Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—¿Qué otro libro?
—Un atlas. Cuando llevaba unos diez minutos mirándolo, y escribiendo como loca en un cuaderno, salió corriendo de la biblioteca como alma que lleva el diablo.
—¿Qué atlas era?
—No me fijé. Uno de la estantería de referencia del fondo. Podía cogerlo sin tener que rellenar ninguna ficha. Pero tengo la que rellenó para pedir el libro que estuvo mirando tanto tiempo. Un momento, voy a buscarla.
Pocos minutos después Pendergast estaba sentado en el mismo sitio que Constance, mirando fijamente el mismo libro que ella: un volumen delgado de poemas de Giosué Carducci, el poeta italiano ganador del premio Nobel de Literatura de 1906.
Lo tenía delante, sin abrir. De repente lo giró con gran cuidado y dejó que se abriera por sí solo con la esperanza de que lo hiciese por la última página leída, tal como ocurre a veces con los libros, pero era un volumen viejo y rígido y lo hizo por las guardas delanteras.
Pendergast metió la mano en el bolsillo de su americana, sacó una lupa y un mondadientes limpio y empezó a girar las páginas del libro. A cada nueva página seguía suavemente el medianil con el mondadientes y examinaba el polvo, los pelos y las fibras con la lupa.
Una hora más tarde, en la página 42, encontró lo que buscaba: tres fibras rojas de lana enrolladas, como si fueran de una bufanda de punto.
El poema que ocupaba las dos páginas se llamaba
La leggenda di Teodorico
. Empezó a leer.
Su’l castello di Verona
,
Batte il solé a mezzogiomo
,
Da la Chiusa al pian rintrona
,
Solitario un suon di corno..
.
Sobre el castillo de Verona
,
pega el sol a mediodía
,
Desde la Chiusa hasta el llano retruena
,
solitaria la nota de un cuerno..
.
El poema narraba la extraña muerte del rey ostrogodo Teodorico. Pendergast lo leyó dos veces sin entender por qué Constance le daba tanta importancia. Lo releyó despacio, recordando la oscura leyenda.
Teodorico fue uno de los primeros grandes gobernantes bárbaros. Creó su reino a partir de los restos del Imperio romano, y entre otras muestras de brutalidad ejecutó al brillante estadista y filósofo Boecio. Murió en 526. Según la leyenda, un santo ermitaño que vivía solo en una de las islas Eolias, al norte de la costa siciliana, juró haber presenciado cómo en el momento de la muerte de Teodorico el alma del rey caía gritando en la boca del gran volcán de Stromboli, que los primeros cristianos consideraban la entrada del mismísimo infierno.
Stromboli. La Puerta del Infierno. Pendergast lo entendió todo de golpe.
Se levantó y fue a la estantería de los atlas para elegir el de Sicilia. Cuando volvió a su asiento, lo abrió con cuidado por la página donde figuraban las islas Eolias. La más alejada era la de Stromboli, formada por la cima de un volcán activo que surgía bruscamente del mar. En su costa, batida por las olas, había un solo pueblo. La isla estaba muy lejana y era de difícil acceso. El volcán de Stromboli se distinguía por ser el más activo de Europa, ya que llevaba en erupción casi continua como mínimo tres mil años.
Limpió cuidadosamente la página con un pañuelo blanco doblado y la examinó con lupa. En la trama de la tela había otra fibra de lana roja enrollada.
Diógenes Pendergast estaba en la terraza de su villa. Abajo, las casas encaladas del minúsculo pueblo de Piscità se apiñaban hasta las playas de la isla, anchas y de arena negra. El viento del mar olía a sal y a retama en flor. Un kilómetro y medio mar adentro, el faro automático de la enorme peña de Strombolicchio había empezado a parpadear en el crepúsculo.
Bebió un poco de jerez mientras escuchaba los ruidos lejanos del pueblo: una madre que llamaba a cenar a sus hijos, un perro ladrando, el zumbido de un Ape de tres ruedas (el único vehículo de pasajeros que se usaba en la isla)... El viento arreciaba. También el oleaje. Sería otra noche revuelta. A sus espaldas, Diógenes oía los rugidos del volcán.
Ahí, en ese rincón del mundo, se sentía seguro. Ella no podía seguirlo tan lejos. Era su casa. En los últimos veinte años, desde que conocía la isla, la visitaba prácticamente cada año, siempre sigiloso en sus llegadas y partidas. Sus habitantes, unos trescientos, creían que era un profesor británico de cultura clásica, un personaje excéntrico e irascible que de vez en cuando se instalaba en la isla para trabajar en su gran obra, y a quien no le agradaba que lo molestasen. Evitaba el verano y los turistas, aunque tratándose de una isla situada a cien kilómetros de tierra firme y de difícil acceso a causa de la habitual mala mar y de la falta de puerto, recibía mucho menos turismo que las demás.
Otro rugido. El volcán estaba activo aquella noche.
Se giró a mirar sus laderas oscuras y empinadas. En el cráter, que dominaba la villa desde una altura próxima a los mil metros, se retorcían y arremolinaban nubes amenazadoras. Vio leves parpadeos de color naranja, como si el cono dentado fuera una lámpara estropeada.
En Strombolicchio se apagó el último rayo de sol. El mar se oscureció. Una tras otra rompían en la playa grandes olas que se deshacían en largas líneas de espuma, con un ruido monótono y grave.
Durante las últimas veinticuatro horas, Diógenes había hecho un esfuerzo extraordinario por borrar el penoso recuerdo de los últimos hechos. Algún día, cuando hubiera adquirido un poco de distancia, se sentaría a analizar desapasionadamente sus errores, pero de momento necesitaba descansar. A fin de cuentas estaba en la flor de la vida y tenía todo el tiempo del mundo para planear y poner en práctica su siguiente ataque.
Mas oigo eternamente a mis espaldas
,
del Tiempo el carro, y sus veloces alas
.
[20]
Apretó tanto la copa que se partió. Tiró el pie al suelo y fue a la cocina a servirse otra. Era una partida de amontillado que ya llevaba varios años en su bodega y de la que no quería derrochar ni una gota.
Bebió un poco, y cuando estuvo más tranquilo volvió a la terraza. El pueblo se preparaba para la noche. Se oían algunas voces lejanas, el llanto de un bebé, una puerta cerrándose... El zumbido del Ape se acercaba desde una de las calles que ascendían sinuosamente hacia la villa.
Dejó la copa en la baranda, encendió un cigarrillo, aspiró el humo y lo exhaló en el aire del anochecer. Después miró las calles de abajo. Decididamente el Ape subía por la cuesta, probablemente por vicolo San Bartolo. Era un zumbido agudo y metálico, que cada vez se oía más cerca. Tuvo la primera punzada de aprensión. Un Ape por la calle a la hora de la cena era una anomalía, sobre todo en la parte alta del pueblo. A menos que fuera el taxi de la isla con algún pasajero... Pero acababa de empezar la primavera, y en esa época no había turistas. En el ferry de Milazzo, el que lo había llevado a él, no había visitantes, solo alimentos y mercancías. Además, ya hacía horas que se había ido.
Se rió entre dientes. De tan cauto se estaba volviendo casi paranoico. Aquella maldita persecución, justo después de su estrepitoso fracaso, le había alterado los nervios. Lo que necesitaba era un largo período de lectura, estudio y rejuvenecimiento intelectual. De hecho era el momento perfecto para hacer realidad su viejo proyecto de traducir el
Aureus Asinus
de Apuleyo.
Aspiró otra bocanada de humo y la expulsó tranquilamente con la vista en el mar. Justo en ese momento rodeaban Punta Lena las luces de un barco. Entró a buscar los prismáticos. Cuando volvió a mirar el mar, reconoció el perfil borroso de una vieja barca de pesca, una gabarra que se alejaba de la isla rumbo a Lipari. Le extrañó. No había salido a pescar. Con ese tiempo, y a esas horas, era imposible. Probablemente era un viaje de reparto.
El ruido del Ape se acercaba. Diógenes se dio cuenta de que subía por la callejuela que accedía a la villa, aunque los muros de la finca obstruyeran la vista. Cuando oyó que se apagaba el motor al pie del muro, dejó los prismáticos y fue a la terraza lateral, desde donde se veía el callejón, pero al asomarse vio que el Ape ya daba media vuelta y que no se veía a ningún pasajero.
Se quedó inmóvil. De pronto su corazón latía tan fuerte que oía zumbar la sangre en sus oídos. Su residencia era la única que había al final del callejón. La vieja barca no había traído ninguna mercancía, sino a un pasajero, que a su vez había cogido el Ape hasta la verja de la villa.
En una silenciosa explosión de actividad, entró corriendo y recorrió todas las habitaciones cerrando los postigos, apagando las luces y cerrando las puertas con llave. La villa, como la mayoría de las de la isla, parecía una fortaleza, con postigos de madera maciza, refuerzos de hierro forjado en las puertas y cerraduras muy resistentes. Las paredes eran de piedra, con casi un metro de grosor. Por si fuera poco, él había introducido algunas mejoras. Dentro de su casa estaría a salvo. Como mínimo tendría tiempo de pensar y de evaluar su posición.
Después de unos minutos —los que tardó en encerrarse a cal y canto—, se quedó jadeando en la oscuridad de la biblioteca. Volvía a tener la sensación de haber reaccionado paranoicamente. Solo por haber visto una barca y haber oído el taxi... ¡Qué ridículo! Ella no podía haberlo encontrado. Y menos tan deprisa. ¡Si solo llevaba en la isla desde la tarde anterior!
Absurdo. Imposible.
Se secó la frente con un pañuelo de bolsillo. Ya respiraba más tranquilo. Estaba comportándose absurdamente. Sus nervios estaban más alterados de lo que imaginaba.
Justo cuando buscaba a tientas el interruptor, llamaron a la puerta. Golpes lentos, como si se burlaran; aldabonazos en la puerta grande de madera que reverberaron por toda la villa.
Se quedó de piedra. Volvía a latirle muy deprisa el corazón.
—
Chi c’é?
—preguntó.
No hubo respuesta.
Sus dedos temblorosos palparon los cajones de la biblioteca hasta encontrar el que buscaba; lo abrió con llave y sacó la Beretta Px4 Storm. Después de extraer el cargador y comprobar que estuviera lleno, lo deslizó en su sitio. En el cajón de al lado encontró una linterna grande.
¿Cómo era posible? ¿Cómo? Ahogó la rabia que amenazaba con ser más fuerte que él. ¿Podía ser ella? ¿Realmente? Pero si no lo era ¿por qué no contestaba nadie?.
Encendió la linterna y la movió a su alrededor. ¿Por dónde había más posibilidades de que entraran? Probablemente por la puerta de la terraza lateral, la más cercana al callejón y de más fácil acceso. Se acercó disimuladamente, abrió la cerradura sin hacer ruido y equilibró la llave metálica sobre el pomo de hierro forjado. Después retrocedió hasta el centro de la sala oscura y se arrodilló en posición de disparo, apuntando hacia la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.
En el interior de la casa todo era silencio. El único ruido que se filtraba eran los roncos truenos del volcán. Esperó con los oídos muy abiertos.
Pasaron cinco minutos. Diez.
De repente lo oyó: la llave había caído al suelo. Disparó inmediatamente cuatro veces a la puerta, dibujando un rombo. Las balas de nueve milímetros perforarían cualquier parte de la puerta, incluso la más gruesa, y conservarían velocidad suficiente para matar. Oyó un grito ahogado de dolor, un golpe y un ruido como si alguien se arrastrara por el suelo. Otro gemido... y silencio. La puerta, que se había entreabierto, crujió al separarse unos centímetros más a causa de una ráfaga de viento.
Por el ruido, debía de haberla matado, pero lo dudó. Era demasiado lista. Lo tendría previsto.
¿O no? Por otro lado, ¿cómo podía saber que era ella? Quizá acabara de matar a un simple y pobre ladrón, o a un recadero.
Se acercó a la puerta, casi pegado al suelo. Los últimos metros los recorrió arrastrándose hasta llegar al marco y mirar por la rendija del suelo. Si quería ver si había un cadáver en la terraza o si era una trampa tendría que abrir la puerta unos centímetros más.
Esperó. A la siguiente ráfaga de viento, aprovechó la ocasión para abrir un poco más la puerta y mirar en la terraza.
Enseguida se oyeron dos detonaciones, dos disparos que atravesaron la puerta a pocos centímetros de su cabeza y lo cubrieron de astillas. Diógenes rodó rápidamente por el suelo con el pulso fuera de control. Ahora la separación entre la puerta y el marco era de más de un palmo, y cada golpe de viento la abría un poco más. Los disparos habían sido muy bajos, en previsión de que Diógenes estuviera agachado. Si no hubiera estado boca abajo los habría recibido de lleno.
Se fijó en los orificios dejados por las balas en la madera. Constance había conseguido una semiautomática de medio calibre —por el ruido debía de ser una Glock— y había aprendido a disparar, o como mínimo había adquirido algunos rudimentos de la técnica.
Otro golpe de viento, más fuerte que los anteriores, abrió la puerta de par en par, haciéndola chocar con la pared y rebotar con un crujido seco. Diógenes se deslizó hasta la otra punta, cerró rápidamente la puerta con el pie, rodó por el suelo, se quedó sentado y echó el cerrojo. Justo cuando se apartaba, otra bala perforó la madera a pocos centímetros de su oreja, clavándole algunas astillas.
Pegado al suelo, respirando con dificultad, comprendió la desventaja de encerrarse en la casa. No podía ver el exterior. No podía saber por qué dirección vendría ella. La villa había sido sometida a algunas reformas que la hacían más difícil de asaltar, pero Diógenes no había juzgado conveniente despertar las sospechas de los lugareños volviéndola tan inexpugnable como el edificio de Long Island. El resultado era que con un balazo se podían reventar las cerraduras o cerrojos de cualquier puerta o ventana. Habría sido preferible enfrentarse a ella fuera, donde gozaría de una clara ventaja por ser el más fuerte de los dos, el mejor tirador y quien mejor conocía el terreno.
¿Y si alguien había oído los disparos? En el pueblo alguien podía estar llamando a la policía, lo cual sería embarazoso.
Aunque con el viento que soplaba desde el mar, un verdadero vendaval que azotaba en tromba las higueras y olivos, y con los truenos periódicos del incansable volcán, quizá pasaran inadvertidas las detonaciones... En cuanto a la policía, en invierno la presencia de las fuerzas de seguridad en la isla se reducía a un
núcleo investigativo
encabezado por un solo
maresciallo
de los
carabinieri,
que se pasaba las tardes jugando a la
briscóla
en el bar de Ficogrande.