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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (22 page)

BOOK: El libro de los portales
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—Pero, si fuera así —razonó—, maese Belban estaría ya de vuelta; los pintores de portales podemos llegar a cualquier lugar en muy poco tiempo, ¿recuerdas?

Tash apenas la escuchaba.

—Vamos a preguntar a los criados —propuso, entusiasmada—. Así sabremos si el
granate
loco se ha pirado con mis piedras o si ha ido solo a darse un garbeo.

Cali no se sintió en absoluto molesta por el lenguaje de Tash; ni siquiera por el hecho de que llamara «
granate
loco» a maese Belban.

—Yo creo que primero deberíamos ir a preguntar en Administración —sugirió, sin embargo—. Si maese Belban se ha marchado, seguramente habrá dejado constancia de a dónde ha ido y cuándo piensa volver. Son las normas —explicó, encogiéndose de hombros, ante la mirada atónita de Tash.

—¿Quieres decir que los
granates
tenéis que pedir permiso cada vez que queréis salir de aquí? —preguntó, horrorizada.

—No es tan malo —argumentó Cali, echando a andar por el pasillo—. Seguro que tú tampoco podías marcharte de tu mina así como así.

—Pues lo hice —replicó Tash, levantando la nariz con cierta arrogancia—, y sin pedir permiso. Sencillamente un día dije: «Ya no aguanto más aquí», y me fui sin mirar atrás.

De nuevo, Cali se mostró fascinada.

—¿Y no has dejado allí a nadie que te eche de menos?

Tash titubeó… solo un poco.

—Bueno…, supongo que mi madre se preguntará a dónde he ido. Pero mi padre —añadió con rencor— estaría más que satisfecho si no volviera a verme en la vida.

Cali optó prudentemente por no seguir indagando acerca de aquella cuestión.

—Mi padre se enfurecería mucho si yo desapareciera de repente —comentó—. Me lo puedo imaginar: se le pondría la cara roja y los ojos saltones, y se le hincharía una vena que tiene aquí, en la sien, que le late muy deprisa cuando se enfada, como si estuviese a punto de explotar.

Tash se rió.

—¿De verdad se enfadaría tanto si te marchases? Debes de ser muy útil para tu familia.

—En realidad, no —respondió Cali tras un instante de reflexión—. Supongo que mi padre se preocupa por mí y, además, está el hecho de que me considera parte de su patrimonio. Sería un escándalo y una vergüenza para él que su hija se fuera de casa sin avisar. Pero yo, precisamente, era la hija menos productiva de la familia, y por eso me envió a este lugar. ¿No te lo habían dicho? —añadió, ante el gesto de extrañeza de Tash—. Aquí, en la Academia, terminamos muchos hijos de gente pudiente que no sabe qué hacer con nosotros.

—¿Qué es «gente pudiente»?

—Ricachones —resumió Caliandra con llaneza—. Mis padres tienen mucho dinero. Mi hermano mayor es muy responsable, y se toma muy en serio el negocio familiar y su papel de heredero. Mi hermana mediana se dedica a asistir a fiestas y banquetes, y a llenar su guardarropa de trajes elegantes y de joyas caras. También lo considera una obligación familiar: ha refinado sus modales y perfeccionado su belleza con el único propósito de cazar un buen marido que mejore el patrimonio y la posición de la familia. Y en cuanto a mí, que soy la pequeña… —Cali suspiró—, bueno…, no me interesaba nada de eso. Mi hermano me considera una alocada, y a mi hermana le escandaliza que no me interesen las mismas cosas que a ella. Así que terminé aquí, en la Academia de los Portales. Pensaron que sería una especie de castigo para mí, pero la verdad es que me gusta mucho esto. Aunque no tanto como a Tabit —añadió, pensativa.

Tash no respondió. Con el paso de los días había llegado a desarrollar algo parecido a una amistad con Caliandra, quizá porque ella era una
granate
como Tabit, por quien sentía un cierto aprecio. Además, todos los pintores de la Academia llevaban una vida relativamente austera: vestían de la misma forma, comían todos lo mismo, residían en habitaciones pequeñas y funcionales y se guiaban por un rígido horario. Por eso, aunque la existencia allí era bastante más desahogada que en la mina, Tash podía sentirse identificada con ella. Por otro lado, no había tardado mucho en descubrir que los auténticos «ricachones» vivían de una forma bastante más ostentosa, muy alejada del orden y la sobriedad de la Academia.

Por eso le había sorprendido desagradablemente descubrir que, si Caliandra decía la verdad, ella misma también pertenecía a aquella clase privilegiada, al igual que la mayoría de los estudiantes que había conocido. La austeridad académica no dejaba de ser, por tanto, nada más que una fachada.

De aquel modo, la brecha que existía entre ambas se hacía más grande.

Cali no fue consciente de ello. Pero, dado que Tash se había encerrado en un hosco silencio, no le dio más conversación hasta que llegaron a su destino.

Encontraron a maesa Berila, responsable de Administración, examinando un pedazo de papel como si fuera un jeroglífico indescifrable.

—¿Qué clase de burla es esta? —le preguntaba con voz aguda al joven que estaba plantado frente a su mesa.

—Una queja formal —respondió él; le temblaba ligeramente la voz, algo que Caliandra detectó de inmediato, pero que la maesa, que estaba furiosa, pasó por alto—. Sobre la cancelación del portal que había encargado.

Maesa Berila lo miró de arriba abajo. Cali pudo adivinar lo que estaba pensando: el muchacho estaba de espaldas a ella, pero sus anchos hombros y su piel bronceada, por no hablar de sus ropas humildes y gastadas, indicaban que se trataba de alguien que ni por asomo podía permitirse pagar un portal. Tenía tal aspecto rústico, de hecho, que seguramente vivía lejos de cualquiera de las diez ciudades capital de Darusia. Maesa Berila tenía bastante razón al suponer que aquello podía tratarse de una broma pesada. Pero Cali no la compadecía. La había sufrido en su primer año de Academia como profesora de Geografía y Cartografía de Portales, y sabía que tenía muy mal carácter y disfrutaba especialmente humillando a los alumnos más torpes.

No le costó nada tomar partido y salir en defensa del joven aldeano. Si se trataba de una broma ideada por algún estudiante, Cali, desde luego, no tenía ningún inconveniente en participar en ella.

—¿Puedo ayudaros, maesa Berila? —preguntó, con una inocente sonrisa, mientras se adelantaba hasta la mesa.

—No será necesario, estudiante Caliandra —replicó la maesa, tendiendo la hoja al muchacho—. El joven ya se iba. Estoy segura de que ya ha comprendido que no debe hacer perder el tiempo a la Academia con peticiones disparatadas.

—Yo no… —empezó él, pero Cali se anticipó, cazando al vuelo el documento que sostenía la mujer:

—¿Me permitís, maesa? —Examinó el papel y sonrió para sí: no era más que una serie de garabatos sin sentido. Los garabatos de alguien que no sabía escribir y fingía lo contrario, tal vez creyendo, ingenuamente, que nadie se daría cuenta—. Oh, ya veo cuál es el problema. Eres zurdo, ¿verdad? —le preguntó al joven—. Escribes con la mano izquierda —le aclaró, por si acaso, y suspiró de forma un tanto teatral—. Es un problema muy común, maesa, porque, como bien sabéis, el papel que utilizamos en la Academia no absorbe la tinta con suficiente rapidez, y a los zurdos nos cuesta un tiempo aprender a evitar que nuestra mano emborrone los renglones a medida que los escribimos.

Maesa Berila digirió aquella información.

—Oh, sí, ya recuerdo tus apuntes, estudiante Caliandra —dijo, aún algo reticente—. Eran completamente ininteligibles. Sin embargo, no creo que…

—¿Lo veis? —cortó Cali, haciendo desaparecer hábilmente el papel de la discordia entre los pliegues de su hábito—. No os preocupéis; yo me encargaré de esto —añadió, tomando otro formulario y la pluma que reposaba en el tintero de maesa Berila.

Se volvió hacia el joven, que todavía parecía algo perplejo.

—Yo también soy zurda —le dijo—, pero, como llevo tiempo estudiando aquí, sé cómo escribir en este papel y que se entienda. Redactaré tu petición por ti. ¿Te parece bien?

Los ojos de ambos se cruzaron. Los de él eran de color miel, y asomaban entre algunos mechones desordenados de flequillo castaño. La miraban con cierta desconfianza, como si el aldeano aún no estuviese seguro de si la joven pintora le estaba haciendo realmente un favor o, por el contrario, pretendía burlarse de él. Había mucho orgullo en aquella mirada, comprendió Cali, y una fuerza interior que le mereció, de pronto, un profundo respeto, independientemente del aspecto de aquel muchacho, de su origen o sus escasos conocimientos.

Pestañeó un instante para volver a la realidad cuando se dio cuenta de que él le había respondido afirmativamente, y volvió la mirada hacia la hoja que aguardaba ante ella.

—Bien, pues… —carraspeó para aclararse la voz, que le había fallado de repente—, lo primero que necesito saber es tu nombre.

—Yunek —respondió él a media voz.

Cali lo anotó.

—¿Procedencia?

—Región de Uskia.

—¿Dirección? —Al no recibir respuesta, Cali alzó la mirada de nuevo.

Yunek se encogió de hombros.

—Vivo en una granja lejos de cualquier parte. La aldea más cercana se llama Anaria. Es muy pequeña; no creo que la conozcas.

A Cali no le sonaba de nada, pero lo anotó igualmente.

—Eso está al sur de la propiedad del terrateniente Darmod —intervino inesperadamente maesa Berila—. Tenemos un portal allí —añadió con impaciencia al ver que Cali seguía sin reaccionar—. No sé por qué te aprobé Geografía, estudiante Caliandra —resopló, indignada.

Pero ella no le estaba prestando atención. Estaba más pendiente, de hecho, de la reacción de Tash, que había estado aguardando a su espalda, con gesto aburrido, hasta que la maesa había mencionado al terrateniente Darmod. Entonces dio un respingo, hizo un ruido muy peculiar con la garganta y retrocedió un par de pasos. Cuando Cali se volvió para mirarla, descubrió que estaba pálida como un cadáver.

Decidió que ya resolvería aquel misterio más tarde. Se centró de nuevo en el formulario de Yunek.

—¿Cuál es tu petición, exactamente?

El joven respiró hondo y frunció el ceño.

—Quiero un portal —dijo.

Cali se dispuso a tomar nota, obediente, pese a que sabía que aquello era absurdo, porque suponía que era parte de la broma; sin embargo, Yunek prosiguió:

—Mi familia y yo hicimos la petición hace ya tiempo. Tuve que ir a la ciudad de Uskia para encontrar un notario que… —se interrumpió de pronto, azorado, y Cali adivinó lo que había estado a punto de decir: que, obviamente, el notario había redactado los documentos en su lugar, porque ellos no sabían escribir—. Da igual; el caso es que enviamos los papeles y pagamos la señal, y nos contestaron al cabo del tiempo diciendo que el proyecto estaba aprobado. Y hasta enviaron un maese a nuestra casa a tomar medidas, o algo así. Bueno, un maese, no; un estudiante.

Cali anotaba todo con diligencia, pero se detuvo al escuchar esto último.

—¿Estás seguro? Los estudiantes no tienen permiso para pintar portales.

—Me dijo que iba a ser su proyecto final —explicó Yunek—. Que, después de hacerlo, sería maese. Se llamaba Tabit —añadió.

—Conozco a Tabit —dijo maesa Berila.

«Por supuesto», pensó Caliandra. ¿Quién no conocía a Tabit? Era el mejor estudiante de la Academia, y con diferencia. Frunció el ceño. Todo parecía encajar demasiado bien para tratarse de una broma, salvo el hecho de que le resultaba difícil creer que Tabit estuviera involucrado en algo así. Por otra parte, parecía aún más inusual la idea de que pudieran haberle encargado un proyecto tan humilde.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué pasó después?

Yunek bajó la cabeza y, por primera vez, pareció abatido de verdad.

—Tabit volvió días después —relató—, nos devolvió nuestro dinero y nos dijo que el proyecto había sido cancelado, y que no pintaría nuestro portal.

Cali seguía mirándolo fijamente.

—A veces pasa —dijo, con suavidad—. No es habitual, pero ha sucedido en ocasiones.

—¿Y cuál es exactamente tu queja? —preguntó maesa Berila, plantando los codos sobre la mesa—. La Academia te ha devuelto lo que anticipaste, ¿no?

Yunek alzó la cabeza con decisión.

—¿No está claro? Queremos el portal. Podemos pagarlo, y lo haremos.

Maesa Berila movió la cabeza, mientras Caliandra tomaba nota con rapidez.

—No suelen abrirse muchos portales en la región de Uskia —comentó.

—Es porque está demasiado cerca de Rutvia —le explicó Cali a Yunek—. Sería bastante catastrófico que los rutvianos tomaran por asalto algún portal de Uskia y se presentaran en Maradia de repente.

—Pero ya no estamos en guerra con Rutvia —hizo notar Yunek.

—Por el momento —replicó la maesa ominosamente.

—En cualquier caso —dijo Cali—, es verdad que en ocasiones se han abierto portales privados en Uskia y, además, dices que el Consejo había aprobado tu petición, y hasta envió a Tabit a realizar las mediciones. Conociéndolo, seguro que ya tenía el diseño casi acabado cuando volvió a visitarte —añadió, con un suspiro.

Terminó de rellenar el formulario y lo entregó a maesa Berila.

—¿Veis?, ya está. Asunto solucionado.

—¿Pintaréis mi portal? —preguntó Yunek, esperanzado.

—El Consejo recibirá tu petición, la estudiará y tomará una decisión al respecto —anunció maesa Berila con dignidad, estampando el sello correspondiente sobre la hoja y depositándola sobre un montón de documentos similares que reposaban en un estante.

—¿Y cuándo será eso?

—Cuando el Consejo lo estime conveniente.

Yunek sacudió la cabeza, impotente.

—No desesperes —le dijo Cali en voz baja—. Estas cosas son lentas, pero poco a poco van funcionando. De verdad.

Yunek asintió y volvió a mirarla a los ojos. En esta ocasión, Caliandra detectó en ellos una nueva calidez.

—Gracias —dijo él.

—No hay de qué —respondió ella con sencillez.

Tash carraspeó sonoramente.

—Cali, ¿qué hay de lo nuestro? —le recordó.

Caliandra recordó de pronto el motivo por el cual se encontraban allí.

—Ah, sí, maesa Berila, lo olvidaba —dijo, volviéndose de nuevo hacia la mesa—. Estamos buscando a maese Belban, y no hay manera de dar con él. ¿Sabéis si ha salido de viaje, por casualidad?

Las dos chicas aguardaron pacientemente mientras maesa Berila examinaba el grueso volumen en el que se anotaban los permisos concedidos tanto a maeses como a estudiantes.

—No consta aquí —respondió por fin.

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