La mujer frunció los labios y sonrió. Su pelo fino y rubio, la piel rosada y los ojos color avellana eran una herencia de la familia danesa de su madre, pero la nariz gorda y abombada la había heredado de la rama escocesa de su padre, y su aspecto había empeorado a causa de un frustrado rescate de rehenes. Mientras la mujer le entregaba a O'Shea el cartoncito con patatas fritas empapadas en mayonesa, le explicó:
—
Je parle tres mal le danois
. —«Mi danés es terrible.» Al ver la leve sonrisa de O'Shea, añadió—:
Vous venez de Danemark, n'est ce pas
? («Usted es de Dinamarca, ¿verdad?»)
—
Oui
—mintió O'Shea, experimentando una extraña alegría ante el hecho de que la mujer no hubiese detectado que era estadounidense. Sin embargo, fundirse con el entorno también era parte de su trabajo.
—
J'ai l'oeil pour les choses
—añadió la mujer.
—
J'ai l'oeil pour les choses
—repitió O'Shea, dejando caer un par de monedas en la jarrita para las propinas que la mujer llevaba en el borde de su carrito con salchichas y patatas fritas. «A veces, simplemente, lo sabes.»
Mientras caminaba por la rué Vavin, O'Shea notó que su móvil vibraba en el bolsillo por tercera vez. Ya había convencido a la mujer del carrito de que no era norteamericano, y aunque eso carecía de importancia, no pensaba revelar su procedencia interrumpiendo la conversación y contestando a la primera.
—Aquí O'Shea —contestó por fin.
—¿Qué estás haciendo en Francia? —preguntó la voz del otro lado de la línea.
—Una conferencia de Interpol. Una estupidez sobre tendencias en inteligencia. Cuatro días lejos del pozo.
—Además de toda la mayonesa que puedas comer.
Justo cuando estaba a punto de morder su primera patata frita con mayonesa, O'Shea hizo una pausa. Sin decir otra palabra lanzó la bolsa de patatas fritas a un contenedor de basura cercano y cruzó la calle. Como agregado legal del FBI, O'Shea había pasado casi una década trabajando en siete países del extranjero para ayudar a combatir los delitos que podían representar una amenaza para Estados Unidos. En su trabajo, la manera más segura de hacer que te maten era mostrarse tal cual y comportarse de forma previsible. Orgulloso de no hacer ninguna de las dos cosas, se abrochó el largo abrigo negro, que ondeaba detrás de él como si fuese la capa de un mago.
—Dime qué ocurre —dijo O'Shea.
—¡A ver si adivinas quién ha regresado!
—No tengo ni la más remota idea.
—Inténtalo…
—No lo sé… ¿la chica de El Cairo?
—Deja que te dé una pista. Lo mataron hace ocho años en la pista de carreras de Daytona.
O'Shea se detuvo en mitad de la calle. No era presa del pánico. Tampoco estaba sorprendido. Llevaba en esto demasiado tiempo para mostrarse desconcertado por un error de inteligencia. Era mejor confirmar la información.
—¿Cómo lo has sabido?
—Una buena fuente.
—¿Cómo de buena?
—Lo suficiente.
—Eso no es…
—No conseguiremos nada mejor, ¿vale?
O'Shea conocía ese tono.
—¿Dónde lo han visto?
—Malasia, Kuala Lumpur.
—Tenemos una oficina allí…
—Ya se ha largado.
«Tampoco me sorprende», pensó O'Shea. Boyle era demasiado listo.
—¿Alguna idea de por qué está fuera?
—Dímelo tú. Ocurrió la misma noche en que el presidente Manning estaba allí para pronunciar una conferencia.
Un Fiat rojo hizo sonar el claxon, tratando de que O'Shea se apartase. Con un gesto de disculpa, O'Shea continuó caminando hacia el bordillo.
—¿Crees que Manning lo sabía?
—Ni siquiera quiero pensar en ello. ¿Sabes cuántas vidas está poniendo en peligro?
—Te lo advertí la primera vez que intentamos traerlo; ese tío es veneno. Nunca deberíamos haber contemporizado con él. —Mientras contemplaba el veloz tráfico parisino, O'Shea esperó que hubiera unos instantes de silencio. Al otro lado de la calle observó que la mujer con las gafas rojas daba otro cartoncito de patatas fritas con alioli—. ¿Alguien más lo vio?
—El ayudante del presidente aparentemente consiguió verlo. Ya sabes, ese chico con la cara…
—¿Tiene alguna idea de a quién vio?
—Esa es la cuestión, ¿no crees?
O'Shea se detuvo a pensar.
—¿Qué hay de ese asunto en la India la próxima semana?
—La India puede esperar.
—¿Quieres que coja un avión?
—Despídete de París, machote. Es hora de volver a casa.
Hospital para enfermos mentales St. Elizabeth Washington, D.C.
—Date prisa, Nico, no pierdas el tiempo —dijo el enfermero alto con el aliento a cebollas. No empujó a Nico dentro del lavabo y tampoco se quedó con él mientras se bajaba los pantalones. Eso fue sólo durante los primeros meses después de que Nico intentase asesinar al presidente, cuando temían que se quitase la vida. Ahora Nico se había ganado el derecho a ir al lavabo solo. Del mismo modo que se había ganado el derecho a usar el teléfono y a que dejasen de censurarle la correspondencia. Cada una de ellas había sido una victoria personal, pero como le habían prometido Los Tres, cada victoria acarreaba su propio coste.
Para lo del teléfono, los médicos le preguntaron si aún sentía ira hacia el presidente Manning. En cuanto a la correspondencia, le preguntaron si aún sentía esa fijación por las cruces, el crucifijo alrededor del cuello de su enfermera, el que llevaba aquella gorda en el anuncio de un bufete de abogados en la televisión y, más importante aún, las que estaban ocultas y que sólo él sabía que estaban allí: las que creaban los cristales de las ventanas y los postes telefónicos, en las grietas que cruzaban en las aceras, y las tablillas de los bancos de los parques, y las hierbas, y, cuando ya no le permitieron salir fuera porque las imágenes le resultaban demasiado abrumadoras, las cruces de los cordones de los zapatos y los cables de teléfono y los alambres entrecruzados, y los calcetines tirados, las junturas de las baldosas y las puertas cerradas de la nevera… las persianas y los cordones para levantarlas, los pasamanos y las barandillas… y, por supuesto, los espacios en blanco entre las columnas de los periódicos, los espacios vacíos entre los botones del teléfono, e incluso los cubos, sobre todo cuando se desdobla bidimensionalmente, cosa que luego le permitía incluir dados, maletas, hueveras y, naturalmente, el cubo de Rubik que había en el borde del escritorio del doctor Wilensky, justo al lado de su portalápices Lucite perfectamente cuadrado. Nico conocía la verdad, los símbolos siempre son señales.
Nada de dibujar cruces. Debía dejar de garabatear cruces en los bordes de goma de sus zapatillas cuando pensaba que nadie lo estaba mirando, le dijeron los médicos. Si quería tener privilegios con la correspondencia, tenían que ver algún progreso.
Aun así le llevó seis años. Pero hoy ya tenía lo que quería. Como le habían prometido Los Tres. Esa era una de las pocas verdades aparte de Dios. Los Tres mantuvieron sus promesas, incluso cuando se encontraron con él por primera vez. Entonces él no tenía absolutamente nada. Ni siquiera sus medallas, que se perdieron —¡se las robaron!— en el refugio. Los Tres no pudieron recuperarlas, pero le trajeron mucho más. Le mostraron la puerta. Le mostraron aquello que nadie más podía ver. El lugar donde estaba Dios. Y el lugar donde se ocultaba el diablo. Y donde esperaba. Había estado allí durante casi doscientos años, oculto en el único lugar que los Hombres M esperaban que la gente nunca mirase. Delante de sus propias narices. Pero Los Tres miraron, buscaron. Y encontraron la puerta del diablo. Tal como el Libro había dicho. Y entonces Nico interpretó su papel. Como un hijo cuidando de su madre. Como un soldado sirviendo a su país. Como un ángel cumpliendo la voluntad de Dios.
A cambio, Nico sólo tuvo que esperar. Los Tres así se lo habían dicho el día en que apretó el gatillo. La redención estaba llegando. Sólo tenía que esperar. Habían pasado ocho años. Eso no era nada comparado con la salvación eterna.
A solas en el lavabo, Nico bajó la tapa del váter y se arrodilló para elevar una plegaria. Sus labios recitaban silenciosamente las palabras. Su cabeza oscilaba ligeramente adelante y atrás, dieciséis veces, siempre dieciséis. Y luego cerró el ojo izquierdo al pronunciar la palabra «Amén». Con las puntas de los dedos se arrancó una pestaña del ojo que mantenía cerrado.
Luego otra. Arrodillado, colocó ambas pestañas sobre el asiento blanco y frío del váter. La superficie tenía que ser blanca porque de otro modo no podría verla.
Frotando la uña de su índice contra la superficie áspera del suelo, la afiló hasta convertirla en una punta fina y amenazadora. Cuando se inclinó como si fuese un niño que estudia una hormiga, utilizó el borde afilado de la uña para colocar las dos pestañas en su lugar. Lo que los médicos le quitaban, él siempre podía recuperarlo. Como le habían dicho Los Tres, todo estaba en su interior. Y luego, como hacía Nico cada mañana, lenta y suavemente las movió un milímetro y lo demostró. Allí estaba. Una pestaña cortando transversalmente a la otra. Una cruz diminuta.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Nico. Y comenzó a rezar.
Palm Beach, Florida
—¿Ves a esa momia pelirroja del Mercedes? —pregunta Rogo, señalando a través de la ventanilla el flamante coche junto al nuestro. Echo un vistazo justo a tiempo de ver a una pelirroja de cincuenta y pico, con la cara inmovilizada por la cirugía plástica y un sombrero de paja igualmente rígido (y mucho más elegante), que probablemente cuesta tanto como mi pequeño y destartalado Toyota de diez años—. Ésa preferiría morir antes que llamarme —añade.
No le contesto. Pero eso no lo desanima.
—¿Y qué me dices de ese tío conduciendo esa crisis de los cuarenta? —pregunta, señalando al hombre calvo en el Porsche de color cereza que nos adelanta por la izquierda—. Me llamará justo después de que le pongan la multa.
Es el juego favorito de Rogo: dar un paseo en coche y tratar de deducir quién podría ser un cliente potencial. Como el menos conocido pero más agresivo abogado dedicado a las multas por exceso de velocidad, Rogo es el hombre al que hay llamar por cualquier infracción de tráfico. Era mi compañero de cuarto y mi más íntimo amigo desde octavo, cuando su madre y él se trasladaron de Alabama a Miami. Es la única persona que conozco que ama su trabajo incluso más que el presidente.
—Ooooh, ¿y esa chica de allí? —pregunta, al tiempo que cruza dos carriles hasta acercarse a la cría de dieciséis años con hierros en los dientes que conduce un flamante Cherokee—. ¡Pásame el pan, porque ésa es mi mantequilla! —insiste Rogo con su acento sureño—. ¿Coche nuevo y hierros en los dientes? Chú, chú… ¡una perita en dulce!
Me da una palmada en el hombro como si estuviésemos en un rodeo.
—Yee-hah —susurro mientras el coche sube la ligera pendiente del Royal Park Bridge y atravesamos la Intracoastal Waterway. A ambos lados de nosotros, el sol de la mañana se refleja en las brillantes olas. El puente comunica la zona de West Palm Beach de clase trabajadora con el paraíso habitado por millonarios y conocido como Palm Beach. Y mientras los neumáticos del coche rugen y cruzamos al otro lado, el Boulevard Okeechobee, populoso y flanqueado de establecimientos de comida rápida, deja paso a la perfectamente cuidada Royal Palm Way, flanqueada de palmeras. Es como dejar atrás un área de descanso de la autopista y entrar en el País de Oz.
—¿Te sientes rico? ¡Porque yo me siento como un dólar de plata! —dice Rogo, empapándose del paisaje.
—Otra vez, yee-hah.
—No te pongas sarcástico —me advierte Rogo—. Si no eres amable, no dejaré que me lleves al trabajo la próxima semana mientras mi coche está en el taller.
—Me dijiste que sólo estaría un día en el taller.
—¡Ah, la negociación continúa! —Antes de que pueda abrir la boca, Rogo parece tener una reacción tardía ante algo que antes le había pasado inadvertido y relacionado con la chica de los hierros en los dientes, quien ahora se encuentra junto a nuestro coche—. ¡Espera, creo que era una cliente! —grita, bajando el cristal de la ventanilla—. ¡Wendy! —grita, inclinándose sobre mí y haciendo sonar el claxon.
—¡No hagas eso! —le digo, tratando de apartar su mano. Cuando teníamos catorce años, Rogo era bajo. Hoy, a los veintinueve años, ha añadido la calvicie y grasa a su repertorio. Y fuerza. No puedo apartarlo.
—¡Chica de los hierros! —grita, haciendo sonar nuevamente el claxon—. ¡Eh, Wendy! ¿Eres tú?
Ella finalmente se vuelve y baja el cristal de la ventanilla mientras trata de mantener la vista en la calle.
—¿Te llamas Wendy? —grita Rogo.
—No —grita ella—. ¡Maggie!
Rogo parece casi compungido. Nunca dura mucho. Tiene una sonrisa como la del perro de un carnicero.
—¡Bueno, si te ponen una multa por exceso de velocidad, busca downwithtickets.com!
Levanta el cristal de la ventanilla, se rasca el codo y se acomoda la entrepierna, orgulloso de sí mismo. Típico de Rogo; una vez que ha terminado, no puedo recordar el motivo de la discusión. Siempre avanza como una apisonadora, incluso en su profesión. Después de dos intentos fallidos en el LSAT, Rogo voló a Israel para su tercer intento. Aunque no tenía absolutamente nada de judío, había oído decir que en Israel tenían un concepto más relajado de lo que era un examen y el tiempo asignado.