La única buena noticia, como siempre, llegó del presidente. Cuando la mayoría de los ayudantes de Manning dejaron el trabajo, todos ellos recibieron media docena de ofertas de trabajo. Yo ninguna. Hasta que Manning fue lo bastante generoso para echarme una mano. Como ya he dicho, la gente no lo entiende. Incluso después de la Casa Blanca hay una segunda oportunidad.
—Por cierto, Wes —me interrumpe Mitchel—. ¿Has averiguado si consiguieron la miel para el té del presidente? Sabes que lo necesita para su garganta.
—Ahora me encargo —contesto, golpeándome la frente con la palma de la mano. Entre el calor de los focos y la fiebre, estoy a punto de desmayarme. No importa. El presidente me necesita—. Debería estar esperando junto al coche cuando hayamos terminado. —Para comprobarlo otra vez saco mi móvil del bolsillo y marco el número del conductor del Servicio Secreto que está fuera—. Stevie, aquí Wes —digo cuando contesta—. ¿Ha llegado ya la miel?
En el otro extremo de la línea se produce una breve pausa.
—Estás de broma, ¿verdad?
—¿Ha llegado o no? —pregunto absolutamente serio.
—Sí, Wes, la vital miel ha llegado. En este momento la estoy protegiendo. He oído que hay una banda de abejorros por los alrededores.
Stevie hace una pausa, esperando que me una a la broma que acaba de hacer.
Permanezco en silencio.
—¿Alguna cosa más, Wes? —pregunta con brusquedad.
—No… es todo por ahora.
Prácticamente puedo ver cómo sus ojos se ponen en blanco cuando corto la comunicación. No soy un imbécil. Sé lo que dicen de mí. Pero ellos no son los que siguen viendo el charco de sangre debajo del cuerpo de Boyle cada vez que oigo la sirena de una ambulancia. Manning perdió la presidencia y a su mejor amigo. Yo perdí algo mucho más personal. No es diferente de lo que le sucede a un trapecista que sufre una caída durante un triple salto mortal. Incluso cuando los huesos se han soldado y todo ha vuelto a su lugar… incluso cuando vuelves a la pista principal del circo… puedes balancearte tan fuerte como lo desees, pero necesitas tiempo antes de que puedas volar tan alto como antes.
—… aunque aún hago que me llamen «señor presidente» —bromea Manning en el escenario.
Una oleada de risas se eleva desde el público, que está compuesto por setecientos altos empleados de la Tengkolok Insurance Corporation, la cuadragesimotercera compañía más grande de Malasia. La buena noticia es que pagan 400.000 dólares y el viaje en jet privado por esa conferencia de cincuenta y siete minutos… además de un breve turno de preguntas y respuestas, por supuesto. Como me dijo en una ocasión un periodista del
Newsweek
, la pospresidencia es como un programa de segunda en horario de máxima audiencia: menos visible, pero mucho más rentable.
—Les gusta —me dice el vicepresidente.
—Empieza a acostumbrarse a hablar en público —contesto.
El vicepresidente mantiene los ojos fijos en el destacado perfil del presidente, negándose a reconocer la broma. Desde este ángulo, la manera en que Manning mueve el índice hacia el público sugiere que vuelve a estar en forma. Los focos le confieren una aura angelical… reduciendo los casi diez kilos que le sobran y suavizando cada uno de sus rasgos, desde su prominente barbilla hasta su piel curtida. Si no fuera porque sé que no es así, diría que vuelve a estar en la Casa Blanca, observándolo a través de la diminuta mirilla en la puerta lateral del Despacho Oval. Como hizo Manning cuando yo estaba en la habitación del hospital.
Estuve allí casi seis meses. Al principio alguien de la Casa Blanca llamaba todos los días. Pero cuando perdimos la posibilidad de la reelección, el equipo fue desapareciendo, igual que las llamadas. Para entonces, Manning tenía todas las razones para hacer lo mismo y olvidarse de mí. Él sabía perfectamente lo que yo había hecho. Él sabía por qué Boyle estaba en la limusina aquel día. Sin embargo, me invitó a volver. Como me enseñó aquel día, la lealtad cuenta. Y aún cuenta. Incluso después de la Casa Blanca. Incluso en Malasia. Incluso durante una conferencia para una empresa de seguros.
Un bostezo trepó por mi garganta. Apreté los dientes y traté de contenerlo.
—¿Se aburre? —pregunta el vicepresidente, claramente molesto.
—N-no… en absoluto —me disculpo y alego la primera excusa de los diplomáticos—: Es sólo… la diferencia horaria… acabamos de llegar, aún me estoy adaptando… —Antes de que pueda acabar la frase, se vuelve hacia mí.
—Debería…
Al ver mi cara, se interrumpe. No por mucho tiempo. Sólo para mirarme fijamente.
En una reacción instintiva, trato de sonreír. Hay algunas cosas que se aprenden para toda la vida. La mitad izquierda del labio se eleva, mientras que la derecha se queda inmóvil, muerta.
Aquel día, Boyle quedó tendido en la pista de carreras. Pero no fue el único a quien alcanzaron los disparos.
—… Debería tomar melatonina —balbucea el vicepresidente, sin dejar de mirar los cortes que surcan mi mejilla. Las cicatrices se entrecruzan como si fuesen vías de tren. Al principio eran de un morado oscuro. Ahora son de un matiz más rojizo que mi pálida piel. Aún se ven—. Melatonina —repite, mirándome a los ojos. Vuelve a mirarme, luego fija la vista durante un momento en mi boca, que cuelga ligeramente hacia el lado derecho. La mayoría de la gente piensa que sufrí un leve derrame cerebral. Luego ven las cicatrices—. Es lo mejor para combatir el desfase horario —añade, mirándome nuevamente a los ojos.
La bala que me desgarró la mejilla era una Devastator, una bala de fragmentación, cuya característica principal es la de romperse en el momento del impacto y dar tumbos sobre la piel en lugar de perforarla. Y eso fue exactamente lo que ocurrió cuando rebotó en el capó blindado de la limusina: se rompió en varios fragmentos y me destrozó la cara. Si hubiese sido un impacto directo, tal vez habría sido más limpio, convinieron los médicos, pero, en cambio, fue como si una docena de diminutos misiles horadasen mi mejilla. Para aumentar aún más el dolor, Nico incluso les copió un truco a los terroristas de Oriente Próximo, quienes impregnan sus proyectiles y explosivos con matarratas, ya que actúa como anticoagulante y hace que sangres sin parar. Funcionó. Para cuando los tíos del Servicio Secreto se ocuparon de mí, estaba tan empapado en sangre que me cubrieron con una manta creyendo que estaba muerto.
La bala impactó en mi nervio facial, del que descubrí rápidamente que tiene tres ramificaciones: la primera se extiende hasta la zona de la frente, la segunda controla tus mejillas y la tercera, donde fui herido, se encarga de la boca y el labio inferior. Por eso mi boca se cae hacia un lado, y mis labios se fruncen ligeramente descentrados cuando hablo; y por eso mi sonrisa es tan inexpresiva, como la sonrisa de un paciente anestesiado con novocaína en el sillón del dentista. Además de todo eso, no puedo sorber líquidos con pajitas, silbar, besar (no es que haya ninguna voluntaria), o morderme el labio superior, una maniobra que requiere más esfuerzo de la que jamás hubiese imaginado. Y vivo con eso.
Es la mirada de los demás lo que me destroza.
—Melatonina, ¿eh? —pregunto, volviendo la cabeza para apartarla de su campo visual. Pero eso no ayuda. Guardamos los rostros en la memoria. Es nuestra identidad. Es lo que muestra lo que somos. Y lo peor de todo es que dos terceras partes de la comunicación cara a cara proceden de las expresiones faciales. Si las pierdes (que es lo que me ocurrió a mí), como dicen los especialistas, resulta socialmente devastador—. Lo intenté hace algunos años. Quizá vuelva a hacerlo.
—Creo que le gustará —dice el vicepresidente—. Ayuda a sentirse bien.
Luego se vuelve hacia la silueta iluminada del presidente, pero ya he oído el cambio en su tono de voz. Es sutil pero inconfundible. No necesitas un traductor para entender la compasión.
—Ahora debería… Voy a comprobar ese asunto del té con miel —digo, apartándome del vicepresidente. No se molesta en volverse.
Abriéndome paso a través de la penumbra de los bastidores del Performing Arts Center, paso entre una palmera de papel maché y una enorme roca hecha de plástico y gomaespuma, ambas piezas pertenecientes al decorado de
El Rey León
.
—…y los países miran a Estados Unidos de una manera que no podemos subestimar… —dice Manning al entrar finalmente en la parte más seria de su discurso.
—… incluso ahora, cuando nos odian en tantos rincones del mundo… —susurro para mí.
—… incluso ahora, cuando nos odian en tantos rincones del mundo… —continúa diciendo.
El párrafo me indica que aún le quedan cuarenta y un minutos de conferencia, y que dentro de treinta segundos se aclarará la garganta y hará una breve pausa para mostrar que habla absolutamente en serio. Tengo tiempo para un breve descanso.
En la parte posterior del escenario, junto a la puerta, hay otro agente del Servicio Secreto. Jay. Tiene nariz de boxeador, un cuerpo rechoncho y las manos más femeninas que he visto en mi vida.
Haciendo un gesto con la cabeza a modo de saludo, Jay advierte el brillo del sudor en mi rostro.
—¿Estás bien?
Como todos los demás, echa un rápido vistazo a mis cicatrices.
—Sólo cansado. Estos viajes a Asia me dejan agotado.
—Todos hemos venido en avión, Wes.
Típico del Servicio Secreto. Ninguna compasión.
—Escucha, Jay, voy a comprobar que hayan traído la miel para el presidente, ¿de acuerdo?
Detrás de mí, en el estrado, Manning se aclara la garganta. Uno… dos… tres…
En el momento en que vuelve a hablar, yo abro la puerta metálica y enfilo un corredor largo, construido con bloques de cemento e iluminado con fluorescentes que discurre en medio de los camerinos. El trabajo de Jay consiste en anular toda amenaza percibida e inadvertida. Con cuarenta minutos aún por delante, lo único que yo necesito anular es mi agotamiento. Por suerte me encuentro en el lugar perfecto para echar una cabezadita.
A mi derecha hay una habitación con la inscripción «Camerino 6». Lo vi cuando entramos. Allí tiene que haber un sofá, o al menos una silla.
Trato de girar el pomo pero no se mueve. Lo mismo sucede con el camerino 5, que está situado justo enfrente. «Mierda.» Con tan pocos agentes, deben haber cerrado las puertas con llave por seguridad.
Caminando en zigzag por el pasillo trato de entrar en los camerinos 4, 3, 2. Todos están cerrados. El único que queda por comprobar es el gran número 1. La mala noticia es el cartel fijado a la puerta con cinta adhesiva: Usar sólo en caso de EMERGENCIA.
Es decir, es la sala privada del presidente. La mayoría de las personas cree que es un lugar para descansar y relajarse. Nosotros la utilizamos para mantenerlo alejado de las multitudes que quieren sacarle fotos y estrecharle la mano, lo que incluye a los anfitriones, que son siempre los peores de todos. «Por favor, sólo una foto más, señor presidente.» La habitación tiene teléfono, fax, frutas, bocadillos, media docena de ramos de flores (que nosotros nunca pedimos), agua mineral, té Bailao, y, como nos mostraron durante nuestro paseo previo, una antesala con un sofá y dos cojines muy mullidos.
Miro los otros camerinos, luego nuevamente a la puerta de metal que lleva al escenario. Jay está al otro lado. Aunque se lo pida no hay forma de que pueda abrir los otros camerinos. Me vuelvo hacia el camerino número 1. Me arde la cabeza; tengo el cuerpo empapado en sudor. Nadie lo sabrá nunca (gracias, insonorización). Y tengo más de media hora antes de que la conferencia del anterior presidente… «No, no. no. Olvídalo. Éste es el espacio privado de Manning. No me importa si no se da cuenta. O no lo oye. Es sólo que… entrar en su habitación de esa manera… No es correcto.»
Pero cuando me doy la vuelta para marcharme advierto un haz de luz debajo de la puerta. Se oscurece y luego se ilumina. Como una sombra que pasa. El problema es que se supone que la habitación está vacía. ¿Quién demonios…?
Me dirijo decidido hacia la puerta y giro el pomo. Si se trata de ese chiflado que quería un autógrafo en el aparcamiento… Con un clic, la puerta se abre.
Cuando se abre de par en par percibo el aroma a flores recién cortadas. Luego oigo el sonido del metal chocando con el cristal. Siguiendo la dirección del sonido, me vuelvo hacia la pequeña mesilla de café situada en el lado izquierdo de la habitación. Un hombre calvo y mayor, vestido con traje pero sin corbata, se frota la espinilla donde se ha golpeado. Se dirige directamente hacia mí.
—Lo siento… me he equivocado de habitación —dice con un ligero acento que no soy capaz de identificar. No es británico, pero sí europeo. Tiene la cabeza gacha y, por la inclinación de su hombro, espera pasar junto a mí por la puerta. Me coloco delante de él para cerrarle el paso.
—¿Puedo ayudarlo?
El hombre me embiste a toda velocidad, golpeando su hombro contra el mío. Debe rondar los cincuenta años. Más fuerte de lo que aparenta. Tambaleándome hacia atrás, me aferró al marco de la puerta y trato de mantenerme frente a él.
—¿Está loco? —le digo.
—Lo siento… esto fue… yo… yo estoy en el lugar equivocado —insiste, manteniendo la cabeza gacha y retrocediendo para volver a intentar salir de la habitación. Por la forma en que tartamudea y se mueve comienzo a pensar que tiene más problemas que simplemente haberse equivocado de habitación.
—Ésta es una habitación privada —le digo—. ¿Dónde…?
—El baño —insiste—. Busco el baño.
Da la excusa al momento, pero no es una buena excusa. Llevaba aquí demasiado tiempo.
—Escuche, debo llamar al Servicio Sec…
El hombre carga contra mí sin decir palabra. Yo me echo hacia adelante para afirmarme en el sitio. Con eso cuenta precisamente el desconocido.
Espero a que me embista. En cambio, el hombre me clava el tacón en los dedos del pie izquierdo y me aferra de la muñeca. Me inclino hacia adelante. El hombre tira de mi muñeca con más fuerza, agachándose y dejando que el impulso se encargue del resto. Como si fuese una peonza salgo girando de espaldas hacia el centro de la habitación… completamente desequilibrado. Detrás de mí… la mesa…
Mis gemelos chocan contra el borde de la mesilla y la gravedad me lanza hacia la superficie de cristal de la mesilla. Echo los brazos hacia adelante para impedir la caída. En vano.
Cuando mi espalda choca contra el cristal, aprieto los dientes y me preparo para lo peor. El cristal cruje como los granos de palomitas de maíz. Luego se rompe en una lluvia de trozos diminutos. La mesilla de café es más pequeña que una bañera, y cuando caigo hacia atrás la cabeza golpea contra el borde metálico. Una punzada de dolor me recorre la columna vertebral, pero mis ojos siguen fijos en la puerta. Vuelvo la cabeza para ver mejor. El desconocido se ha largado… y entonces, mientras miro fijamente la puerta abierta y vacía, vuelve a asomar la cabeza. Casi como si quisiera ver mi estado.