—Ellos aprendieron la lección con Boyle, ¿verdad? Se acercaron a usted hábilmente. Y, entonces, de repente, Boyle es tiroteado…
—¡Romano, dígale que yo no lo sabía! ¡Nunca supe que harían eso!
—Y ahora lo tenían todo —añadió Lisbeth—. Un presidente en funciones que estaba muy atrás en las encuestas, el empujón garantizado por un intento de asesinato a manos de un chiflado… Si todo salía bien y el presidente no resultaba arrollado por la multitud, Los Tres dirían adiós a Boyle, al tiempo que la colocaban a usted, su desconocido nuevo miembro, con mucha más influencia interna que Boyle, en el lugar perfecto para pasar sus nuevas y útiles recomendaciones a su espo…
La mano con la que El Romano sostenía la pistola salió disparada hacia adelante, golpeando con la culata el rostro de Lisbeth. La sangre comenzó a salir de su labio superior y la cabeza se proyectó hacia atrás, chocando con fuerza contra la lápida. Jadeando, tragó algo diminuto y dentado. La lengua le indicó que se trataba del diente delantero izquierdo. Mientras el diente le raspaba la garganta, se inclinó hacia adelante como si estuviese a punto de vomitar y luego tuvo un par de arcadas y un chorro de sangre cayó sobre sus zapatos y la hierba mojada.
A unos kilómetros de distancia se oyó la débil sirena de un tren que se acercaba.
Mirando la tierra empapada mientras una arcada hacía que toda la sangre fluyera a su rostro, Lisbeth ni siquiera oyó el silbato del tren. Lo único que Lisbeth registró fue el crujido de los zapatos de El Romano cuando avanzó hacia ella.
—Su amiga va a necesitar una ambulancia, Wes —gritó hacia la oscuridad. Bajando la mano hacia la nuca de Lisbeth, cogió un mechón de pelo empapado, y la sujetó de modo tal que la cabeza quedase inclinada delante de él.
—¡Quíteme las manos de encima! —gritó Lisbeth.
—¡Sigue escondiéndote, Wes! —gritó El Romano, sujetando su pelo con más fuerza y retrocediendo un paso. Daba la sensación de que iba a poner fin a aquello.
Lo último que Lisbeth alcanzó a ver fueron las manchas de barro en las punteras de los zapatos negros de piel de becerro de El Romano. Y su rodilla cuando la proyectó violentamente contra su rostro.
Huele a antiséptico de hospital y carne de hamburguesa en mal estado. Pero cuando Nico hunde el cañón de su arma en mis cicatrices, no es ese hedor el que me revuelve el estómago. Trago con tanta dificultad como si tuviese un ladrillo en la garganta.
—¿Cómo pudiste ayudarlo? ¿Cómo pudiste? —pregunta—. ¿Tienes idea de lo que has provocado?
Sus ojos estrábicos se mueven de un lado a otro. Ya lleva dos días sin medicación.
—¡Contéstame! —sisea, empujándome con el cañón de la pistola. Aunque la lluvia cae sobre su rostro, Nico ni siquiera parpadea.
Pierdo el equilibrio y caigo entre los arbustos. Una rama me golpea en la espalda, pero apenas si la siento. El solo hecho de ver a Nico, de oír su voz, me lleva de regreso a la pista de carreras. La multitud que ruge y vitorea. Manning sonriendo. Todos aquellos espectadores en pie, señalando y agitando las manos a modo de saludo. A nosotros. A mí. Y el abejorro. Pop, pop, pop. Las puertas de la ambulancia se cierran detrás de Boyle.
—¿… escuchándome? —pregunta Nico mientras yo vuelvo a la realidad.
Su arma me aplasta la mejilla pero no la siento. No siento nada. No he sentido nada durante años.
—¿Dónde está Boyle?
—No lo…
Su mano izquierda salta como una cobra, hundiendo sus colmillos en el centro de mi camisa y tira de ella hasta acercarme a un palmo de sus narices. Luego me pone una zancadilla, y vuelvo a caer, ahora en un charco, salpicándolo todo. Nico está sentado a horcajadas encima de mí, aplastando mis brazos con las rodillas y sin apartar en ningún momento el cañón de la pistola de mi mejilla marcada de cicatrices.
—Encontré tu nota —dice Nico con un gruñido mientras el menú del restaurante chino asoma del bolsillo interior de su chaqueta del ejército—. ¡¿Dónde está Boyle?!
Quiero decirle que esa nota es falsa, que El Romano y la primera dama… que no quiero morir. Pero después de ocho años de imaginar este momento, de imaginar cada minuto del enfrentamiento con Nico: qué le diría, dónde estaría, cómo cruzaría los brazos delante del pecho, incluso lo que haría si él intentase darme un golpe, cómo me agacharía en el último momento, cómo estaría preparado en esta ocasión, y él fallaría el golpe, y luego, antes de que siquiera lo viese venir, cómo me revolvería y lo cogería del cuello, apretando con todas mis fuerzas, oyendo sus jadeos, y aun así aumentando la presión, mis dedos hundiéndose en su tráquea mientras caemos al suelo y él implora piedad con el poco aire que le queda… y las únicas palabras que salen de mis labios son las que han permanecido allí desde el día en que él me destrozó la cara. La única pregunta a la que los médicos, los loqueros, el presidente, mi familia, mis amigos, mis padres y yo nunca hemos sido capaces de responder.
—Nico —digo—. ¿Por qué me hiciste esto?
Él levanta la cabeza como si entendiese perfectamente lo que acabo de decir. Luego frunce el ceño. No ha oído una sola palabra de lo que he dicho.
—Sé que has estado en contacto con él —dice—. Por eso Dios dirigió esa bala hacia ti. El rebote. Por eso te viniste abajo.
—¡Eso no es verdad! —grito, mientras una furia absolutamente nueva crece dentro de mí.
—¡Es verdad! ¡El Libro del Destino está escrito! ¡Todo tiene una razón! —insiste con una bocanada de aliento caliente que huele a cecina putrefacta—. ¡Tú te aliaste con la Bestia! Esa bala que recibiste en la cara… tu destino está escrito, ¡ésa es la voluntad de Dios!
—¡Nico, ellos te mintieron!
—¿Acaso no hablaste con él? ¡Lo hiciste! ¿Lo ves? ¡Es verdad! —grita, captando mi expresión y hundiendo el cañón de la pistola en mi mejilla—. ¡Dios te dio la oportunidad de que te redimieras y tú le escupiste! ¡Por eso Él me trajo aquí, para que acabase Su trabajo! ¡Para que viese tu sangre! —insiste, su dedo tensándose alrededor del gatillo. Trato de luchar, pero es demasiado fuerte. Lo único que veo es la silueta de Nico encima de mí, la luz detrás de él, su cabeza protegiéndome de la lluvia, el rosario alrededor de su cuello meciéndose como el reloj de bolsillo de un hipnotizador. Amartilla la pistola—. Esto va a dolerte, Wesley —dice, atrayéndome hacia él.
Cierro los ojos con fuerza ante el súbito haz de luz, pero lo único que alcanzo a oír es…
—¡Oh, Señor! T… tú lo tienes —susurra Nico y su mano comienza a temblar. Veo que sus ojos brillan en la oscuridad.
—¿Qué estás…? ¿Qué? —pregunto sin entender nada.
—No pude verlo en la foto… pero a esta distancia —balbucea, con la vista fija en mi rostro—. Está tan claro —insiste—. ¡Tus cicatrices! La forma en que se cruzan dentadas en tu carne… una sobre la otra. Los papeles decían que eran como líneas de ferrocarril, pero es realmente una perfecta… una perfecta… una perfecta… cruz —dice—. ¡Por supuesto! Madre de Dios. ¿Cómo no fui capaz de…? ¡Tú no debías morir aquel día, Wesley… tú debías nacer! —Echando la cabeza hacia atrás y elevando la mirada al cielo, añade—: Tú lo transformaste, ¿verdad? A través de mis actos, a través de Tu voluntad. Ése era tu papel: ¡el que porta la cruz! —insiste con la cabeza hacia el cielo mientras musita una breve plegaria.
En el súbito silencio alcanzo a oír la voz de la primera dama a la distancia. Lisbeth grita algo. Están demasiado lejos para que pueda discernir lo que dicen, pero con su buen oído, Nico debería…
Sus ojos se abren como si hubiese oído su propio nombre. Lentamente, baja la barbilla, siguiendo el…
—Eso no es verdad —susurra, aferrándose el estómago como si alguien le hubiese clavado un sacacorchos en el estómago. No consigo oír lo que Lisbeth dice, pero cuando miro a Nico, no resulta difícil de traducir—. No… Los Tres nunca…
Las rodillas de Nico siguen apoyadas en mis brazos, pero su peso, toda la presión, ha desaparecido, y su cuerpo comienza a temblar. Detrás de nosotros y varios kilómetros a la izquierda, el débil sonido de una locomotora atraviesa el aire.
La barbilla de Nico tiembla; sus ojos están llenos de lágrimas. Se lleva las manos a ambos lados de la cabeza, se coge las orejas, inclina la cabeza hacia abajo y tira con fuerza de ambas como si tratase de arrancárselas.
—Por favor, Dios —implora—. Dime que están mintiendo…
—Tu amiga va a necesitar una ambulancia, Wes —grita El Romano a la distancia.
Lisbeth.
Me revuelvo violentamente, tratando de sentarme. Nico no se molesta en luchar. Se desliza de mi pecho, se derrumba como un muñeco de trapo sobre la hierba mojada y se encoge en posición fetal. La transición ha durado menos de diez segundos.
—No digas eso, Dios —solloza e implora mientras sus manos siguen tirando con fuerza de ambas orejas—. ¡Por favor… por favor… no me des la espalda! ¡Ayúdame a interpretar el Libro! ¡Por favor!
—¡Sigue escondiéndote, Wes! —grita El Romano más fuerte que antes.
Me pongo en pie y atisbo entre las ramas de los arbustos, hacia el sendero de piedra flanqueado de árboles, haciendo un esfuerzo para ver alguna forma bajo la débil luz. Al final del sendero, en la base del viejo ficus, alcanzo a divisar dos figuras en el momento en que El Romano golpea con la rodilla el rostro de Lisbeth y ella sale despedida hacia atrás. Justo detrás de ellos, la primera dama está vuelta de espaldas. Al verla, tendría que estar furioso, echar espuma por la boca. Pero, cuando estudio su nuca erguida, todo lo que siento es un escalofrío amargo y vacío. Necesito llegar hasta Lis…
—¡Sé que estás ahí, Wes! —se burla El Romano. Por primera vez, me cabrea.
Lisbeth aún está…
—¡Tu amiga está herida, Wes! —añade El Romano—. ¡Pregúntale!
Mi cuerpo se tensa dispuesto a correr, pero algo tira de mis pantalones. Y oigo un clic familiar.
Detrás de mí, Nico se levanta del barro —apoyándose en una rodilla y luego en la otra—, su cuerpo alto y fibroso desplegándose como una construcción de Lego. Tiene el pelo negro y corto empapado y pegado a la cabeza, mientras la pistola apunta a mi pecho.
—Nico, suéltame.
—Tú eres mi portador de la cruz, Wesley —dice y las lágrimas ruedan por sus mejillas—. Dios te eligió a ti. Para mí.
—¡Tu amiga está sangrando mucho, Wes! —grita El Romano.
Lisbeth también grita algo, pero estoy tan concentrado en Nico que no entiendo lo que dice.
—Nico, escúchame, sé que has podido oírlos…
—¡El portador de la cruz lleva el peso! —Sonríe con una expresión dulce y apunta la pistola a su cabeza—. ¿Cogerás mi cuerpo cuando caiga?
—Nico, no…
—¿Me cogerás cuando caiga, y alcance la gracia de Dios… Tú, portador de la cruz…?
Nico baja el arma y luego vuelve a alzarla, apoyándola contra su sien. Oigo los gemidos de dolor de Lisbeth.
—Dios te envió para que la salvaras, ¿verdad? —Nico me mira, inmóvil, con la pistola aún apoyada en su cabeza—. Sálvame también a mí, ángel mío.
Detrás de nosotros, el tren hace sonar su sirena, tan cerca que resulta casi ensordecedor. Nico aprieta los labios con fuerza, tratando de contener las lágrimas. Pero veo el temblor que agita su barbilla. Para mí, es evidente; para él es abrumador. Con los ojos desorbitados vuelve a apuntarme con la pistola para impedir que me escape.
No me importa.
—Soy inocente —le digo mientras avanzo hacia él. Nico sabe que es una advertencia.
—Nadie es inocente, papá.
«¿Papá?»
—El señor se apiada de mi hijo —continúa, mientras la pistola se mueve del pecho a mi cabeza y apunta nuevamente al pecho. Está llorando otra vez. Está sufriendo terriblemente—. Tú lo entiendes, papá, ¿verdad? —implora—. Tenía que hacerlo. Ellos me dijeron… ¡Mamá me dijo que debía seguir el Libro! ¡Por favor, dime que lo entiendes!
—S… sí —digo mientras apoyo una mano sobre su hombro—. Por supuesto que lo entiendo, hijo.
Nico se echa a reír y las lágrimas bañan sus mejillas.
—Gracias —dice, apenas capaz de contenerse mientras aferra las cuentas del rosario que pende de su cuello—. Lo sabía… sabía que tú serías mi ángel.
Me vuelvo hacia la izquierda y miró a través de un claro entre los arbustos. El Romano apunta a Lisbeth con su pistola.
—¡Nico, muévete! —digo, al tiempo que paso junto a él. Todo lo que necesito es…
¡Blam!
Salto hacia atrás cuando El Romano dispara. Al final del sendero de piedra, una diminuta supernova de luz rompe la oscuridad como una súbita luciérnaga, luego desaparece.
Echo a correr a toda velocidad.
Lisbeth ya está gritando.
—No me crees, ¿verdad? —le preguntó Boyle a Rogo mientras la furgoneta blanca enfilaba por Griffin Road.
—¿Acaso importa lo que yo piense? —contestó Rogo mirando a través del parabrisas—. Vamos, simplifica las cosas.
La furgoneta voló atravesando el cruce con la 25th Avenue y Rogo miró por el espejo retrovisor para ver si alguien los seguía.
—Es necesario que oigas lo que tengo que decir, Rogo. Si algo me sucede… Alguien tiene que saber lo que ellos hicieron.
—¿Y no pudiste simplemente escribir una carta al director del periódico como hace todo el mundo? —Cuando Boyle no contestó, Rogo meneó la cabeza y volvió a mirar por el retrovisor. El edificio blanco de los Marshals era apenas un punto blanco en el horizonte—. ¿De modo que todo este tiempo estuviste en el Programa de Protección de Testigos?
—Ya te lo he dicho, con los del WITSEC —le aclaró Boyle—. Ellos no reconocen su existencia. Pero una vez que le conté a Manning lo que estaba ocurriendo… habitualmente al presidente sólo le basta una llamada para hacer que sucedan las cosas. Manning necesitó hacer tres llamadas para que me aceptaran en el programa.
—¿Y lo hacen con frecuencia? ¿Quiero decir, hacerles creer a las familias que sus seres queridos están muertos?
—¿Cómo crees que lleva adelante el gobierno sus casos de terrorismo contra esos maníacos suicidas? ¿Crees acaso que alguno de esos testigos habría hablado si el Departamento de Justicia no le hubiese garantizado su seguridad? En el mundo hay animales, Rogo. Si Los Tres, Los Cuatro, comoquiera que se hagan llamar… si hubiesen pensado que estaba vivo y oculto, les hubiesen cortado el cuello a mi esposa y a mis hijos y después se habrían bebido unas cervezas.
—Pero mentirle a la gente de esa manera…