Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Se sentó en los restos de un pequeño muro. La manera más evidente de atacarla era una emboscada desde los matorrales casi impenetrables que invadían el camino por ambos lados. Sería muy fácil. Podía esconderse en la retama, por ejemplo en una de las curvas cerradas, y disparar hacia el camino cuando la viese llegar. La gran desventaja de este plan era su obviedad, hasta el punto de que casi podía asegurar que entraría en las previsiones de Constance. Además los arbustos eran tan tupidos que Diógenes no estaba totalmente seguro de poder esconderse sin dejar un hueco, o como mínimo un rastro visible para un ojo atento. Y el de ella era atentísimo.
Por otro lado, ella no conocía el camino. No podía conocerlo. Había subido a la villa justo después de desembarcar, y no había mapas que representaran lo abrupto, peligroso y difícil del camino. Delante, justo antes de la bifurcación, había un punto donde discurría casi por debajo de una proyección de lava endurecida, dibujaba una curva y pasaba por encima del mismo promontorio. Alrededor del paso todo eran precipicios. Era un punto donde Constance no podía salirse del camino. Si Diógenes la esperaba en el risco, ella tendría que pasar casi directamente por debajo, por la simple razón de que era el único camino. Y como no lo conocía no podía prever que daba una vuelta completa, pasando por encima del risco.
Era el lugar perfecto.
Siguió subiendo por la montaña. Diez minutos después pasó la última curva y subió al risco, pero al mirar a su alrededor, buscando un escondite, vio que había una posición aún mejor. De hecho era casi perfecta. Al acercarse y ver el risco, Constance podía prever la posibilidad de un ataque, pero bastante antes había otro lugar —debajo del risco, completamente a oscuras, medio tapado por las rocas— que parecía mucho más discreto. Para alguien que viniera por abajo era totalmente invisible.
Con el alivio indescriptible de saber que pronto habría terminado todo, se apostó con cuidado en la curva, protegido por la oscuridad, y se preparó para la espera. Era un lugar perfecto. La oscuridad cerrada de la noche, y las líneas naturales del terreno, ayudaban a dar la impresión de que en las rocas que le servían de escondite no había ninguna discontinuidad. Calculó que ella tardaría unos quince minutos. Después de matarla lanzaría el cadáver a la Sciara, donde desaparecería para siempre. Y él volvería a ser libre.
El cuarto de hora siguiente fue el más largo de su vida. Cuando los quince minutos se convirtieron en veinte, empezó a ponerse nervioso. Pasaron veinticinco minutos... media hora...
Sintió que su cerebro se convertía en un hervidero de hipótesis. Ella no podía saber que estaba ahí. Tenía la certeza de no haber hecho nada que llamase la atención.
Quizá el problema fuera otro...
¿Y si era demasiado débil para llegar tan arriba? Diógenes había dado por supuesto que el odio le conferiría una resistencia muy superior a la normal, pero en el fondo era humana y algún límite debía de tener. Llevaba varios días persiguiéndolo casi sin comer ni dormir. Además, seguro que había perdido bastante sangre. En esas condiciones, escalar casi mil metros por un camino desconocido y sumamente peligroso, en plena noche... Quizá no había sido capaz. O se había hecho daño.
El camino estaba en pésimo estado, con muchas piedras sueltas y adoquines desgastados. Las partes más empinadas, donde antiguamente se habían construido escaleras de piedra, eran resbaladizas por culpa de los escombros, y faltaban muchos peldaños. Una auténtica trampa mortal.
Una trampa mortal... Era posible, por no decir probable, que hubiera sufrido un grave resbalón. Una caída, un tobillo torcido... Podía estar incluso muerta. ¿Llevaba una linterna? Diógenes lo dudaba.
Miró su reloj. Ya habían pasado treinta y cinco minutos. No sabía qué hacer. Entre todas las posibilidades, la más probable era la del accidente. Decidió bajar por el camino y comprobarlo por sí mismo. Si ella estaba en el suelo, con el tobillo roto, o si se había caído a causa del cansancio, sería fácil matarla.
Hizo una pausa. No, no era buena idea. Podía ser su plan: hacerle creer que estaba herida, para atraerlo... a una emboscada. Por la cara de Diógenes pasó una sonrisa amarga. Conque era eso. Lo estaba esperando. Estaba esperando que bajase. Pues no caería en la trampa. La esperaría él. Tarde o temprano el odio la haría subir por la montaña.
Diez minutos más tarde, las dudas volvieron a acosarlo. ¿Y si se pasaba toda la noche esperando? ¿Y si ella no quería llevar el enfrentamiento al terreno de la montaña? ¿Y si había vuelto al pueblo y estaba planeando algo nuevo? ¿Y si había llamado a la policía?
No soportaba seguir así. Ya no podía prolongarlo más tiempo. De esa noche no podía pasar. Si ella no quería llegar hasta él, tendría que ir él a ella, para forzar un desenlace.
Pero ¿cómo?
Se quedó tumbado en el suelo de piedra, cada vez más nervioso, escudriñando la oscuridad. Intentaba pensar como ella, previendo sus decisiones. No podía permitirse subestimarla otra vez.
«Huyo de la casa y subo corriendo por el camino. Ella se queda pensando si tiene que seguirme. ¿Qué haría ella?» Constance sabía que Diógenes iba a subir por la montaña. Sabía que la esperaría y que tenía la intención de enfrentarse con ella en su propio terreno y en sus propios términos.
«¿Qué haría ella?»
La respuesta se le ocurrió de golpe: buscar otro camino. Más corto. Y adelantársele. Pero claro, no había ningún otro...
De repente, con un horrible cosquilleo en la nuca, se acordó de una antigua historia que había oído contar a los isleños. En el siglo VIII los moros atacaron Stromboli. El desembarco tuvo lugar en Pertuso, una cala de la orilla opuesta, punto de origen de una travesía audaz y peligrosa consistente en subir por un lado del volcán y bajar por el otro, pero en vez de bajar por el camino griego los moros abrieron su propia senda con el objetivo de abatirse sobre el pueblo desde un lugar inesperado.
¿Y si Constance había tomado el camino moro?
Las ideas se atropellaban en su mente. Hasta entonces no había prestado atención a aquella historia; creía que era una de tantas leyendas pintorescas sobre la isla. ¿Alguien sabía dónde estaba? ¿Aún existía? ¿Y Constance? ¿Cómo podía conocer su existencia? Probablemente en todo el mundo no hubiera más de media docena de personas al corriente de su trazado real.
Escupió una retahila de palabrotas y se estrujó las meninges intentando acordarse mejor de la historia. ¿Cuál era el trazado del camino moro?
La leyenda incluía una parte sobre bajas moras en el Filo del Fuoco, una angosta garganta que salía de la Sciara. En tal caso el camino debía de seguir el borde de la Sciara hasta el Bastimento.
Se levantó de golpe. Ya sabía qué había hecho Constance. Investigadora consumada, había obtenido algún atlas antiguo de la isla y se lo había aprendido de memoria. Primero hacía salir a Diógenes de su casa como un tejón y luego lo empujaba hacia el más conocido de los dos caminos, para que pensara que era el autor del plan. Mientras tanto ella iba por el oeste, usaba el camino secreto como atajo, y esquivaba la emboscada, haciéndole perder muchos minutos valiosos. Ahora estaba más arriba. Esperándolo a él.
Un sudor frío le cubrió la frente. Ahora entendía la pasmosa sutileza del plan. Constance lo tenía todo previsto, incluido que Diógenes huyera de su casa y subiera corriendo por el camino. También había previsto que se detendría en algún lugar para tenderle una emboscada que lo retrasaría y le permitiría a ella —físicamente más débil— subir tranquilamente al Bastimento por la senda mora.
Erguido, horrorizado, miró hacia arriba y enfocó la vista en la gran aleta negra del Bastimento. Las nubes se empujaban en torno a la cumbre. A cada explosión la montaña gemía y temblaba. De repente se abrieron las nubes, exponiendo el Bastimento al resplandor de las erupciones. En ese instante Diógenes divisó una figura de blanco, una figura recortada en el horrible y parpadeante resplandor, que bailaba... A pesar del aullido del viento, y del tronar de la montaña, tuvo la seguridad de que acababa de llegar a sus oídos una risa estridente, enloquecida.
Lleno de rabia, apuntó y disparó varias veces seguidas, deslumbrándose a sí mismo con los fogonazos. Después de un rato dijo una palabrota y bajó la pistola con el corazón alborotado. Arriba, en el risco, no había nadie. La figura ya no estaba.
Ahora o nunca. Se les estaba echando encima el desenlace. Corrió por el camino lo más deprisa que pudo, consciente de que Constance no podía acertar a oscuras. Faltaba poco para la bifurcación. El más reciente de los dos caminos subía hacia la izquierda. En el de la derecha había una valla, una alambrada oxidada que temblaba al viento, con un letrero en dos idiomas desgastado por la intemperie:
Sciara del Fuoco
!
Pericolosissimo
!
Vietato a Passare
!
Río de fuego
!
Peligrosísimo
!
Prohibido el paso
!
Saltó sobre la valla y se lanzó hacia el Bastimento por la antigua senda. Solo había un desenlace posible. Uno de los dos volvería a bajar de la montaña. El otro sería arrojado a la Sciara.
Faltaba ver cuál de ambos acabaría venciendo.
Aloysius Pendergast se detuvo en la bifurcación para escuchar atentamente. No hacía ni cinco minutos que había oído disparos —un total de diez— sobre el tronar del volcán. Se arrodilló, y al examinar el suelo con la linterna llegó rápidamente a la conclusión de que Diógenes, pero solo él, había cogido el camino vallado.
En aquella situación aún había muchos puntos por dilucidar, muchos enigmas rodeados de misterio. Aunque hubiera pocas huellas, solo en el polvo o en la arena acumulados en algunas rocas, el rastro de Constance se interrumpía casi al principio del camino, mientras que el de Diógenes seguía. ¿Por qué? Pendergast se había visto obligado a tomar una decisión: o buscar las huellas de Constance, o seguir a Diógenes. En realidad no dudó. El peligro era Diógenes. Había que encontrarlo antes que a nadie.
Y luego los disparos. ¿De quién eran? ¿Por qué tantos? Solo el pánico podía hacer disparar diez veces seguidas.
Saltó la valla y siguió por el camino antiguo, peligrosamente en ruinas. Debían de faltar unos cuatrocientos metros para la cresta. Más arriba solo se veía el cielo, con tormentosas manchas de luz anaranjada. Tenía que ir deprisa, pero con precaución.
Al llegar a una parte muy empinada, el camino se convertía en una escalera tallada en la piedra volcánica. Por desgracia estaba muy erosionada y tuvo que enfundarse la pistola para escalar con las dos manos. Justo antes de subir a la cresta se apoyó en el suelo, sacó la pistola e hizo otra pausa, pero no oyó nada. Allá arriba los truenos y mugidos del volcán aún eran más fuertes, y el viento, cada vez más huracanado.
Gateó hasta la cima con el viento de cara. Al llegar hizo otra pausa de reconocimiento. El camino, perfectamente visible, seguía la cresta y desaparecía al otro lado de un pináculo de lava petrificada. Se levantó de un salto, cruzó corriendo la parte abierta y se resguardó detrás de la lava. A la derecha, por lo que veía, tenía que haber un gran barranco. Sin duda la Sciafa del Fuoco. El fulgor rojo que brotaba de ella era el telón perfecto para discutir una figura humana.
Rodeó el pitón de lava muy despacio. La Sciara apareció de repente a su derecha: un precipicio casi vertical, como un enorme tajo en el flanco de la isla. Su casi medio kilómetro de anchura caía a pico hasta el mar, que hervía y se agitaba centenares de metros más abajo. De la sima brotaba un chorro de aire caliente que ululaba en diagonal sobre la cresta, cargado de partículas punzantes de ceniza y de nubes de vapores sulfúricos. Ahora Pendergast oía algo más que el rugido de la montaña: oía cómo crujían y se despeñaban bloques gigantes de lava, algunos de ellos al rojo vivo, que salían del cráter, saltaban por la falda del volcán y se zambullían en el mar, haciendo florecer borrosas flores blancas.
Avanzó contra el viento, conservando el equilibrio a la vez que compensaba la fuerza brutal que lo empujaba lejos del borde del precipicio. Examinó el suelo, pero el viento se había llevado cualquier posible huella. Siguió deprisa por los restos del camino, aprovechando siempre que podía la protección de los viejos bloques de lava, y manteniendo bajo su centro de gravedad. El sendero seguía subiendo por la cresta. Delante había una enorme montaña de rocas volcánicas, restos de un desprendimiento que el camino esquivaba mediante un brusco giro a la derecha, en dirección al precipicio.
Se puso en cuclillas tras los bloques apilados, con la pistola a punto. Si en el camino había alguien, estaría justo delante, al borde del precipicio.
Se asomó con la pistola sujeta con las dos manos... y descubrió una imagen terrorífica.
Justo al borde del barranco había dos figuras recortadas por la pálida luz del volcán. Estaban unidas en un extraño abrazo, casi apasionado, pero no eran dos enamorados, sino dos enemigos enlazados en mortal pelea, ajenos al viento, a los bramidos del volcán y al extremadamente peligroso precipicio donde estaban.
—¡Constance! —gritó Pendergast, echando a correr.
Aún corría cuando las dos figuras empezaron a inclinarse; perdieron el equilibrio durante el forcejeo y se arrastraron al abismo mutuamente.
De pronto desaparecieron, con un silencio peor que cualquier grito.
Pendergast corrió por el barranco con el viento en la espalda, un viento tan fuerte que casi lo hacía volar. Se arrodilló y se protegió los ojos con la mano para mirar la sima. Trescientos metros más abajo, bloques endurecidos de lava rojo mate, grandes como casas, rodaban y saltaban como simples guijarros entre nubes de chispas anaranjadas, y el viento aullaba en los flancos del volcán como el lamento conjunto de todos los condenados. Se quedó de rodillas, llorando lágrimas de sal por el viento.
Apenas entendía lo que había visto. Le resultaba increíble, imposible, que Constance, la protegida, frágil y confusa Constance, pudiera haber perseguido a su hermano hasta los confines de la tierra y hacerlo subir por el volcán para arrojarse con él a sus entrañas.Se restregó los ojos con todas sus fuerzas para mirar la horrible sima por segunda vez, con la vaga esperanza de que quedara algo, lo que fuera.
Y así fue: menos de un metro por debajo de su posición había una mano totalmente cubierta de sangre que se aferraba a un pequeño saliente rocoso con una fuerza casi sobrehumana.