El libro de las ilusiones (27 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: El libro de las ilusiones
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Tenía que asegurarse de que sus películas no podrían proyectarse.

Y a tus padres les parecía bien eso.

Era una empresa colectiva, en la que todo el mundo participaba. Hector escribía, dirigía y montaba las películas. Mi padre las iluminaba y las filmaba, y cuando se terminaba el rodaje, mi madre y él se encargaban del trabajo de laboratorio. Revelaban las secuencias, cortaban los negativos, mezclaban el sonido y se ocupaban de todo hasta que la versión definitiva estaba en la lata.

¿Allí mismo, en el rancho?

Hector y Frieda convirtieron su propiedad en un pequeño estudio de cine. Su construcción duró de mayo de 1939 a marzo de 1940, y acabaron creando un universo independiente, un ámbito particular de producción cinematográfica. En un edificio había una doble nave de rodaje, junto a otras zonas dedicadas a taller de carpintería y sastrería, a vestuarios y almacenes para guardar los decorados. Otro edificio servía para la posproducción. No podían arriesgarse a enviar sus películas a un laboratorio comercial, de manera que construyeron su propio laboratorio. Ocupaba un ala entera. En la otra mitad se encontraba el cuarto de montaje, la sala de proyección y un sótano para archivar las copias y los negativos.

Todo ese equipo no debió de resultar barato.

Ponerlo todo a punto les costó más de ciento cincuenta mil dólares. Pero se lo podían permitir, y bastaba con comprar una sola vez los elementos del equipo. Varias cámaras, pero sólo una moviola, dos proyectores y una impresora óptica. Cuando dispusieron de todo lo necesario, se ajustaban a un presupuesto estrictamente controlado. La herencia de Frieda les rendía intereses, y echaban mano lo menos posible del capital principal. Trabajaban a pequeña escala. No les quedaba otro remedio, si querían estirar el dinero para que les durase hasta el final.

Y Frieda se encargaba de los decorados y el vestuario.

Entre otras cosas. También era ayudante de montaje de Hector, y durante la realización de las películas, se ocupaba de toda una serie de tareas. Supervisaba el guión, llevaba la jirafa, colocaba los focos: todo lo que fuese necesario aquel día, en aquel momento.

¿Y tu madre?

Mi Faye. Mi preciosa y querida Faye. Era actriz. Llegó al rancho en 1945 para hacer un papel en una película y se enamoró de mi padre. Entonces tenía poco más de veinte años. Actuó en todas las películas que realizaron después, casi siempre haciendo el papel principal femenino, pero también ayudaba en otros frentes. Cosía el vestuario, pintaba decorados, asesoraba a Hector en el guión, trabajaba con Charlie en el laboratorio. Era eso, la aventura. Allí nadie hacía sólo una cosa. Todos participaban, y todos hacían jornadas increíblemente largas. Meses y meses de laboriosos preparativos, meses y meses de posproducción. Hacer cine es una empresa lenta y compleja, y con tan pocas personas ocupándose de tantas cosas, avanzaban milímetro a milímetro. Por lo general tardaban unos dos años en acabar un proyecto.

Entiendo por qué Hector y Frieda querían vivir allí —o lo entiendo en parte, estoy intentando comprenderlo—, pero lo de tu padre y tu madre me sigue teniendo perplejo. Charlie Grund era un buen cámara. He estudiado su obra, conozco lo que hizo con Hector en 1928, y no tiene sentido que abandonara su carrera.

Mi padre acababa de divorciarse. Tenía treinta y cinco años, iba a cumplir treinta y seis y aún no había llegado a lo más alto de Hollywood. Al cabo de quince años en el oficio, seguía haciendo películas de serie B; y eso, cuando tenía trabajo. Películas del Oeste, de Boston Blackie, seriales infantiles. Charlie tenía un enorme talento, es cierto, pero era de esas personas calladas, que nunca parecen estar muy a gusto consigo mismas, y la gente solía confundir aquella timidez con arrogancia. Seguían escapándosele los trabajos buenos, y al cabo del tiempo eso empezó a afectarlo, a corroer la confianza que tenía en sí mismo. Cuando su primera mujer lo abandonó, vivió en un infierno durante unos meses. Bebía mucho, se compadecía de sí mismo, no cumplía con su trabajo. Y entonces fue cuando le llamó Hector; justo cuando había llegado al fondo de aquel agujero.

Eso sigue sin explicar por qué se prestó a hacerlo. Nadie hace películas con la pretensión de que el público no las vea. Sencillamente, eso no se hace. ¿Qué sentido tiene poner película en la cámara, entonces?

Le daba igual. Sé que te resulta difícil creerlo, pero el trabajo era lo único que le interesaba. Los resultados eran algo secundario, apenas tenían importancia. En el cine hay mucha gente así; sobre todo los de la parte de abajo del escalafón, los obreros, la clase de tropa. Disfrutan resolviendo problemas. Les encanta manipular los aparatos para que hagan cosas por ellos. No es cuestión de arte ni de ideas, sino de trabajar en un proyecto y llevarlo a buen término. Mi padre tuvo sus altibajos en la industria cinematográfica, pero era un buen cineasta y Hector le dio la oportunidad de hacer películas sin tener que preocuparse de su carrera. Si hubiera sido otro, dudo que hubiese aceptado. Pero mi padre adoraba a Hector. Siempre decía que el año que trabajó con él en Kaleidoscope había sido el más feliz de su vida.

Debió de llevarse un buen susto cuando recibió la llamada de Hector. Pasan más de diez años, y de pronto se encuentra con un muerto al teléfono.

Pensó que le estaban gastando una broma. La otra posibilidad era que estuviese hablando con un fantasma, y como mi padre no creía en fantasmas, mandó a Hector a tomar por culo y colgó. Hector tuvo que llamarle tres veces más antes de que se lo creyera.

¿Cuándo fue eso?

A finales del treinta y nueve. Noviembre o diciembre, poco después de la invasión de Polonia por los alemanes.

A principios de febrero, mi padre estaba viviendo en el rancho. Hector y Frieda ya habían acabado su nueva casa, y él se instaló en la antigua, en la vivienda que habían construido nada más llegar. Ahí es donde viví con mis padres de pequeña, y ahí es donde vivo ahora; en aquella casa de adobe de seis habitaciones, a la sombra de los árboles de Hector, escribiendo mi libro interminable y demencial.

Pero ¿qué me dices de la gente que aparecía por el rancho? Iban actores, según has dicho, y tu padre debió de necesitar algún ayudante. No es posible hacer una película sólo con cuatro personas. Hasta yo lo sé. Quizá pudieran hacer la preparación y la posproducción ellos solos, pero no la realización propiamente dicha. Y una vez que viene gente de fuera, ¿cómo hacer para seguir como antes?

¿Cómo impedir que hablen?

Les dices que estás trabajando para otra persona. Pretendes que te ha contratado un millonario excéntrico de la Ciudad de México, un tipo tan enamorado del cine estadounidense que ha construido su propio estudio en un desierto norteamericano y te ha encargado que le hagas películas; películas que nadie verá salvo el propio millonario. Ése era el trato. Si vienes al Rancho Piedra Azul a hacer una película, lo haces a sabiendas de que tu trabajo lo verá un público de una sola persona.

Eso es absurdo.

Puede que sí, pero mucha gente se tragó esa historia.

Hay que estar muy desesperado para creer una cosa así.

No conoces mucho a los actores, ¿verdad? Es la gente más desesperada del mundo. El noventa por ciento están sin empleo, y si les ofreces un papel con un salario decente, no te hacen muchas preguntas. Lo único que quieren es una oportunidad de trabajar. Hector no andaba detrás de grandes nombres. Las estrellas no le interesaban. Sólo quería profesionales competentes, y como escribía los guiones para un elenco reducido —a veces sólo dos o tres personajes—, no le resultaba difícil encontrarlos. Cuando terminaba una película y empezaba otra, ya había una nueva hornada de actores donde elegir. Aparte de mi madre, nunca utilizó dos veces al mismo actor.

Bueno, vamos a olvidarnos de los demás. ¿Y tú, qué?

¿Cuándo oíste por primera vez el nombre de Hector Mann? Lo conocías como Hector Spelling. ¿Qué años tenías cuando te diste cuenta de que Hector Spelling y Hector Mann eran la misma persona?

Siempre lo he sabido. En el rancho teníamos la colección completa de las películas de Kaleidoscope, y de niña debí de verlas unas cincuenta veces. En cuanto aprendí a leer, me enteré de que el apellido de Hector era Mann, no Spelling. Le pregunté a mi padre y me dijo que Hector había actuado con ese nombre cuando era joven, pero que como ahora no actuaba, había dejado de utilizarlo. Me pareció una explicación completamente plausible.

Creía que esas películas se habían perdido.

A punto estuvieron. Dadas las circunstancias, tendrían que haberse perdido. Pero justo cuando Hunt se disponía a declarar la quiebra, unos dos días antes de que los alguaciles se presentaran para embargarle los muebles y sellarle la puerta, mi padre y Hector se introdujeron por la fuerza en la oficina de Kaleidoscope y robaron las películas. Los negativos no estaban allí, pero se marcharon con copias de las doce comedias. Hector se las dio a mi padre para que las pusiera a buen recaudo, y dos meses después Hector desapareció. Cuando mi padre se fue a vivir al rancho en 1940, se llevó las películas.

¿Y qué le pareció eso a Hector?

No entiendo. ¿Qué debía parecerle?

Eso es lo que te pregunto. ¿Se alegró o se molestó?

Se alegró. Se llevó una alegría, naturalmente. Estaba orgulloso de aquellas películas cortas, y se alegró de recuperarlas.

Entonces, ¿por qué esperó tanto tiempo antes de ponerlas de nuevo en circulación por el mundo?

¿Y qué te hace pensar que fue él?

Pues no sé, supuse que...

Creía que lo habías entendido. Fui yo. Eso lo hice yo.

Me lo imaginaba.

Entonces, ¿por qué no has dicho nada?

Me parecía que no tenía derecho. Por si era un secreto.

Yo no tengo secretos para ti, David. Quiero que sepas todo lo que yo sé. ¿Es que no lo entiendes? Yo envié esas películas a ciegas, y tú fuiste quien las encontró. Eres la única persona en el mundo que las encontró todas. Eso nos convierte en viejos amigos, ¿no te parece? Puede que no nos hayamos conocido hasta ayer, pero hace años que trabajamos juntos.

Has hecho una maniobra increíble. He hablado con los conservadores de todas las instituciones a las que he acudido, y ninguno tenía la menor idea de quién eras.

Cuando estuve en California, almorcé una vez con Tom Luddy, el director del Pacific Film Archive. Fue el último sitio que recibió uno de aquellos misteriosos paquetes de Hector Mann. Cuando lo recibieron, tú ya llevabas años haciendo eso, y se había corrido la voz. Tom dijo que ni siquiera se molestó en abrir el paquete. Se lo llevó directamente al FBI para que buscaran huellas dactilares, pero no encontraron ninguna en la caja, ni una sola. No dejaste el menor rastro.

Me ponía guantes. Ya que me tomaba la molestia de mantenerlo en secreto, desde luego no iba a pasar por alto un detalle como ése.

Eres una chica lista, Alma.

Puedes estar seguro de que soy lista. Soy la chica más lista de este coche, y te desafío a que demuestres lo contrario.

Pero ¿cómo podías justificar el hecho de actuar a espaldas de Hector? Tomar esa decisión era cosa de él, no tuya.

Hablé con él primero. Fue idea mía, pero no seguí adelante hasta que él no me dio el visto bueno.

¿Qué te dijo?

Se encogió de hombros. Y luego esbozó una sonrisa.

No importa, me dijo. Haz lo que quieras, Alma.

Así que no te lo impidió, pero tampoco te ayudó. No hizo nada.

Fue en noviembre del ochenta y uno, hace casi siete años. Yo acababa de volver al rancho para el entierro de mi madre, y era un mal momento para todos nosotros, el principio del fin, en cierto modo. No me lo tomé bien.

Lo admito. Sólo tenía cincuenta y nueve años cuando le dimos sepultura, y yo no estaba preparada para eso. Hecha polvo. Es la única descripción que se me ocurre. Pulverizada de dolor. Como si todo lo que había en mi interior se hubiera convertido en polvo. Los demás ya eran muy viejos. Levanté la cabeza y de pronto me di cuenta de que estaban acabados, de que el gran experimento había llegado a su fin. Mi padre tenía ochenta años; Hector, ochenta y uno, y la próxima vez que alzara la vista, todos habrían desaparecido. Eso me causó una impresión tremenda. Todas las mañanas iba a la sala de proyección a ver las películas de mi madre, y cuando salía, llorando a moco tendido, fuera ya estaba oscuro. Al cabo de dos semanas de lo mismo, decidí volver a casa. Por entonces vivía en Los Angeles. Trabajaba en una compañía de producción independiente, y necesitaban que volviese. Estaba preparada para marcharme. Ya había llamado a las líneas aéreas para reservar el billete, pero en el último momento —literalmente, en mi última noche en el rancho—, Hector me pidió que me quedara.

¿Te dio algún motivo?

Dijo que estaba dispuesto a hablar, y que necesitaba que alguien le ayudase. No podía hacerlo solo.

¿Te refieres a que el libro fue idea suya?

Todo se le ocurrió a él. Yo nunca habría pensado en eso. Y aunque lo hubiera hecho, no habría hablado del asunto con él. No me habría atrevido.

Perdió el valor. Es la única explicación. O perdió el valor o empezó a chochear.

Eso es lo que pensé yo también. Pero estaba equivocada, igual que tú ahora. Hector cambió de opinión por mí.

Me dijo que tenía derecho a conocer la verdad, y que si estaba dispuesta a quedarme y a escucharle, prometía contarme toda la historia.

Vale, eso lo acepto. Formas parte de la familia, y ahora que ya eres adulta, tienes derecho a conocer los secretos familiares. Pero ¿cómo se convierte esa confesión en un li bro? Una cosa es que te cuente sus penas para desahogarse, pero un libro termina publicándose, y en el momento en que todo el mundo conozca su historia, su vida dejará de tener sentido.

Sólo si sigue viviendo cuando se publique. Pero no será así. Le he prometido que no se lo enseñaré a nadie hasta que él haya muerto. Él me prometió la verdad, y yo le prometí eso.

¿Y nunca se te ha ocurrido que podría estar utilizándote? Tú escribes tu libro, vale, y si todo va bien, lo considerarán un libro importante, pero al mismo tiempo Hector va a sobrevivir gracias a ti. No por sus películas —que ni siquiera existirán ya—, sino por lo que tú has escrito sobre él.

Puede, todo es posible. Pero en cualquier caso sus motivos no me conciernen. Aunque le hubiera impulsado el miedo, la vanidad o una punzada de arrepentimiento de última hora, me contó la verdad. Eso es lo único que importa. Decir la verdad es difícil, David, y Hector y yo hemos vivido muchas cosas juntos durante estos últimos siete años. Lo ha puesto todo a mi disposición: todos sus diarios, su correspondencia, hasta el último documento que ha podido caer en sus manos. En estos momentos, ni siquiera pienso en la publicación. Tanto si se publica como si no, escribir este libro ha sido la experiencia más importante de mi vida.

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