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Authors: Katherine Howe
Connie es una brillante joven aspirante a profesora de historia de Estados Unidos en la dura y competitiva Universidad de Harvard. El verano que debe destinar a decidir el tema de su tesis doctoral, su madre le pide que vacíe y se encargue de la venta de la deshabitada casa de su abuela, cerca de Salem. Allí, Connie encuentra, oculta dentro de una Biblia, una llave que esconde un papelito dentro con las palabras “Deliverance Dane”. Investiga y descubre que Deliverance fue una de las mujeres acusadas durante la caza de brujas de Salem en 1692 y que tenía un misterioso libro que dejó en herencia a su hija. Connie busca ese antiguo libro, cuyo contenido es dudoso, para escribir la tesis de su Doctorado. Poco después, su novio contrae una misteriosa enfermedad y solamente el libro podrá salvarlo de la muerte. Justo entonces, ella descubre la íntima relación que le une al manuscrito y a las brujas de Salem además de averiguar que ella misma posee inexplicables poderes.
Katherine Howe
El Libro de los Hechizos
ePUB v2.0
Sharadore04.04.12
Título original:
The Physick Book of Deliverance Dane
.
Katherine Howe, 2009.
Traducción: Gerardo Di Masso, 2010.
Ilustración de la Mandrágora: The Granger Collection, Nueva York.
Editor original: Sharadore (v1.0 a v2.0)
ePub base v2.0
Para mi familia.
Mandragora faemina
Primera ParteHoy he visto cómo aplastaban a Giles Corey entre las piedras. Había permanecido dos días sin abrir la boca. Con cada piedra que colocaban, ellos le decían que debía implorar si no quería que añadieran más, pero él sólo susurraba: «Más peso.» Entre la multitud descubrí a la señora Dane, quien, cuando pusieron la última piedra, palideció intensamente, cogió mi mano con fuerza y lloró.
Fragmento de una carta fechada en Salem
el 16 de septiembre de 1692.Departamento de Manuscritos Raros, Ateneo de Boston
Marblehead, Massachusetts
Finales de diciembre
1681
P
eter Petford deslizó una larga cuchara de madera dentro de la olla de hierro donde los guisantes se cocían a fuego lento, mientras trataba de alejar la inquietud que le atenazaba el estómago. Acercó el pequeño taburete al hogar y se inclinó ligeramente hacia adelante, un codo apoyado sobre la rodilla, aspirando el aroma de los guisantes estofados mezclado con el de los ardientes maderos de manzano. El olor lo confortó un poco, convenciéndolo de que ésa era una noche normal, y su vientre dejó escapar un gorgoteo de impaciencia mientras retiraba la cuchara para comprobar si los guisantes ya estaban lo bastante tiernos para comerlos. Peter no era un hombre reflexivo y se aseguró de que a su estómago no le ocurría nada que un bol lleno de guisantes no pudiese curar. «Una mujer joven también sería suficiente», se dijo con una expresión sombría. Él nunca había recurrido a curanderas, pero el bueno de Oliver había insistido. Le había asegurado que las pócimas de esa mujer lo curaban casi todo. Había oído decir que, en una ocasión, había hecho un conjuro para encontrar a un niño que se había perdido. Peter profirió un leve gruñido para sí. Haría un intento con ella, sólo una vez.
Desde la esquina de la estrecha y oscura habitación le llegó el sonido de un leve quejido, y Peter alzó la vista de la olla humeante mientras las arrugas de ansiedad se hacían más profundas entre sus ojos. Empujó uno de los leños ardientes con un atizador, lo que provocó una crepitante lluvia de chispas y una columna de humo gris, y luego se levantó del taburete.
—¿Marta? —susurró—. ¿Estás despierta?
Ningún otro sonido surgió de entre las sombras, y Peter se acercó lentamente a la cama donde su hija había permanecido acostada durante la mayor parte de la semana. Apartó la pesada cortina de lana que colgaba del dosel y se agachó junto al apelmazado colchón de plumas, cuidando de no moverlo. La luz intermitente del fuego rozaba las mantas de lana, iluminando un rostro pequeño y demacrado enmarcado por una maraña de pelo rubio ceniza. Los ojos estaban medio abiertos, pero la mirada era vidriosa y perdida. Peter acarició el pelo donde estaba esparcido sobre el duro cabezal. La pequeña exhaló un débil suspiro.
—El potaje ya está casi listo —dijo—. Te traeré un poco.
Mientras servía con un cucharón la comida caliente en un plato de loza, Peter sintió que una llama de ira impotente crecía dentro de su pecho. Apretó los dientes para combatir la sensación, pero ésta se demoró detrás del esternón, haciendo que su respiración se volviese rápida y superficial. «¿Qué sabía él de atender a la niña?», pensó. «Todas las pócimas que había probado no habían hecho más que empeorar su estado.» Hacía tres días que había pronunciado la última palabra, cuando había gritado en plena noche llamando a Sarah.
Se sentó en el borde de la cama y acercó la cuchara con una pequeña cantidad de guisantes calientes a la boca de la pequeña. Ella sorbió los guisantes débilmente, y un fino hilo de líquido marrón se deslizó desde el borde de su boca hasta la barbilla. Peter lo limpió con el pulgar, aún ennegrecido por el hollín del fuego de la cocina. Pensar en Sarah siempre le producía una fuerte opresión en el pecho.
Miró a la pequeña en su cama y la observó atentamente mientras sus párpados se cerraban. Desde que había caído enferma, él había estado durmiendo en el suelo de anchas tablas de pino sobre un camastro de paja enmohecida. La cama era más caliente, estaba más próxima al hogar donde quemaban los leños, y estaba protegida por unas colgaduras de lana que su padre había traído desde East Anglia. Una expresión sombría cruzó el rostro de Peter. La enfermedad, él lo sabía, era una señal de la desaprobación del Señor. «Lo que le ocurra a la niña es la voluntad de Dios», concluyó. De modo que estar furioso por su sufrimiento debía de ser pecaminoso, porque eso significaba estar furioso con Dios. Sarah le habría instado a que elevase una plegaria por la salvación del alma de Martha, para que pudiese ser redimida. Pero Peter estaba más acostumbrado a prestar atención a los problemas de la agricultura que a las cuestiones religiosas. Quizá él no fuese tan bueno como lo había sido Sarah. Era incapaz de imaginar qué pecado podría haber cometido Martha en sus cinco años de vida para atraer esa enfermedad sobre ella, y en sus plegarias se sorprendía exigiendo una explicación. Él sólo imploraba que su hija se pusiera bien.
El hecho de enfrentarse a su propio egoísmo llenaba a Peter de ira y vergüenza.
Juntó los dedos mientras observaba el rostro dormido de Martha.
«Hay ciertos pecados que nos convierten en demonios», había dicho el pastor en la reunión esa semana. Peter se apretó el puente de la nariz y entornó los ojos al tiempo que trataba de recordar cuáles eran esos pecados.
Ser un mentiroso o un asesino, ése era uno de ellos. En una ocasión habían sorprendido a Martha mientras intentaba esconder un gatito sucio en la alacena, y cuando Sarah le preguntó, ella contestó que no sabía nada de ningún gatito. Sin embargo, ésa difícilmente podía considerarse una de las mentiras a las que se había referido el pastor.
Ser un calumniador o un acusador de lo divino era otro de los errores. Tentar al pecado. Oponerse a la santidad. Sentir envidia. Ser un borracho. Ser orgulloso.
Peter contempló la piel frágil, casi transparente, de las mejillas de su hija. Cerró una de sus manos formando un puño sólido y apretó los nudillos contra la palma de la otra. ¿Cómo podía Dios infligir esos tormentos a un inocente? ¿Por qué había apartado Su rostro de él?
Quizá no fuese el alma de Martha la que estuviera en peligro. Tal vez la pequeña era castigada por la orgullosa falta de fe de Peter.
Al tiempo que ese miedo inoportuno florecía en su pecho, Peter oyó ruido de cascos que se acercaban por el camino enlodado y se detenían delante de la casa. Voces apagadas, de un hombre y una joven, intercambio de palabras, el crujido de monturas de cuero y luego un leve chapoteo. «Ése debe de ser Jonas Oliver con la joven», pensó. Se levantó de la cama en el momento en que alguien llamaba ligeramente a la puerta.
En el porche, cubierta con una capa de lana con capucha que brillaba por la bruma húmeda del atardecer, había una mujer joven con un rostro franco y suave. En las manos llevaba un pequeño bolso de cuero, y su rostro estaba enmarcado por una cofia blanca que desmentía el largo viaje que había hecho. Detrás de ella, en la oscuridad, se alzaba la figura familiar de Jonas Oliver, pequeño terrateniente y vecino de Peter.
—¿Señor Petford? —preguntó la joven alzando rápidamente la vista y mirando a Peter a los ojos. Él asintió y ella lo obsequió con una sonrisa alentadora, al tiempo que sacudía vigorosamente las gotas de agua de su capa y se la quitaba por encima de la cabeza. La colgó en una clavija que había junto al gozne de la puerta, se alisó la falda arrugada con ambas manos y luego atravesó rápidamente la pequeña y sombría habitación y se arrodilló junto a la niña en la cama.
Peter la observó durante un momento y luego se volvió hacia Jonas, quien permanecía en el umbral igualmente mojado, sonándose vigorosamente la nariz con un pañuelo.
—Una noche desapacible —dijo Peter a modo de bienvenida.
Jonas respondió con un leve gruñido. Volvió a guardar el pañuelo dentro de la manga y golpeó los pies contra el suelo para desprender el barro alojado en sus botas, pero no entró en la casa.
—¿Quiere usted comer algo antes de marcharse? —ofreció Peter, frotándose la nuca con aire ausente.
No estaba seguro de querer que Jonas aceptara su ofrecimiento. La compañía lo distraería, pero su vecino estaba incluso menos dispuesto que él a mantener una conversación ociosa. Sarah siempre decía que aunque un carro aplastara el pie de Jonas Oliver, él ni siquiera haría una mueca.
—La señora Oliver me estará esperando. —Jonas declinó la invitación encogiéndose de hombros.
Luego miró a través de la habitación donde se encontraba la joven, quien le susurraba algo a la niña que estaba en la cama. Junto a sus rodillas había un pequeño perro de aspecto desgreñado, con un color opaco entre marrón y café claro, rodeado de las huellas que habían dejado las patas embarradas en las tablas del suelo. Jonas se preguntó vagamente dónde debía de llevar la mujer ese animal durante el largo viaje hasta la casa; él no había advertido su presencia y el bolso de cuero no parecía lo bastante grande. «Perro sarnoso— pensó—. Debe de pertenecer a la pequeña Martha.»