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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (5 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Connie alzó las rodillas hasta el pecho y sostuvo la taza con la infusión caliente debajo de su nariz. Raramente prestaba atención a esa estancia, ya que pasaba mucho tiempo en ella, pero llegaría el día en que Liz y ella dejarían de compartir esa madriguera. Ese pensamiento le provocó una punzada de excitación, pero debajo de la excitación, se sintió distante, incluso triste. Ese día, por supuesto, aún estaba muy lejos. Bebió la infusión, dejando que su sabor astringente la llevara de nuevo al presente.

Las once y veinte de la noche parecía un poco tarde incluso para su madre, pero la nota decía que la llamara cuanto antes. En realidad, se sentía tan contenta de que Grace hubiese recordado el día de su examen que quería llamarla en ese mismo momento, aunque eso significara despertarla. De hecho, no recordaba cuándo había sido la última vez que había hablado con su madre. ¿Había sido para Navidad? Connie se había quedado en Cambridge para estudiar para su examen y habían hablado por teléfono el día de Navidad. Pero seguramente habían hablado otras veces desde entonces. Connie sabía que le había dejado mensajes en el contestador, aunque no podía recordar exactamente cuándo había hablado con ella. ¿Había sido…?

Connie apoyó dos dedos en la frente y dejó escapar un leve gemido. Fue cuando Grace la llamó para desearle que pasara un feliz equinoccio de primavera, ese momento en que el día y la noche tienen exactamente la misma duración. Por supuesto… , eso era típico de Grace Goodwin.

En sus momentos de irritación, cuando era más joven e iracunda, Connie solía decir que su madre era una «víctima de los sesenta». Al hacerse mayor, sin embargo, comenzó a observar a Grace con un interés desapegado, casi antropológico. Ahora, la frase que Connie utilizaba cuando debía describir a su madre era «un espíritu libre». Cuando hablaba de ella, resultaba difícil saber por dónde comenzar.

Quizá Connie prefería evitar las discusiones con su madre porque su propio origen caracterizaba la falta de planificación de Grace. Connie había sido el resultado inesperado de una aventura amorosa que Grace había tenido en su último año en Radcliffe, en 1966; una aventura que Grace había mantenido con su ayudante de cátedra en Religión Oriental, un hecho que Connie juzgaba en la actualidad con inocultable desaprobación, sobre todo ahora que ella estaba en la escuela universitaria de graduados. Leonard Jacobs, «Leo», para Grace y sus amigos. La mirada de Connie se desvió hacia el estante superior de su escritorio, donde había una fotografía en blanco y negro que mostraba a un joven sensible, de mirada acuosa, vestido con un suéter con cuello de cisne, pómulos marcados como los de Connie, con largas patillas y el pelo desgreñado. Miraba directamente a la cámara, sin sonreír. Una joven con el pelo liso con la raya al medio se apoyaba en su hombro y miraba con expresión soñadora hacia un lado. Era Grace, su madre.

Los pensamientos de Leo acerca de la inminente llegada de Connie no habían sido registrados para la posteridad, aunque Grace siempre había sugerido que habían hecho grandes planes románticos. Esos planes, lamentablemente, se vieron abreviados por las intrigas de la política exterior. A pesar de haber alargado su investigación lo máximo posible, Leo acabó su licenciatura en 1966. Perdió su aplazamiento académico para incorporarse a filas y fue embarcado hacia el sureste asiático tres meses antes del nacimiento de Connie.

Y, mientras estaba allí, desapareció.

La tristeza de Connie, teñida a partes iguales de aflicción y aversión, era tan grande que jamás había hablado con nadie de ese aspecto de su vida, ni siquiera con Liz. Cuando surgía el tema de los padres en las conversaciones con amigos o colegas, Connie pasaba rápidamente sobre el asunto. Incluso reflexionando sobre él ahora, a solas en la intimidad de su estudio, con su perro roncando debajo del sillón, Connie frunció el ceño sobre la taza que sostenía en la mano.

Grace, mientras tanto, había acabado la universidad y luego se había establecido con su pequeña hija en Concord, no muy lejos de Walden Pond, en una granja corriente con un pronunciado desnivel. La comuna —porque eso es lo que era realmente —estaba oculta detrás de unas pocas hectáreas de bosques, con dos nudosos manzanos que teñían el aire con el penetrante aroma de la sidra. Connie sospechaba que, en parte, Grace había llenado la casa de gente para cubrir el vacío que había dejado la pérdida de Leo. Camarillas de jóvenes cálidos y entusiastas vagaban por su casa: principalmente músicos, pero también estudiantes, poetas, mujeres que se dedicaban a la alfarería.

El primer recuerdo consciente de Connie era una imagen matinal en la cocina de la granja, caldeada por una estufa de leña y amueblada con una mesa de picnic y tiestos con tomillo y romero. Ella era una niña que comenzaba a andar, aproximadamente de la misma altura que la mesa, y estaba llorando. Recordaba que Grace se había agachado hasta que su rostro franco y joven había quedado frente al suyo, el largo pelo rubio pajizo cayendo sobre los hombros, y le había dicho: «Connie, debes tratar de
centrarte

Los medios de subsistencia de Grace durante la infancia de Connie habían sido variados y oscuros, incluyendo en un momento dado una panadería macrobiótica, que no consiguió atraer a las formales matronas de Nueva Inglaterra de Concord. Una vez que Connie alcanzó la adolescencia, sin embargo, los intereses de Grace se aglutinaron alrededor de algo que ella llamaba «sanación energética». Los pacientes acudían a ella, quejándose de dolencias tanto físicas como espirituales, y Grace producía un cambio en esas personas moviendo sus manos a través de sus campos de energía biológicos. Aún entonces, Connie arrugaba la nariz cuando pensaba en ello.

La Connie adolescente se rebeló construyendo a su alrededor un orden y una previsibilidad que estaban en directo contraste con la flexibilidad y la libertad de su madre. Ahora que ya era una mujer adulta, Connie veía a Grace con mayor afinidad. Desde la confortable distancia que se extendía entre su azarosa infancia y el sillón estampado donde ahora estaba sentada, podía contemplar las excentricidades de Grace como dulces, o ingenuas, más que como disolutas e irresponsables.

Cuando Connie se marchó a Mount Holyoke, su madre vendió lo que quedaba de la desmoronada granja y se trasladó a Santa Fe. En aquel momento afirmó que estaba preparada para vivir en algún lugar «lleno de energía sanadora». Connie se burlaba cada vez que pensaba en esa frase, pero luego dejó de hacerlo. Después de todo, su madre tenía derecho a ser feliz. Connie podía admitir que sus propias elecciones vitales podrían parecerle incomprensibles a un observador externo, y mucho más a uno tan crítico con las instituciones establecidas como lo era Grace. Ella seguramente se preguntaría cómo había acabado con una hija tan extraña, pero siempre había apoyado las elecciones de Connie a su manera poco ortodoxa.

Probablemente Grace había hecho un enorme esfuerzo por recordar que ese día era el de su examen. Nunca había insistido para que su hija no estudiase Historia, no se aficionara a los libros, no fuese seria y ordenada. En ocasiones, Grace deseaba que Connie «investigara la verdad de su alma», pero ella siempre lo interpretaba como una manera hippie de decir que debía hacer aquello que le pareciera correcto.

Connie dejó la taza vacía en el suelo y cogió el teléfono.

Sonó cuatro veces y, cuando ya estaba a punto de colgar, al otro lado de la línea se oyó un alboroto y una voz sin aliento que dijo:

—¿Hola?

—¿Mamá? —dijo Connie —. ¡Hola! Liz me dejó una nota diciendo que habías llamado. Espero que no sea demasiado tarde.

Sus ojos se iluminaron con una creciente oleada de afecto por esa extraña mujer cuya vida se había apareado con la suya. Durante el año anterior, Connie había inventado diversas razones para llamarla y dejarle mensajes salpicados de preguntas; la aparente necesidad de respuestas incluía la necesidad de volver a llamar. Su jardín solía proporcionarle una buena excusa para hacerlo.

—¡Oh, Connie! —respondió Grace con evidente alivio —. ¡Sí, te llamé! No, no pasa nada. ¿Cómo estás, cariño?

—¡Genial! —exclamó ella —. Me siento genial, supongo. Bastante agotada, obviamente… Quiero decir, hoy era mi gran día.

—¿Ah, sí? —preguntó Grace, el sonido de su voz abriéndose paso a través de una caja invisible que contenía algo ruidoso y que tintineaba en la línea telefónica.

—Bueno, sí —dijo Connie mientras su sonrisa se debilitaba ligeramente —. Mi examen de calificación… —sondeó. El sonido no cesó —. Te dejé varios mensajes hablándote de ello. ¿Ese enorme examen que tenía que aprobar para ser promovida a la candidatura para la tesis?…

Grace seguía sin decir nada; el aire salía en breves ráfagas a través de sus orificios nasales mientras acarreaba la caja invisible a través de la cocina de su casa de adobe.

—Esa
cosa
para la que me he estado preparando durante todo un año… —añadió Connie, al tiempo que sentía que la ira y el dolor le pellizcaban el rostro. Sus cejas se unieron encima de la nariz. Sin darse cuenta se levantó del sillón, como si el hecho de estar de pie le hiciera entender las cosas a su madre con mayor claridad —. Era hoy, Grace —dijo, y su voz se tiñó con la misma frialdad que solía tener cuando Connie era una adolescente. Apretó los labios con fuerza, reprimiendo la urgencia de gritar, llorar o hacer cualquier otra cosa que sugiriese que necesitaba
centrarse
.

—Efectivamente —dijo Grace con indiferencia, pasándose el auricular de una oreja a la otra —. Ahora, escúchame, cariño. Tengo que pedirte un favor muy importante.

Capítulo 3

Marblehead, Massachusetts

Principios de junio

1991

A
ún no puedo creer que lo haya hecho —escupió Connie. Bajó el cristal de la ventanilla de su lado y arrojó un corazón de manzana marchito que había sobre el salpicadero.

—Yo aún no puedo creer que permitas que te afecte de esa manera —dijo Liz suavemente mientras echaba un vistazo al mapa que tenía desplegado sobre el regazo —. Tendrías que desviarte justo aquí.

—¿Cómo pude dejar que me convenciera para hacer esto? —gruñó Connie, y la rueda derecha de su Volvo moteado de óxido tembló a modo de protesta cuando giró.

Liz cogió aire por la nariz con una expresión exasperada antes de decir:

—¿Sabes?, no tenías por qué acceder. Estás intentando culpar a Grace de esto, pero yo no veo que te esté retorciendo el brazo…

—Siempre —continuó Connie antes de que Liz hubiese terminado de hablar —. ¡Es siempre igual! A ella le ocurre algún desastre, y no importa lo que yo esté haciendo, pero tengo que dejarlo todo y recoger los pedazos. Cualquiera pensaría que, después de veinticinco años de autorrealización, sería capaz de arreglar su propio estropicio.

Connie redujo la velocidad cuando el Volvo entró en una glorieta sin carriles, la península de Nathan describiendo una espiral hacia el mar a su derecha mientras enfilaban hacia el norte y el coche se balanceaba ligeramente bajo el peso de las plantas y las pertenencias de Connie. En el asiento trasero, encajado entre dos botes llenos de romero y menta, estaba
Arlo
, meciéndose con los movimientos del vehículo. De su boca pendía un grueso hilo de baba.

—De modo que supongo que es culpa de Grace que tú hayas dicho que sí —dijo Liz con tono mordaz —. Realmente, Connie, esto también es obra tuya.

—¿Cómo exactamente es obra mía? —preguntó Connie, apartándose un mechón de pelo de la frente con el dorso de la muñeca —. ¡Yo era absolutamente feliz! Estaba haciendo mi trabajo. Mira a
Arlo
. Creo que se va a poner enfermo.

—Entonces, ¿por qué permitiste que te convenciera? —señaló Liz.

Connie suspiró. Su amiga, por supuesto, tenía razón. De hecho, había tenido razón durante las últimas seis semanas, algo que dificultaba aún más que Connie mantuviese su ira santurrona.

—Sólo porque tengas razón no debo mostrarme feliz con todo este asunto —rezongó Connie.

—Bueno, yo que tú, enfocaría la cuestión de un modo más pragmático —repuso Liz —. Has accedido a hacer lo que Grace te pidió, de modo que en este momento sólo puedes corregir tu actitud. Cuidado con ese tío, no creo que vaya a detenerse.

Una camioneta surgió de una calle lateral, haciendo chirriar los neumáticos junto al rompeolas justo delante de ellas. El coche se balanceó cuando Connie pisó el freno.

Durante unos minutos viajaron en silencio. El mar blanco grisáceo se ondulaba hacia el horizonte, punteado en la distancia por seis u ocho velas diminutas. Liz bajó un poco el cristal de su ventanilla y volvió el rostro hacia la brisa. El olor salobre del mar entró en el coche, refrescando el aire. Pasaron junto a un embarcadero lleno de mástiles y cascos de embarcaciones sostenidos por andamios oxidados. Junto al embarcadero, en la base de un muelle de madera podrida, había una pila de trampas de alambre para langostas cubiertas de algas. Mientras Connie miraba, una gaviota gorda planeó ociosamente hasta posarse encima de las trampas apiladas, plegando las alas y contemplando el agua que brillaba con luz trémula.

—Podrías mirar este asunto de un modo completamente diferente —aventuró Liz, haciendo girar el mapa sobre su regazo.

—¿Oh? —dijo Connie —. ¿Y qué modo es ése?

Liz apoyó la cabeza en el respaldo y sonrió.

— Es muy bonito todo esto —comentó.

Después de media hora de discutir de buen humor acerca de la adecuada orientación del mapa y los incomprensibles trazados de las ciudades de Nueva Inglaterra, que no seguían ninguna clase de patrón lógico, el Volvo giró en una curva y continuaron por un estrecho camino cubierto por la sombra de unos sauces llorones. El camino estaba flanqueado por pequeñas casas cuadradas; su revestimiento de madera, desteñido por décadas de sol y agua marina hasta adquirir un color gris pálido. Connie se esforzó para ver los números clavados en cada una de las puertas frente a las que pasaban lentamente.

—¿Qué número es el que estamos buscando? —preguntó.

—Milk Street, número tres —dijo Liz, atisbando a través de su ventanilla.

Junto a una de las casas se apoyaba un cobertizo adornado con boyas de trampas para langostas colgadas para secar. Otra estaba casi completamente oscurecida por un velero varado sobre pilotes de madera en un camino particular sofocado por la maleza. Liz alcanzó a descifrar las letras en la popa del olvidado velero: «Wonderment, Marblehead, Massachusetts.»

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