El Lector de Julio Verne (46 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Claro —fue la de mi madre—, así dice la pobre doña Angustias que desde que se fue Isabelita no ha vuelto a dormir bien. Como que la atiborraría de pastillas mientras estaba arriba, con el otro, dale que te pego.

Pero no se acabaron ahí las consecuencias de aquel episodio, que en la casa cuartel hizo feliz a otra mujer que se lo merecía.

—No es que ahora nos corra prisa, ni nada, no penséis mal —le dijo Curro a mis padres, anticipando la hipótesis de un embarazo de su novia para desviar la atención de su propio despecho, como si ninguno de los tres supiera que en la taberna de Cuelloduro se consolaban del final de
La vaca lechera
haciendo coplas todas las noches sobre su infortunado amor por Isabel—, pero Sonsoles y yo vamos a casarnos en cuanto don Bartolomé nos eche las amonestaciones.

—¡Qué bien! —contestaron ellos a coro—. Enhorabuena.

—Sí, bueno, no va a ser una boda como la de Marisol, vamos a celebrarlo aquí mismo, en el pueblo, una ceremonia sencilla, pero el caso es casarse, ¿no?

—Claro —asintió mi madre, y apenas le vio salir por la puerta, se volvió a mirar a su marido con una cara de lástima que apenas aguantó el embiste de la primera carcajada—. Qué pena, pobrecillo…

—Sí —mi padre asintió, procurando reírse sin hacer ruido—, pero yo creo que esto va a ser peor… Por lo de las coplas, digo, que hay que ver la gracia que tienen algunas, además.

Sus pronósticos se cumplieron, porque Cuelloduro, lejos de renunciar a hacer rimas a costa de la vida sentimental de Curro, intensificó su producción, pero a Sonsoles eso le dio lo mismo. El día de su boda amaneció feo, con el cielo encapotado, amenazando lluvia, pero ella hizo todas las tonterías que hacían las protagonistas de esas novelas que le gustaban tanto, obligó a Curro a salir del cuartel dos horas antes, se puso una mantilla de su abuela, unos pendientes de su madre, algo nuevo, algo viejo, algo azul, algo prestado, dejó escapar unas lagrimitas al salir de su cuarto de soltera, escogió un ramo de florecillas blancas, que parecían baratas, campestres, pero tenían un nombre francés y eran lo más elegante que podía llevar una novia, según ella, y llegó un cuarto de hora tarde a la iglesia. Y cuando salió de allí, por fin casada, el sol salió también, como si no quisiera estropear el día más feliz de la vida de la novia más romántica y tontorrona que jamás se hubiera casado en Fuensanta de Martos.

Sin embargo, no todas las historias de amor de aquel año tuvieron un final feliz. A finales de septiembre, Elena me escribió para contarme que había convencido a su abuela y se quedaba a vivir con sus tíos, en Oviedo. Te voy a echar de menos, Nino, decía en la última línea, escríbeme, por favor, un beso. Nunca lo hice porque no habría sabido qué contarle, excepto que cuando se marchó, en junio, ya me imaginaba que iba a pasar algo así. Por eso, la última tarde que pasamos juntos, le pedí que me besara, por si no nos volvíamos a ver. Ella aplastó su boca contra mi mejilla y me atreví a pedirle más. No, así no, bésame en los labios, anda. ¡Ay, Nino, no seas pesado!, me contestó, y subió la cuesta corriendo, sin volverse a mirarme. No contesté a su carta y no me envió ninguna más, pero tampoco me importó demasiado. Ella había vuelto a decirme que no le gustaba el monte, ni vivir en un cortijo, y que era una pena, pero que al final seguro que acababa casándose con un médico o un abogado de Oviedo. Yo ya había decidido que quería ser como Pepe el Portugués, y mientras fantaseaba por mi cuenta, a solas y en secreto, con el desván del cortijo de doña Angustias, me daba cuenta de que, por mucho que me gustara, una chica como Elenita, con sus lazos, y sus leotardos, y sus melindres, no pegaba bien en una vida como la que yo quería vivir. Mejor una cabra montesa, a la que trincar en la mitad de una trocha para proponerle tratos que sólo se podían hacer al oído, a cambio de no chuparle la punta de la nariz.

—No sé cómo voy a arreglármelas para vivir sin ella —me dijo doña Elena, sin embargo, cuando volvió de Asturias, sola, a primeros de octubre—. Era lo único que tenía, y ahora…

Entonces pensé que antes o después acabaría marchándose ella también, pero me equivoqué. Doña Elena fue la única que se quedó, lo único que conservé de aquellos años intensos y terribles. Y cuando fui yo quien se marchó, ella siguió estando en el mismo sitio, aquella casa pequeña y limpia, bonita y pulcra, que tanto se le parecía, y en la que siguió invitándome a merendar pestiños y vino de Málaga, en las mismas copitas talladas de cristal de colores, cada vez que volvía a un pueblo que para mí ya era sólo ella, la casa de mis padres y la engorrosa obligación de todas las vacaciones.

Porque Pepe el Portugués también se fue, con sus dos piernas enteras y ningún loro en el hombro. Me lo anunció él mismo, una de esas tardes en las que el otoño se hacía invierno, porque el aire se afiló de pronto, y se volvió más limpio, y luego viento. Aún no había terminado octubre, pero aquel año, el hielo también sabría burlarse de los calendarios.

—Deberíamos dejarlo, ¿no? —estábamos en el río, pescando—. Hace frío.

—Sí —me levanté y me abroché la chaqueta—. Me parece que este año se ha acabado lo bueno.

—Se ha acabado lo bueno, sí —repitió, con un acento misteriosamente grave, y empezó a recoger sus aparejos muy despacio—. Me voy, Nino.

Al escucharle, a pesar del frío, la humedad que nos había calado hasta los huesos, volví a sentarme a su lado.

—¿Adónde?

—A Sevilla, creo —me miró y se echó a reír, como si ni siquiera él creyera lo que me iba a decir—. Me voy a llevar a Paula, voy a casarme con ella, a tener hijos, a trabajar en una fábrica y a vivir de otra manera, en un piso, en un barrio obrero, en fin… Sé que Sevilla no me va a gustar tanto como esto, pero ¿qué quieres? Así es la vida.

Me quedé en silencio, mirándole, esperando a que me mirara, pero no lo hizo, y mientras le veía enrollar el sedal, asegurar el carrete, recoger las cajas de los anzuelos, de los cebos, intenté echarle la culpa a Paula, convencerme de que aquella vida absurda que lo iba a apartar de mí era sólo un proyecto, una idea pasajera, un simple propósito sin plazo ni certeza alguna, pero no lo logré.

Pepe el Portugués se marchaba, me dejaba solo, huérfano con padre y madre, huérfano de río, de monte, de tardes perezosas y baños en las pozas, de meriendas memorables y conversaciones íntimas, tontas o trascendentales. Se marchaba, y era la persona más importante de mi vida, un amor más fuerte que el amor, pero se marchaba, y sin embargo se quedaba en mí, porque yo sería otro niño, otro Nino, si no le hubiera conocido a los nueve años, cuando sólo era un canijo al que nunca le había pasado nada más importante que ver el mar, haberse quitado los zapatos para que sus primos se los robaran mientras jugaba al fútbol en la playa. Él me había convertido en alguien distinto, en alguien mejor, me había enseñado qué clase de hombre quería llegar a ser, a quién me gustaría parecerme. En aquel momento, la vida sin él me pareció tan imposible que comprendí que yo también me marcharía, que algún día me iría de Fuensanta de Martos para aplicar lejos del río, de ese monte que se había quedado desnudo, vacío y yermo, todos los trucos de hombre solo que el Portugués me había enseñado. Porque Pepe se marchaba, era verdad, y yo sabía por qué, y aunque no quisiera ni pensarlo, llevaba meses esperando su partida.

—Aquí ya no tienes nada que hacer —nunca se me había ocurrido que la paz pudiera llegar a ser tan amarga también para mí—. Es eso, ¿no?

—Justo —entonces por fin me miró, y en su boca se dibujó una sonrisa indecisa, melancólica—. Eso es lo que pasa.

Porque viniste a sacar al primer Cencerro, seguí hablándole con los ojos, los labios cerrados, viniste a enlazar con Sanchís, a organizar aquella huida que no salió bien, y te quedaste para ayudar a los que seguían arriba, para encargarte de las muertes de Comerrelojes y de Pilatos, para supervisar el trabajo de la imprenta, para escribir los textos, consultando esos libros que tienes tan bien escondidos, para que el segundo Cencerro lograra terminar lo que apenas llegó a empezar el primero. Para eso viniste y por eso te vas, porque tu trabajo ha terminado, porque el monte está vacío y aquí ya no haces falta.

No necesitaba hablar para que me entendiera, y él tampoco necesitó palabras para darme la razón. Los dos nos levantamos a la vez, y no sé cuál fue el primero en abrazar al otro, sólo que los dos nos abrazamos con la misma fuerza, y que yo estaba llorando, él no.

—Acabarás siendo más alto que yo, Canijo.

—Te voy a echar mucho de menos, Pepe.

—Y yo a ti, camarada —pero en esa palabra se le quebró la voz—, y yo a ti…

Capítulo 4

Esto es una guerra y no se va a acabar nunca

Pasaron otros once años antes de que alguien volviera a llamarme camarada.

La cita era a las cinco y media, en Pedro Antonio de Alarcón esquina con Recogidas. Llegué diez minutos antes, porque sólo llevaba unos meses viviendo en Granada y no conocía bien el centro de la ciudad, pero después de localizar la esquina, entré en el bar de enfrente, pedí un café y abrí el periódico. Ella llegó casi un cuarto de hora tarde, con la actitud de quien no tiene por qué tomar precauciones, y no se disculpó.

—¿Por qué quieres unirte a nosotros? —me preguntó de sopetón, después de presentarse como Nieves y señalar vagamente con la mano hacia delante, para indicarme que prefería caminar.

—Bueno, no se trata exactamente de eso —sonreí al comprobar que mi respuesta la había asustado—. Quiero decir que no necesito unirme a vosotros porque yo siempre he estado dentro.

Ella levantó mucho las cejas para mirarme mientras yo escuchaba la voz de Pepe el Portugués, ¿qué clase de persona vas a ser tú, Nino?, ¿a quién quieres parecerte?, mientras volvía a ver sus ojos, fijos en los míos, aquella tarde, en el río.

—A mí me reclutó un hombre de mi pueblo cuando tenía diez años —aquella aclaración no la impresionó.

—Mira, camarada, aquí no estamos para tonterías —y me dedicó una sonrisita de superioridad para demostrarlo.

—¿Tonterías? No estoy diciendo tonterías. Mi pueblo está en Jaén, en la Sierra Sur, y estoy hablando de la guerrilla, de la resistencia armada, de hombres como Cencerro, ¿te suena?

—No —sentenció con un acento a la altura de su sonrisa, el aire de suficiencia en el que enseguida descubriría que se refugiaba cuando estaba nerviosa—. Lo único que sé de la guerrilla es que fue un grave error estratégico.

—Un grave error estratégico… —repetí, mientras la miraba.

Era más joven que yo, que en 1960 era muy joven, y mucho más baja, pero en aquella época ya estaba acostumbrado a que las chicas casi nunca me llegaran más allá de la barbilla. Tenía los ojos muy azules, el pelo castaño, rizado, y una cara interesante, porque sin las gafas habría sido una chica mona convencional, con cierto aire anticuado y la boca muy pequeña, como las muñecas de porcelana, pero ellas le daban fuerza, gravedad, y prestaban una consistencia desafiante a su mirada. Qué pena, me dije, mientras pensaba que ya no teníamos nada más que hablar, pero en ese instante, me cogió por el brazo y cambió de tono.

—Lo siento —era una chica lista, además—. No quería ofenderte.

—Pues me has ofendido —y en un instante, toda mi infancia desfiló delante de mis ojos—. Me has ofendido mucho.

—Lo siento —repitió, y apretó los párpados mientras se mordía el labio inferior—. ¿Seguimos andando?

Asentí con la cabeza y avancé unos pasos en silencio, mientras sentía que entre ella y yo cabía mucha gente, Joaquín tuerto, con los huesos rotos y la cabeza alta, Cuelloduro llorando por la calle con su cuerpo desmayado entre los brazos, Laureano chillando para que lo mataran de frente, su padre cayendo de espaldas con esa oscura camisa de cuadros en la que solían envolverle mis sueños, Sanchís con la pistola en la sien, Pastora presidiendo el duelo de un caído por Dios y por España, Saltacharquitos herido en el hombro y su mujer suplicando que, por lo que más quisieran, no le pegaran en la tripa, Catalina la Rubia sosteniendo la notificación oficial de la muerte de su hijo Paco y de los tres guerrilleros gallegos que murieron con él, Carmela la Pesetilla apoyada en el quicio de su puerta para vernos pasar, ropas negras tendidas en el balcón de su casa, y en la de Chapines, y en la de Fingenegocios, el luchador anónimo a quien nadie logró identificar con la dirección francesa de un restaurante español que llevaba en el bolsillo, la banda sonora de todas las películas de terror que había escuchado mientras mi hermana Dulce cantaba para mí, y después, cuando me tocó a mí cantar para mi hermana Pepa, y Tomás Villén Roldán, y José Crispín Pérez, vivos y muertos, antes, durante, después y en el exacto centro de su leyenda, mucha gente, mucho dolor, mucho heroísmo, mucha sangre, mucho coraje, demasiado sufrimiento para sólo cuatro palabras, un grave error estratégico.

—Tú haces Psicología, ¿verdad? —pero ella no podía entenderlo—. Nos interesas mucho, porque esa facultad es pequeña, y allí tenemos poca gente. Lo malo es que estarás terminando, ¿no?

—No. Estoy en primero.

—¿En primero? Pero… —me miró, abrió la boca, la cerró, seguía sin entender nada—. Me habías parecido mayor. ¿Cuántos años…?

—Veintitrés. Bueno, todavía tengo veintidós, cumpliré veintitrés en enero, dentro de un mes y medio —hice una pausa para mirar sus manos blancas, suaves, de dedos estilizados, delicados, dedos de señorita con un solo callo, el de escribir, en el corazón de la derecha—. Pero estoy en primero porque mis padres no tienen dinero para pagarme la carrera, y hasta ahora no he podido pagármela yo. Hice todo el bachiller por libre, preparándome con una maestra de mi pueblo, una republicana represaliada a la que el régimen nunca ha querido rehabilitar. Ella no me cobraba, pero yo intentaba pagarle como podía, vareando olivos, recogiendo esparto, haciendo pleita… —volví a mirarla, primero a las manos, después a la cara—. Claro, que tú no sabrás lo que es la pleita —tampoco quiso preguntármelo, aunque se había puesto muy colorada, y a mí seguían gustándome las chicas que se ponían coloradas—. Total, que en junio iba a Jaén, a examinarme en el instituto, hasta que terminé, a los diecisiete años. A los dieciocho me fui a la mili de voluntario, a los paracaidistas, para ganar un poco más de dinero, y me chupé dos años en Alcalá de Henares. Después tuve que volver a mi pueblo, a trabajar en lo que salía, que no era mucho, hasta que encontré trabajo en Jaén, en un taller de motos, y el año pasado por fin pude hacer Preu allí, en una academia que tenía turno nocturno. Soy un buen mecánico, y mi jefe me recomendó para el taller de un amigo suyo, aquí, en la carretera de la Sierra, pero no me contrató hasta abril. Por eso estoy en primero.

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