1949, España, Andalucía, la provincia de Jaén, un pueblo llamado Fuensanta de Martos, una sierra ocupada por la guerrilla y sus hombres en marcha, armados, dispersos, avanzando sigilosamente en grupos de dos, de tres, por una ruta que apenas ellos mismos conocían. Sólo entonces lo entendí, entonces comprendí que estaba viviendo en otro libro,
El diecinueve de marzo y el dos de mayo
, aquella guerra sucia de civiles mal armados y mamelucos a caballo, y eché a correr sin pensar en nada más, y corrí, y corrí, y seguí corriendo, corrí tan deprisa que no tardé más de seis o siete minutos en distinguir la silueta del jeep en lo alto de la cuesta, y a su lado, el débil e inquieto resplandor de la brasa de un cigarrillo encendido.