—¿Cómo ha encontrado a Violet? —preguntó Dreidel con el rostro blanco mientras bajaba lentamente las manos.
Rogo meneó la cabeza mirando a Dreidel pero sabía que debía permanecer atento al guarda, quien, a su vez, sabía que no debía perder de vista a Boyle. Rogo cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, demasiado nervioso para quedarse quieto. Cada segundo que perdieran aquí significaba que Wes… Eliminó ese pensamiento. «No pienses en ello.»
—¿Cuándo lo encontrasteis? —preguntó Boyle, tratando aún de conseguir la atención de Rogo.
Rogo desvió la mirada hacia él, oliendo una salida. Hasta que pudiese llegar a Wes, al menos intentaría obtener algunas respuestas.
—¿Significa eso que me dirás lo que había en él? —preguntó Rogo.
Boyle ignoró la pregunta.
—No… no hagas eso —le advirtió Rogo—. No… Si puedes ayudar a Wes… si sabes lo que significa ese rompecabezas…
—Yo no sé nada.
—Eso no es verdad. Viajaste a Malasia por una razón.
—Loeb, ¿estás ahí? —dijo el guarda por su radiotransmisor.
—Vamos, Boyle, he oído a Wes hablar de ti. Sabemos que trataste de hacer lo que era correcto.
Boyle miró al guarda, quien meneó la cabeza.
—Por favor —dijo Rogo—. Wes está en el cementerio pensando que va a reunirse contigo.
Boyle siguió sin reaccionar.
—Alguien lo engañó para que fuese allí —añadió Rogo—. Si sabes algo y no lo dices, estás permitiendo que Wes ocupe tu lugar.
Nada.
—Olvídalo —dijo Dreidel—. Él no es…
—¿Dónde la encontró? —preguntó Boyle de pronto.
—¿Encontrar qué? —preguntó Rogo.
—La nota. Has dicho que Wes encontró una nota. Para que fuese al cementerio.
—Boyle… —le advirtió el guarda.
—En su coche —dijo Rogo—. Fuera de la casa de Manning.
—¿Cuándo? —preguntó Dreidel—. No me lo habías dicho. No me lo habían dicho —añadió mirando a Boyle.
Boyle meneó la cabeza.
—¿Y Wes supuso que era…? Yo pensé que habíais resuelto el crucigrama.
—Logramos deducir los nombres, todas las iniciales —dijo Rogo—. Manning, Albright, Rosenman, Dreidel…
—Con el viejo criptograma de Jefferson —dijo Boyle al tiempo que sacaba del bolsillo una hoja doblada y arrugada. La desplegó con rabia y reveló el crucigrama y su código oculto, además de sus propias notas manuscritas al lado de cada nombre.
—Es ése —dijo Rogo—. Pero aparte de decirnos que el presidente confiaba en Dreidel, no pudimos…
—Eh, eh, tiempo muerto —interrumpió Boyle—. ¿De qué estás hablando?
—¡Boyle, ya conoces las normas de seguridad! —gritó el guarda.
—¿Quiere dejar de preocuparse por la jodida seguridad? —replicó Boyle—. Dígale a Loeb que puede culparme a mí. —Volviéndose hacia Rogo, añadió—: ¿Y qué os hizo pensar que Dreidel era de fiar?
—¿Acaso estás diciendo que no lo soy? —preguntó Dreidel con tono desafiante.
—Los cuatro puntos —explicó Rogo al tiempo que señalaba el dibujo
—.Puesto que el presidente y Dreidel están calificados con cuatro puntos, pensamos que indicaban las personas en las que el presidente confiaba.
Boyle volvió a guardar silencio.
—¿Es que no indican su círculo de confianza? —preguntó Rogo.
—Este otro símbolo indica su círculo de confianza
—dijo Boyle, señalando el óvalo que había junto al nombre del jefe de personal de Manning, el hombre que acostumbraba a resolver los crucigramas con él.
—¿Qué significan entonces los cuatro puntos? —preguntó Rogo, todavía perdido.
—Boyle, ya basta —le advirtió el guarda.
—¡Esto no tiene nada que ver con la seguridad! —dijo Boyle.
—Esos cuatro puntos son buenos —insistió Dreidel—. ¡Manning confiaba en mí para todo!
—Sólo dime qué significaban los cuatro puntos —insistió Rogo en voz baja.
Boyle fulminó a Dreidel con la mirada y luego volvió a concentrarse en Rogo.
—Los cuatro puntos eran la nota que utilizaba Jefferson para calificar a aquellos soldados que carecían de todo credo político, a los oportunistas que renunciarían a cualquier cosa en su propio beneficio. Para nosotros describía a aquellos que Manning y Albright pensaban que estaban filtrando información a la prensa. Pero cuando Los Tres encontraron una copia y consiguieron descifrarla supieron a quién elegir para que fuese el cuarto miembro.
—¡Yo no soy El Cuarto! —insistió Dreidel.
—Nunca he dicho que lo fueras —convino Boyle.
Rogo volvió a mirar el viejo crucigrama de Manning, examinando los dos nombres que estaban precedidos de los cuatro puntos.
Nada de esto tenía sentido. Wes les había dicho que la letra —que todas las calificaciones— eran de Manning. Pero si eso era cierto…
—¿Por qué el presidente iba a adjudicarse a sí mismo una calificación tan baja?
—Ésa es la cuestión. No lo hizo —dijo Boyle.
—Pero en el crucigrama… tú dijiste que los cuatro puntos…
Boyle se mordió el labio superior.
—Rogo, olvídate de tus prejuicios. Los Tres querían contar con alguien que estuviese cerca de todas las decisiones importantes y, mejor aún, alguien que pudiese influir en esas decisiones… por eso me eligieron a mí en lugar de a Dreidel.
—¡Boyle, ya está bien, hablo en serio! —gritó el guarda. Pero Boyle lo ignoró. Después de ocho años, ya no podían quitarle nada más.
—Ahora lo comprendes, ¿verdad? —le preguntó Boyle mientras Rogo volvía a mirar el crucigrama—. Tenían el nombre correcto. Incluso habían hecho el razonamiento correcto. Y nunca se debe subestimar lo que alguien es capaz de hacer por otros cuatro años. Pero os equivocasteis de Manning.
Rogo meneó la cabeza completamente desconcertado y sin poder apartar los ojos del crucigrama.
—¿Qué otro Manning…?
Una ráfaga de frío amargo envolvió el cuerpo de Rogo, como si lo hubiesen enterrado en un bloque de hielo.
«Mierda.»
Podría reconocer su sombra en cualquier parte. La conozco mejor que la mía. La he observado casi todos los días durante una década. Ése es mi trabajo: caminar tres pasos por detrás de ella, lo bastante cerca como para estar allí en el momento en que se da cuenta de que necesita algo, pero lo bastante lejos como para que yo nunca aparezca en la foto. Durante los días que estábamos en la Casa Blanca, incluso cuando ella estaba rodeada de séquitos de dignatarios y representantes de la prensa extranjera, nuestro personal y periodistas y agentes del Servicio Secreto, yo permanecía detrás de toda esa horda, atisbaba a través del bosque de piernas y encontraba su silueta en el centro, y no sólo porque ella era la única que llevaba tacones altos.
Esta noche no es diferente. De hecho, mientras estoy agazapado en el cementerio cubierto de sombras y oculto detrás de uno de los voluminosos arbustos, mientras convierto mis ojos en ranuras finas como un papel e intento ver algo a través de las ramas entrelazadas y los casi cuarenta metros de oscuridad flanqueada de lápidas, miro a lo largo del sendero de piedra y reconozco al instante las pantorrillas gruesas, los hombros angulosos y la silueta afilada de la doctora Lenore Manning.
Un dolor intenso se expande como un globo dentro de mi pecho. No… ella —ella nunca—, meneo la cabeza y siento que mis costillas están a punto de romperse. ¿Cómo…? ¿Por qué haría algo así?
Al final del sendero, ella se detiene junto al árbol, inclina ligeramente el paraguas y, a la luz del distante mástil iluminado, puedo ver ira y fastidio —incluso miedo— en su rostro. Aún puedo verla en el momento en que abandonaba la Casa Blanca, mientras el presidente le apretaba la mano cuando se dirigían hacia el Marine One. Ella misma lo dijo: por conservar el poder, hubiesen hecho casi cualquier cosa.
La doctora Manning le grita algo al hombre que está junto a ella. Es evidente que no la hace nada feliz estar en este lugar. Cualquier cosa que haya hecho, en este momento lo está lamentando. Retrocedo un paso y parpadeo varias veces. Pero Boyle… Si la primera dama está aquí, y el hombre que la acompaña, con la mano derecha vendada (¿eso que lleva es un arma?), si ese hombre es El Romano… Un flujo de sangre palpita violentamente en mi pecho y sube directamente a mi rostro. Me llevo la mano a la mejilla, que siento ardiente contra la palma, igual que cuando me dispararon.
Cierro los ojos y puedo verlo todo otra vez, otro documental en blanco y negro. Cuando estábamos en la casa de Manning, ella sabía que yo estaba vigilando —cuando lloraba y me mostraba la carta de Boyle— y luego la nota en mi coche. Por eso la letra coincidía. Ella… y El Romano… ¡Oh, Dios!
Vuelvo a mirar a través del sendero oscuro en dirección a Lisbeth, quien parece estar tan conmocionada como yo. La idea de cambiar de lugar antes de que apareciera Boyle fue de ella: yo sería el señuelo para que viniese; ella sería la periodista amistosa que le daría más incentivos para quedarse. Pero Boyle no vendrá. Nunca.
El Romano se acerca a Lisbeth, quien se yergue tratando de dar la impresión de fortaleza. Pero por la forma en que mira el arma y retrocede, chocando contra la alta lápida color arcilla, sabe que está en problemas. Todos lo estamos. A menos que yo pueda conseguir…
Me vuelvo hacia la valla que discurre justo detrás de mí, saco el móvil del bolsillo y echo a correr a toda velocidad. Pero antes de que pueda apretar un sólo dígito, me doy de bruces contra el pecho de un hombre alto y delgado. Tiene labios finos e inexpresivos, una mata de pelo negro y unos diminutos ojos color chocolate que parecen estar demasiado juntos. La mejilla me quema como si estuviese en llamas. Lo reconozco de inmediato. De mis pesadillas.
Nico me arranca el teléfono de la mano, lo arroja al suelo y lo entierra en el barro con su tacón. Luego me coge de la oreja, apoya el cañón de su arma contra mi mejilla, justo sobre las cicatrices que él provocó hace muchos años.
—Has sido corrompido por la Bestia, Wesley —dice con voz tranquila, casi amablemente—. Ahora dime dónde está Ron Boyle o volverás a enfrentarte a la cólera de Dios.
—¿No sabíais que ella era El Cuarto? —preguntó Boyle.
—¡He dicho que es suficiente! —gritó el guarda, cogiendo la pistola con ambas manos. Tenía la constitución y la cara de un rinoceronte, pero cuando avanzó unos pasos, Rogo vio que sus pies se movían nerviosamente. Hacía ocho años, Ron Boyle era un contable. Hoy, evidentemente, era algo más.
—¿Quién pensabais que era El Cuarto? ¿El presidente? —añadió Boyle.