El libro de Los muertos (10 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Se le acelera el pulso cuando se remonta a la otra cara del horror. Vuelve a abrir el correo del Hombre de Arena, como si volver a mirarlo, como si contemplarlo el tiempo suficiente, pudiera cambiarlo de alguna manera. No hay mensaje de texto, sólo un archivo adjunto, una horrenda imagen de alta resolución de Drew desnuda y sentada en una bañera de mosaico gris empotrada en un suelo de terracota. El agua le llega hasta la cintura, y cuando la doctora amplía la imagen, como tantas veces ha hecho, alcanza a distinguir la piel de gallina en los brazos de Drew, así como sus labios y uñas azulados, lo que indica que el agua que sale de una antigua espita de latón está fría. Tiene el pelo mojado, la expresión en su hermosa cara resulta difícil de describir. ¿Pasmada? ¿Lastimosa? ¿Conmocionada? Parece bajo el efecto de alguna droga.

El Hombre de Arena le había contado en un correo anterior que poner en remojo a los prisioneros desnudos era algo rutinario en Irak; golpearlos, humillarlos, obligarlos a orinar unos sobre otros. Uno hace lo que tiene que hacer, escribió. Después de un tiempo era normal, y no le importaba sacar fotos. No le importaba mucho hasta «aquello» que hizo, pero nunca le ha contado a la doctora qué es «aquello», y ella está convencida de que con eso dio comienzo su metamorfosis para convertirse en un monstruo. Suponiendo que haya hecho lo impensable, si lo que le ha enviado no es una treta.

(¡Aunque lo fuera, sería un monstruo por haber maquinado algo así!)

Analiza la imagen en busca de algún indicio de falsedad, la amplía y la reduce, la reorienta, sin apartar la mirada. «No, no, no —se dice una y otra vez para tranquilizarse—. Claro que no es real.»

(Pero ¿y silo es?)

No puede evitar seguir cavilando en lo mismo. Si la consideran responsable, ya puede despedirse de su carrera televisiva, al menos temporalmente. Sus millones de seguidores dirán que es culpa suya porque debería haberlo visto venir, no debería haber hablado de Drew en correos electrónicos'con un paciente anónimo apodado Hombre de Arena que aseguraba ver a Drew por la tele y leer sobre ella, y pensaba que era un chica encantadora pero que sufría una soledad insoportable, y estaba convencido de que la conocería y ella se enamoraría de él y entonces ya no sufriría más.

Si el público se entera, será como lo de Florida de nuevo, sólo que peor. Culpada injustamente, al menos por un tiempo.

«Vi a Drew en su programa y sentí su insoportable sufrimiento —le escribió el Hombre de Arena—. Me estará agradecida.»

La doctora Self mira fijamente la imagen. La censurarán por no llamar a la policía de inmediato cuando recibió el correo hace exactamente nueve días, y nadie aceptará su razonamiento, que es perfectamente lógico: si lo que envió el Hombre de Arena es real, ya es tarde para que ella haga nada al respecto; si no es más que una estratagema (algo pergeñado con uno de esos paquetes de
software
para tratamiento de fotografías), ¿qué sentido tendría divulgarlo y tal vez meter esa idea en la cabeza de algún otro perturbado?

Enigmáticamente, vuelve a pensar en Marino; en Benton.

En Scarpetta.

Y Scarpetta se le mete en la cabeza.

Traje negro con anchas rayas diplomáticas azul pálido y una blusa azul a juego que realza sus ojos azules. Lleva el pelo rubio corto y muy poco maquillaje. Imponente y segura, erguida pero relajada en la tribuna de testigos, de cara al jurado. Quedaron hipnotizados por ella cuando contestaba preguntas y se explicaba. No consultó sus notas ni una sola vez.

—¿Pero no es cierto que casi todos los ahorcamientos son suicidios, lo que sugiere la posibilidad de que en realidad se quitara la vida? —Uno de los abogados de la doctora Self caminaba de lado a lado de la sala del tribunal en Florida.

Ella acababa de prestar testimonio y le habían permitido retirarse de la sala en tanto que testigo, pero no pudo evitar la tentación de seguir el juicio, de observar a Scarpetta, a la espera de que cometiera un desliz verbal o un error.

—Estadísticamente, en tiempos modernos, es cierto que la mayoría de los ahorcamientos, hasta donde sabemos, son suicidios —contesta Scarpetta a los miembros del jurado, altiempo que se niega a mirar al abogado de la doctora Self y le responde como si le estuviera hablando por medio de un interfono desde otra sala.

—¿«Hasta donde sabemos»? Está usted diciendo, señora Scarpetta, que...

—Doctora Scarpetta. —Con una sonrisa a los miembros del jurado.

Ellos le devuelven la sonrisa, fascinados, a todas luces embelesados, entusiasmados con ella mientras arremete contra la credibilidad y el decoro de la doctora Self sin que nadie se dé cuenta de que no son sino manipulaciones y mentiras. Ah, sí, mentiras. Un homicidio, no un suicidio. ¡Hay que culpar indirectamente a la doctora Self de homicidio! Pero no fue culpa suya. No podía haber sabido que esas personas serían asesinadas. El que hubieran desaparecido de su casa no implicaba que les hubiera ocurrido nada malo.

Y cuando Scarpetta la llamó después de encontrar un frasco de pastillas con su nombre como médica que las había recetado, tenía todo el derecho a negarse a hablar de pacientes o antiguos pacientes suyos. ¿Cómo iba a saber que acabaría nadie muerto? Muerto de una manera horrorosa. No fue culpa suya. Si lo hubiera sido, se habría tratado de un caso criminal, no de una mera demanda civil interpuesta por parientes avariciosos. No fue culpa suya, y Scarpetta indujo deliberadamente al jurado a creer lo contrario.

(La escena de la sala del tribunal colma su cabeza por completo.)

—¿Quiere decir que no puede determinar si un ahorcamiento fue suicidio u homicidio? —El abogado de la doctora Self sube el tono.

—Sin testigos ni circunstancias que aclaren lo que ocurrió... —dice Scarpetta.

—¿Y qué ocurrió?

—Que es imposible que una persona se haga algo semejante a sí misma.

—¿Como qué?

—Como ser hallada colgando de un poste de la luz a gran altura en un aparcamiento, sin escalera. Con las manos firmemente atadas a la espalda —explica.

—¿Se trata de un caso auténtico, o se lo está inventando sobre la marcha? —Con tonillo sarcástico.

—Mil novecientos sesenta y dos. Un linchamiento en Birmingham, Alabama —especifica al jurado, siete de cuyos miembros son negros.

La doctora Self regresa de la otra cara del horror y cierra la imagen en la pantalla. Descuelga el auricular y llama a la oficina de Benton Wesley, y su instinto le dice que la mujer desconocida que responde es joven, sobrestima su importancia, considera que se le debe respeto, y por tanto probablemente es de una familia adinerada, fue contratada por el hospital como un favor y es una espina en el costado de Benton.

—¿Y su nombre de pila, doctora Self? —pregunta la mujer, como si no supiera quién es la doctora Self, cuando todo el mundo en el hospital la conoce.

—Espero que el doctor Wesley haya llegado por fin —dice ella—. Espera mi llamada.

—No llegará hasta las once o así. —Como si la doctora Self no fuera nadie especial—. ¿Puedo preguntarle de qué se trata?

—Me parece muy bien. Y tú, ¿quién eres? Me parece que no nos conocemos. La última vez que llamé, respondió otra persona.

—Ya no trabaja aquí.

—¿Tu nombre?

—Jackie Minor, su nueva ayudante de investigación. —Adopta un tono solemne. Probablemente aún no ha terminado el doctorado, si es que alguna vez llega a acabarlo.

La doctora Self dice con tono encantador:

—Bueno, pues muchas gracias, Jackie. Y supongo que aceptaste el puesto para poder ayudarle en su estudio... ¿cómo lo llaman? ¿Regaño Materno y Estimulación Dorsolateral?

—¿El REMEDO? —dice Jackie sorprendida—. ¿Quién lo llama así?

—Vaya, me parece que tú —señala la doctora—. No se me había ocurrido el acrónimo. Eres tú la que acaba de decirlo. Qué ingeniosa. Quién fue el gran poeta que... A ver si recuerdo la cita: «El ingenio es el genio de percibir y la metáfora para expresar.» O algo por el estilo. Alexander Pope, creo. Me parece que nos conoceremos pronto, muy pronto, Jackie. Como probablemente sabes, yo formo parte de la investigación, de esa que tú llamas remedo.

—Ya sabía yo que era alguien importante. Por eso ha acabado quedándose el doctor Wesley este fin de semana y me ha pedido que venga. En el programa no pone más que VIP.

—Debe de ser un trabajo que exige mucho por parte del doctor.

—Desde luego.

—Con una reputación a nivel mundial como la suya.

—Por eso quería ser su ayudante de investigación. Estoy en prácticas para ser psicóloga forense.

—¡Bravo! Muy bien. Quizá te invite algún día a mi programa.

—No había pensando en ello.

—Bueno, pues deberías, Jackie. Yo he estado pensando mucho en expandir mis horizontes hacia
La otra cara del horror.
La otra cara del crimen que la gente no ve: la mente criminal.

—Eso es lo único que interesa a la gente hoy en día —asiente Jackie—. Basta con poner la tele. Todos los programas van de crímenes.

—Pues estoy a punto de empezar a pensar en asesores de producción.

—Me encantaría mantener una conversación con usted al respecto cuando mejor le parezca.

—¿Has entrevistado a algún delincuente violento? ¿O has asistido a alguna de las entrevistas del doctor Wesley?

—Todavía no, pero no tardaré mucho.

—Ya volveremos a hablar, doctora Minor. Es «doctora» Minor, ¿verdad?

—En cuanto acabe los exámenes y encuentre tiempo paracentrarme de veras en la tesis. Ya estamos preparando la ceremonia de graduación.

—Claro que sí. Es uno de los mejores momentos de nuestra vida.

En otros tiempos, siglos atrás, en el laboratorio informático de estuco detrás del viejo depósito de ladrillo estaban las caballerizas y los alojamientos para los mozos de cuadra.

Por fortuna, antes de que un comité de evaluación arquitectónica llevara a cabo una revisión que lo impidiera, el edificio fue reconvertido en un garaje almacén que ahora es, como dice Lucy, su apaño de laboratorio informático. Es de ladrillo; es pequeño, mínimo. Ya van muy avanzadas las obras de construcción de unas inmensas instalaciones al otro lado del río Cooper, donde el terreno es abundante y las leyes de división por zonas son todavía ineficaces, como señala Lucy. Su nuevo laboratorio forense, cuando esté terminado, tendrá todos los instrumentos y adelantos científicos imaginables. Por el momento, se las arreglan bastante bien con los análisis de huellas dactilares, toxicología, armas de fuego, ciertas pruebas complementarias y ADN. Los federales no han visto nada aún. Los va a dejar a la altura del suelo.

En el interior de su laboratorio de viejas paredes de ladrillo y suelos de abeto están sus dominios informáticos, protegidos del mundo exterior por ventanas a prueba de balas y huracanes, con las persianas siempre bajas. Lucy está sentada en su puesto de trabajo conectado a un servidor de 64
gigabytes
con un chasis compuesto por seis cajas de almacenamiento montadas en bastidor. El núcleo —o sistema operativo que conecta el
software
con el
hardware
— es de diseño propio y lo construyó con el lenguaje más sencillo de ensamblaje para poder hablar ella misma con la placa base cuando estaba creando su cibermundo, o lo que denomina Infinitud del Espacio Interior (IEI), cuyo prototipo vendió por una pasmosa suma que sería indecente mencionar. Lucy no habla de dinero.

A lo largo de la parte superior de las paredes hay pantallas planas de vídeo que muestran constantemente todos los ángulos y sonidos que capta un sistema de cámaras y micrófonos empotrados, y lo que está viendo es increíble.

—Vaya hijoputa estúpido —le dice a voz en cuello a la pantalla plana que tiene delante.

Marino le está enseñando el depósito de cadáveres a Shandy Snook. Se ven desde diferentes ángulos en las pantallas, sus voces tan nítidas como si Lucy estuviera con ellos.

Boston, la quinta planta de una casa de piedra rojiza de mediados del XIX en Beacon Street. Benton Wesley está sentado a su mesa mirando por la ventana un globo aerostático que surca el cielo sobre el prado, por encima de olmos escoceses tan viejos como la propia América. El globo blanco se eleva lentamente como una inmensa luna en contraste con el perfil del centro urbano.

Suena su móvil. Se coloca un auricular sin manos y dice: «Wesley», con la acuciante esperanza de que no sea ninguna emergencia relacionada con la doctora Self, el azote del hospital de un tiempo a esta parte, quizás el más peligroso que haya sufrido nunca.

—Soy yo —le dice Lucy al oído—. Conéctate. Te pongo en conferencia.

Benton no pregunta por qué. Se conecta a la red inalámbrica de Lucy, que transfiere vídeo, audio y datos en tiempo real. La cara de Lucy llena la pantalla del portátil encima de la mesa. Se la ve lozana, de una hermosura dinámica, como siempre, pero los ojos le brillan de furia.

—Voy a probar algo distinto —le anuncia—. Te conecto al acceso de seguridad para que puedas ver lo que estoy viendo ahora mismo, ¿de acuerdo? La pantalla se te dividirá en cuatro cuadrantes para ofrecer cuatro ángulos o ubicaciones, dependiendo del que elija yo. Con eso debería bastar para que veas lo que está haciendo nuestro presunto amigo Marino.

—Lo tengo —dice Benton cuando se divide la pantalla, lo que le permite ver de manera simultánea cuatro áreas del edificio de Scarpetta escaneadas por las cámaras.

El interfono en la zona de carga de la morgue.

En el ángulo superior izquierdo, Marino y una mujer joven y sexy pero de aspecto chabacano, con atuendo de cuero de motera, están en el pasillo superior de las oficinas de Scarpetta, y él le está diciendo:

—Tú quédate aquí.

—¿Por qué no puedo ir contigo? No tengo miedo. —Su voz, ronca y con un fuerte acento sureño, se reproduce con claridad en los altavoces encima de la mesa de Benton.

—¿Qué demonios? —le dice Benton a Lucy por teléfono.

—Fíjate —responde ella—. Su última maravilla de chica.

—¿Desde cuándo?

—Bueno, vamos a ver. Creo que empezaron a acostarse el lunes pasado por la noche. La misma noche que se conocieron y emborracharon.

Marino y Shandy entran en el ascensor y otra cámara los enfoca mientras él le dice:

—Vale, pero si él se lo dice a la doctora, estoy jodido.

—Vaya vaya con la doctora, te tiene pillado por la polla —responde ella con un sonsonete burlón.

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