—¿Y ésta es ella? ¿«Below the Fold»? —pregunta Rogo, abriendo el periódico y buscando la columna de Lisbeth. El título dice
Aún la número uno: la Dra. Primera Dama eclipsa a todo el mundo
. El artículo comienza con un comentario lisonjero acerca del vestido verde pálido de Narciso Rodríguez que lucía la señora Manning y también sobre su broche en forma de águila de oro, que Lisbeth califica de «elegancia norteamericana». Debo decir en su favor que ni siquiera menciona la fuga de Nico del hospital para enfermos mentales.
—Lo ves, se está portando bien —señalo.
—Ella lo hace sólo para que no te des cuenta de que te está manipulando. Piensa por un segundo.
—Créeme, yo sé lo que Lisbeth quiere.
—Sin embargo, tú ignoras el hecho de que ella finalmente dejará de escribir esas chorradas acerca del vestido de la primera dama y utilizará tu nombre para hablar del primero de la clase. A la mierda con la columna de cotilleos, Wes, esa tía tendrá toda la primera página para ella sola.
—¡Lisbeth puede tenerla ahora mismo! ¿No lo entiendes? Ella lo escuchó todo anoche: que Boyle está vivo, que nosotros no nos fiamos un pelo de Manning… Pero, igual que yo, ella sabe que si hace pública la noticia ahora, nos cubrirá de mierda a todos nosotros.
—De hecho, sólo cubriría de mierda a Boyle y Manning. Ya sabes, ¡la gente que realmente provocó todo esto!
—¿Estás escuchando lo que digo, Rogo? Lo que haya pasado aquel día fue provocado por algunas de las personas más poderosas que nos rodean, incluyendo (según esos tíos del FBI) al anterior presidente de Estados Unidos, quien ha sido como un padre para mí durante casi una década…
—Ya estamos… siempre temiendo herir a papaíto.
—No tengo miedo de herir a nadie, especialmente a quienquiera que me haya hecho esto —digo, señalando mi mejilla—. Pero ¿cuál es tu solución? Quieres que yo, antes incluso de saber qué coño está pasando, comience a largar todo desde los tejados y coloque un cartucho de dinamita que lo haga explotar todo.
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho. Pero si suelto esta bomba, Rogo, si lo hago público, ya no habrá vuelta atrás. Y sabes muy bien que en el momento en que yo abra la boca, esa gente (gente que era lo bastante poderosa y tenía los contactos necesarios para convencer a millones de personas de que su engaño era real) destinará todos sus recursos y energías a hacerme pasar por un desequilibrado que jura que vio a un hombre muerto. De modo que si las aguas empiezan a agitarse y yo destruyo todas las relaciones profesionales de mi vida, quiero estar absolutamente seguro antes de volarlo todo en pedazos.
—Sin duda —dice Rogo con voz tranquila—. Que es la razón por la que si vas a ver al FBI…
—¿Qué? ¿Me salvaré? No tengo nada que ofrecerle al FBI. Ellos ya saben que Boyle está vivo. Ellos sólo me quieren para poder atrapar a Manning y encender ellos mismos la mecha de la dinamita. Al menos, si lo hago a mi manera, yo soy quien tiene la mecha, y podremos conseguir algo de información, que es más de lo que obtuvimos de nuestros supuestos agentes de la ley.
—Ellos están tratando de hacer su trabajo de la mejor manera posible. Ellos sólo son…
—… policías de tráfico. Lo entiendo. Y agradezco tu intención. Pero, entre El Romano y Los Tres, necesitamos algunas respuestas concretas.
—Eso no significa que tengas que sacrificarte. Al final de esta historia, Lisbeth te quemará de todos modos.
Aferrando con fuerza el volante, piso el acelerador y atravieso un cruce en ámbar.
—Sesenta y nueve pavos por la multa y tres puntos menos en tu permiso de conducir —me advierte Rogo cuando la luz ámbar se pone roja encima de nuestras cabezas—. Aunque supongo que eso no es nada comparado con echar tu vida por la borda con una periodista ávida de titulares.
—Rogo, ¿sabes por qué nadie conocía la identidad de Garganta Profunda durante todos estos años? Porque era él quien controlaba la historia.
—¿Y ése es tu gran plan? ¿Ser Garganta Profunda?
—¡No, el gran plan es reunir todos los hechos, poner mis manos alrededor del cuello de Boyle y descubrir por qué coño ha ocurrido todo esto!
No vuelvo a señalarme la cara pero Rogo sabe muy bien de qué estoy hablando. Es lo único sobre lo que no discute.
Rogo vuelve a concentrarse en la columna de Lisbeth, que acaba con una breve mención a la presencia de Dreidel en el evento. «Los viejos amigos aún se visitan», según reza el subtítulo. Es la forma que tiene Lisbeth de recordarnos que podría haber mencionado fácilmente el desayuno que compartimos Dreidel y yo.
—¿Dreidel también estuvo allí anoche? —pregunta Rogo—. Pensé que tenía una fiesta de recaudación de fondos.
—Y así fue. Luego se acercó a saludar a Manning.
Rogo se rasca la calva, primero en un lado y luego detrás de la oreja. Conozco ese gesto. Permanece en silencio mientras el coche llega a la cima del puente de Royal Park. Tres, dos, uno…
—¿No crees que eso es muy extraño? —pregunta.
—¿Qué, que a Dreidel le guste hacerle la rosca a Manning?
—No, que el día después de que vieras a Boyle, Dreidel aparezca casualmente en Palm Beach y te meta casualmente en problemas con la prensa, y que casualmente esté recaudando fondos en Florida para una campaña para el Senado que sólo le interesa a los de Illinois. ¿No te huele un poco mal?
Meneo la cabeza mientras queda atrás el zumbido metálico del puente y entramos en la perfectamente asfaltada Royal Palm Way. A ambos lados de la calle, escondidos entre las altas e inmaculadas palmeras, se encuentran los bancos y compañías de inversión que manejan algunas de las mayores cuentas de la ciudad.
—Ya sabes cómo funciona ese asunto de recaudar fondos —le digo a Rogo—. Palm Beach fue, es y será siempre la capital de Manninglandia. Si Dreidel quiere meterles la mano en los bolsillos a sus viejos contactos, aquí es donde debe venir a besar los anillos.
Rogo vuelve a rascarse la cabeza. Tiene ganas de discutir, pero después de haber visto el estado en el que me encontraba la noche anterior, sabe que no me sacará más. Perdido en el silencio, golpea el cristal de la ventanilla con un nudillo al ritmo de
Hail to the Chief
. El único otro sonido en el coche procede del tintineo de las dos cabezas presidenciales que cuelgan del pin que llevo prendido en la solapa de mi chaqueta azul marino.
—Espero que tengas razón —dice Rogo mientras mira la cara de Yosemite Sam—. Porque, sin ánimo de ofender, tío, lo último que necesitas en este momento es otro enemigo.
—¿Qué ha escrito esa tía? —preguntó Micah, cogiendo con fuerza el volante y tratando de leer el periódico que descansaba en el regazo de O'Shea. Cuatro coches delante de ellos, el Toyota de Wes se desplazaba por el tráfico.
—Un comentario superficial acerca del vestido de la primera dama —dijo O'Shea desde el asiento del acompañante, sin dejar de leer la columna de Lisbeth—. Aunque se las ha ingeniado para mencionar a Dreidel.
—¿Crees que Wes le contó a esa periodista lo que está ocurriendo?
—No tengo ni la más remota idea, aunque anoche tú también pudiste ver el lenguaje corporal. Todas esas vacilaciones… apenas si la miraba a los ojos. Si no le ha dicho nada, lo está pensando. —Señalando el Toyota, O'Shea añadió—: No tan cerca, deja un poco más de distancia.
—Pero ir a hablar con la prensa —comenzó a decir Micah, pisando el freno y retrocediendo un par de coches—. Está más seguro con nosotros.
—Él no piensa lo mismo. No te olvides que el chico ha sido derribado por el mejor y aún se mantiene en pie. En el fondo él sabe cómo funciona el mundo. En su opinión, hasta que no consiga algo mejor para negociar, no está seguro con nadie.
—Verás, por eso deberíamos ofrecerle la inmunidad directamente. «Muy bien, Wes, la próxima vez que tenga noticias de Boyle, dígale que Manning quiere encontrarse con él y dele una hora y un lugar. Luego llámenos y nosotros nos encargaremos del resto.» Sé que tienes buen ojo, O'Shea, pero a menos que finalmente le pongamos las manos encima a Boyle…
—Agradezco tu preocupación, Micah, pero confía en mí, si nos quedamos con Wes conseguiremos a Boyle.
—Si Wes piensa que vamos a por él. Te lo repito, olvida las promesas vagas y pon un trato encima de la mesa.
—No es necesario —dijo O'Shea, sabiendo que Micah buscaba siempre las salidas fáciles—. Wes sabe muy bien lo que queremos. Y después de todo lo que tuvo que pasar a causa de la supuesta muerte de Boyle, él quiere encontrarlo más que cualquiera de nosotros.
—No más que yo —insistió Micah—. Después de lo que Manning y él hicieron…
—¡Acelera! ¡Está pasando en rojo!
Micah pisó el acelerador pero ya era demasiado tarde. Con un chirrido de neumáticos, el coche que los precedía frenó de golpe, obligándolos a hacer lo mismo. El Toyota de Wes ascendió por el puente y desapareció de vista.
—Te dije que…
—Relájate —dijo Micah—. Sólo va a trabajar. Perderlo por unos minutos no matará a nadie.
Woodbine, Georgia
—… pero ése es el problema de esconder un tesoro —dijo Nico mientras el sol del amanecer se filtraba a través de las húmedas nubes de Georgia.
—Si no das con el lugar correcto, aparecerá algún desconocido y lo desenterrará.
«Pero decir que lo escondieron en un mapa…»
—Maldita sea, Edmund, no es diferente de esconderlo en un crucigrama o un… —Nico se interrumpió, cogiendo con fuerza el volante, y se volvió hacia su amigo, en el asiento del acompañante. Era más difícil de lo que había pensado. Pero Nico entendía el poder del Señor. El poder que había enviado a Edmund a hacerle compañía. En el espejo retrovisor, el rosario de madera se mecía describiendo un círculo estrecho, como una bolita en sus últimos segundos antes de desaparecer por un desagüe. Edmund había sido enviado por una razón. Y Nico sabía que nunca debía ignorar las señales. Aunque ello significara exponer sus debilidades—. No estoy loco —dijo en voz baja y suave.
«Nunca pensé que lo estuvieses. Por cierto, ¿estás seguro de que puedes seguir conduciendo?»
—Estoy bien. Pero en este momento, si quieres ayuda, es necesario que entiendas que estaba batalla no comenzó hace ocho años. Comenzó en el 91.
—¿1991?
—1791 —dijo Nico, observando la reacción de Edmund—. El año en que trazaron las líneas de combate, definiendo los límites de la ciudad —explicó, apoyando un dedo en el mapa que estaba extendido a través del amplio salpicadero.
«¿Los límites de la ciudad con qué? ¿Washington?»
—Eso era lo que estaban diseñando, el trazado de la capital de nuestra nación. El propio presidente George Washington eligió a un mayor del ejército de Estados Unidos para ese trabajo: el arquitecto Pierre Charles L'Enfant, nacido en Francia. Y cuando miras sus primeros planos… allí encuentras la base de todo lo que existe aquí hoy —dijo Nico, señalando el mapa para que Edmund lo viese.
«O sea, que cuando ese franchute diseñó la ciudad…»
—¡No! —insistió Nico—. Debes liberarte de las mentiras de la historia. L'Enfant es el tío a quien se atribuyen con más frecuencia los planes de la ciudad, pero después de haber sido contratado por el presidente Washington, un reconocido masón, hubo otro hombre que ayudó a bosquejar los detalles de la nueva ciudad. Y utilizó las habilidades de los masones para construir la puerta del diablo.
«¿Es alguien que conozco o es otro franchute?»
—Pero, Edmund, ¿alguna vez has oído hablar de Thomas Jefferson?
—Identificación, por favor —insiste el fornido guarda jurado negro cuando paso a través de las puertas cristaleras y entro en el vestíbulo de mármol gris de nuestro edificio. La mayoría de las mañanas entro en el edificio saludando con la mano a Norma, la rolliza hispana que ha trabajado en el turno de mañana durante los últimos tres años. Hoy Norma no está. Una rápida mirada a las manos del nuevo guarda jurado me revela el micrófono oculto en el puño. El trozo de tela cosido en su hombro dice: «Cuerpo de Seguridad Flamingo.» Pero reconozco a uno del Servicio Secreto en cuanto lo veo.
Con Nico huido, nadie quiere correr riesgos.
No es diferente cuando salgo del ascensor en el cuarto piso. Además del habitual agente vestido con traje y corbata que monta guardia junto a las banderas en nuestra recepción, hay un agente delante de las puertas a prueba de balas y un tercero justo fuera del despacho de Manning, al final del pasillo. Sin embargo, nada de ello me sorprende tanto como la conocida voz que oigo a pocos metros de distancia cuando me dirijo hacia mi despacho.
—¿Estás segura de que está bien? —pregunta la voz desde el despacho de nuestro jefe de personal.
—Absolutamente —promete Claudia cuando ambos salen al pasillo—. De hecho, si tú no hubieras llamado… oh, yo te habría matado. Y también él —dice, refiriéndose al presidente.
Claudia se detiene delante de mi puerta.
—Wes, ¿adivina quién trabajará con nosotros durante la próxima semana? —pregunta, entrando y haciendo un gesto hacia la puerta como si fuese la ayudante de un mago.
—Ho… hola, compañero —dice Dreidel cuando entra en mi oficina con un grueso archivo apoyado en la cadera.
Aplaudo, fingiendo estar encantado. «¿Qué estás haciendo aquí?», pregunto con una mirada.
—Mi empresa me preguntó si yo podía…
—No han preguntado nada —interviene Claudia—. Han tenido una reprogramación de última hora sobre una declaración, y puesto que él ya estaba aquí, le dijeron que se quedase. Pero no podemos permitir que se quede en un hotel para ejecutivos, ¿verdad? Cuando tenemos tanto espacio aquí…
—Es sólo por una semana —dice Dreidel, interpretando perfectamente mi reacción.
—Wes, ¿te encuentras bien? —pregunta Claudia—. Pensé que con todo ese follón de Nico, sería agradable tener a alguien conocido con quien… —Se interrumpe súbitamente al darse cuenta de lo que se le ha escapado—. Nico. Oh, ¿cómo he podido ser tan estúpida? Wes, lo siento, de veras. Ni siquiera se me ha ocurrido que Nico y tú… —Retrocede unos pasos, tocándose el moño como si quisiera enterrarse debajo. A partir de ahí, la conmiseración es fácil—. ¿Cómo lo llevas? Si necesitas irte a casa…
—Estoy bien.
—Después de todos estos años, es sólo… Yo ni siquiera pienso en ti como alguien… —Claudia no pronuncia las palabra, pero las oigo de todos modos. «Discapacitado.» «Marcado con cicatrices.»