¡Bang! ¡Bang!
Unas piedras pequeñas me azotan el rostro. El Romano afloja la presión y caigo sobre la hierba mojada, tosiendo y revolviéndome mientras el aire entra nuevamente en mis pulmones.
Encima de mí, el borde superior de la lápida del esposo está mellado por una de las balas. Miro a El Romano, quien se vuelve para mirarme. Sus ojos azules se mueven ansiosamente. Hay un nuevo orificio en su camisa, en el centro del pecho. Pero nada de sangre. Se tambalea hacia atrás, pero no por mucho tiempo.
A mi izquierda, a unos pasos de distancia, Lisbeth está en pie y respira agitadamente, con la mano cubierta de sangre mientras sostiene la pistola de El Romano. Cuando la baja, ella cree que ha ganado.
—Lisbeth… —boqueo—. ¡Lleva un chaleco antibalas!
Lisbeth enarca las cejas.
Gruñendo como un leopardo, El Romano se abalanza sobre ella.
Lisbeth, aterrada, levanta la pistola y dispara dos veces. Ambos proyectiles alcanzan a El Romano nuevamente en el pecho. Pero se mueve tan de prisa que los impactos apenas si lo frenan. Cuando llega hasta Lisbeth, coge la pistola. Ella aprieta el gatillo una última vez y, tras la detonación, la bala desgarra el costado del cuello de El Romano. Pero su furia es tan grande que no creo que lo haya sentido. Lisbeth retrocede y ni siquiera puede gritar. El Romano ya está encima de ella.
Arrancándole la pistola de las manos, El Romano le hace un placaje y ambos caen sobre el sendero de piedra. La cabeza de Lisbeth golpea contra el pavimento. Su cuerpo queda inmóvil. Pero El Romano no quiere correr riesgos y apoya el antebrazo con fuerza contra su garganta. Sus piernas no se agitan, sus brazos están laxos al costado del cuerpo.
Recuperándome, me pongo en pie y busco con las manos entre la hierba los trozos de granito desprendidos del borde de la tumba. En otro momento no tendría ninguna posibilidad contra un gigante de casi dos metros y cien kilos entrenado por el Servicio Secreto. Pero en este momento, El Romano está herido. Y yo tengo un trozo de granito en la mano. Mientras corro hacia él, El Romano sigue inclinado encima de Lisbeth. No sé si puedo vencerlo, pero sí sé que le dejaré una jodida marca.
Llevando el trozo de granito hacia atrás, aprieto los dientes y golpeo la parte de atrás de la cabeza de El Romano con todas las fuerzas que me quedan. El trozo de granito tiene la forma de un ladrillo partido por la mitad, con una pequeña punta en la esquina. La punta alcanza a El Romano detrás de la oreja. Sólo su grito merece la pena… un gruñido gutural y lastimero que ni siquiera él puede contener.
Debo decir en su favor que, mientras se lleva la mano a la cabeza, no se derrumba. En cambio, recupera el equilibrio, se vuelve hacia mí y trata de levantarse. Antes de que pueda volverse del todo, le atizo otra vez, golpeándolo con el trozo de granito en pleno rostro. Trastabilla hacia atrás y cae sobre el culo. Pero no cejo en mi empeño. Tomando buena nota de su proceder, lo cojo de la pechera de la camisa, lo atraigo hacia mí y apunto al corte que tiene encima del ojo. Luego alzo el trozo de granito y vuelvo a golpearlo. La sangre brota rápidamente de la herida.
Un hilo de baba cae de mi labio inferior como si fuese una hebra de seda. Él es la causa de que no pueda cerrar la boca, me digo mientras vuelvo a golpearlo, dirigiendo la punta de granito hacia la herida de la ceja y contemplo la sangre que cubre un lado de su rostro. Como yo. Como la mía.
Sus ojos se ponen en blanco. Vuelvo a golpearlo, decidido a ampliar la herida. La baba sigue cayendo de mi boca y lo golpeo con más fuerza que nunca. Quiero que sepa. Quiero que lo vea. Cada golpe le arranca otro trozo de piel. Quiero que viva con ello. ¡Quiero que vuelva la cara ante su propio reflejo en las lunas de los escaparates! Quiero que…
Me detengo allí mismo, el brazo a mitad del golpe, mi pecho subiendo y bajando mientras recupero el aliento. Bajo el puño con el trozo de granito, me enjugo la saliva del labio y vuelvo a sentir que la lluvia me gotea de la nariz y la barbilla.
No se lo desearía a nadie.
Y con eso suelto la camisa de El Romano, quien se derrumba sobre mis zapatos.
El trozo de granito cae de mis manos y golpea contra el sendero. Me vuelvo hacia Lisbeth, quien sigue tendida en la hierba detrás de mí. Tiene el brazo doblado de una manera extraña sobre la cabeza. Me arrodillo y observo su pecho. No se mueve.
—¿Lisbeth, estás…? ¿Puedes oírme? —grito, poniéndome de rodillas.
No responde.
Oh, Dios. No, no, no…
Le cojo el brazo para comprobar el pulso. No siento nada. Sin perder un segundo, levanto su cabeza, la inclino hacia atrás, le abro la boca y…
—¡Aggg!
Me aparto ante el sonido y Lisbeth tose violentamente. Su mano derecha se cubre instintivamente la boca. Pero la izquierda permanece quieta y en esa posición extraña sobre la cabeza.
Lisbeth escupe y tiene un par de arcadas mientras la sangre vuelve a sus mejillas.
—¿Es… estás bien? —le pregunto.
Vuelve a toser con fuerza. Eso es bueno. Mirando hacia un lado, Lisbeth descubre el cuerpo inmóvil de El Romano tendido a un par de metros de nosotros.
—Pero tenemos que…
—Relájate —le digo.
Ella menea la cabeza, más insistente que nunca.
—Pero ¿qué pasa con…?
—Tranquila. Lo tenemos, ¿de acuerdo?
—A él no, Wes… a ella. —Siento un nudo en la garganta mientras la lluvia sigue cayendo sobre mis hombros—. ¿Dónde está la primera dama?
Caminando rápidamente por la acera, protegiéndose con el paraguas, la primera dama miró de reojo. Detrás de ella, en el cementerio, oyó otros dos disparos. No se detuvo. Perdió el paso un momento, se recuperó y continuó alejándose sin dejar de temblar.
Ella sabía que las cosas acabarían así. Incluso cuando todo estaba tranquilo, incluso cuando se dio cuenta con quién se había aliado, ella supo que nunca saldría bien. No había ninguna forma de escapar de ese error.
Otros dos disparos rompieron el silencio, luego un tercero que resonó entre las altas copas de los árboles. Se encogió con cada estampida. ¿Era El Romano o…? No quería que Wes muriese. Junto con Boyle, el hecho de que Wes resultase herido aquel día en la pista de carreras era un peso que nunca había podido quitarse de encima, a pesar de todos los años que habían pasado desde entonces. Por eso siempre intentó apoyarlo… por eso no se opuso a que su esposo volviese a llamarlo. Pero ahora que Wes conocía la verdad… Meneó la cabeza. No. Estaba atrapada. Lo estaba. Y sólo trataba de ayudar.
La primera dama dobló a la derecha al llegar a la esquina, sus tacones altos resonando en el pavimento cuando entró en el pequeño aparcamiento que se encontraba en la parte sur del cementerio. A esa hora el lugar estaba desierto… excepto por el Chevy Suburban negro en el que había llegado con El Romano.
Apuró al paso hacia la puerta del conductor, la abrió y se deslizó detrás del volante. Ya había comenzado a preparar su versión de la historia. Con Nico allí, con la herida en la mano de Lisbeth… esa parte era sencilla. A Estados Unidos le encanta culpar a los psicópatas. Y aunque Wes consiguiera salir con vida…
Repasando las diferentes variantes de la historia estiró la mano para ajustar el espejo retrovisor. Oyó un siseo en el asiento trasero. Un círculo negro del tamaño de una moneda apareció en el dorso de la mano de la primera dama al tiempo que el retrovisor se hacía añicos. Al principio ni siquiera lo sintió. En los escasos trozos de cristal que quedaban sujetos al marco alcanzó a ver una figura familiar en el asiento trasero, con los dedos aferrados al rosario.
—La vi cuando llegó con el coche —dijo Nico con voz tranquila.
—Oh, Dios… ¡Mi mano! —gritó ella, mirándola y cogiéndose la palma herida mientras una terrible punzada de dolor le ascendía hasta el codo.
—Es más alta de lo que había imaginado. Usted estaba sentada durante las audiencias.
—Por favor —imploró ella, las lágrimas inundando los ojos mientras la mano se entumecía—. Por favor, no me mate.
Nico no se movió, sosteniendo la pistola con la mano derecha sobre su regazo.
—Me sorprendió verla en compañía del Número Uno. ¿Cómo lo llamaron? ¿El Romano? Él también me ha hecho daño.
A través del espejo retrovisor roto, la primera dama vio que Nico se miraba la parte superior de la caja torácica, donde había sido herido por el disparo de El Romano.
—
Sí
… sí, por supuesto —insistió la primera dama—. El Romano nos ha hecho daño a los dos, Nico. Él me amenazó… me obligó a venir con él o si no…
—Dios también me hirió —la interrumpió Nico. Su mano izquierda aferraba el rosario y el pulgar izquierdo ascendía lentamente por las cuentas de madera hasta llegar a la estampa de María—. Dios me quitó a mi madre.
—Nico, usted… —Su voz se quebró—. ¡Dios! Por favor, Nico… todos hemos perdido…
—Pero fueron Los Tres quienes me quitaron a mi padre —añadió al tiempo que alzaba la pistola y la apoyaba en la cabeza de la primera dama—. Ése fue mi error. No el destino. Tampoco los masones. Los Tres se lo llevaron. Cuando me uní a ellos… lo que hice en su nombre… ¿no lo entiende? Interpreté mal el Libro. Por eso Dios tuvo que enviarme a un ángel.
Temblando sin poder controlarse, la primera dama levantó las manos en el aire e hizo un esfuerzo para mirar detrás de ella. Si pudiera darse la vuelta, conseguir que él la mirase a la cara, que la viese como a un ser humano…
—¡Por favor… por favor, no haga esto! —rogó ella, mirando a Nico y luchando por contener las lágrimas. Había pasado casi una década desde que la asaltó por última vez un llanto profundo. Fue poco después de abandonar la Casa Blanca, cuando regresaron a su hogar en Florida, celebraron una pequeña conferencia de prensa en el jardín y se dieron cuenta, una vez que todos se hubieron marchado, de que estaban solos y tendrían que recoger las tazas de plástico desechables en las que los periodistas habían bebido café y que estaban diseminadas por el jardín—. No puedo morir así —añadió entre sollozos.
Nico, impertérrito, siguió apuntando con su pistola a la cabeza de la primera dama.
—Pero no fueron solamente Los Tres, ¿verdad? Escuché lo que dijo esa periodista, doctora Manning. Lo sé. Los Cuatro. Eso fue lo que ella dijo, ¿verdad? Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro.
—Nico, eso no es verdad.
—Lo escuché. Usted es la Cuatro.
—No… ¿por qué iba yo a…?
—Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro —insistió él mientras sus dedos contaban cuatro cuentas del rosario.
—Por favor, Nico, tiene que escucharme…
—Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro. —Sus dedos continuaban contando tranquilamente, cuenta a cuenta. Ya estaba a mitad del rosario. Sólo quedaban dieciséis cuentas—. Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro. Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro.
—¡¿Por qué no me escucha?! —sollozó la primera dama—. Si usted… yo puedo… puedo conseguirle ayuda…
—Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro.
—… yo puedo… yo incluso… —Su voz se aceleró—. Puedo decirle cómo murió su madre.
Nico dejó de repetir su letanía. Movió la cabeza hacia un lado, pero su expresión se mantuvo imperturbable.
—Miente.
Se produjo un siseo y un paf, como si hubiese explotado un melón. La parte interior del parabrisas quedó salpicada de sangre.
La primera dama se derrumbó hacia un lado y lo que quedaba de su cabeza chocó contra el volante.
Sin reparar apenas en ello, Nico se llevó el cañón de la pistola a la sien.
—Su destino es el mío, doctora Manning. Voy a encontrarla en el infierno.
Sin cerrar los ojos, Nico apretó el gatillo.
Clic.
Volvió a apretarlo.
Clic.
«Vacío… está vacío», comprendió, mirando el arma. Una risa nerviosa y entrecortada surgió de su garganta. Miró el techo del coche, luego nuevamente el arma, que pronto se tornó borrosa por las lágrimas que llenaron sus ojos.
Por supuesto, era una prueba para probar su fe. Una señal de Dios.
—Uno, Dos, Tres, usted es la Cuatro —susurró, su pulgar ascendiendo por las últimas cuentas y descansando en la imagen de la Virgen María. Asaltado por una sonrisa que ni siquiera él podía contener, Nico volvió a elevar la vista hacia el techo del coche, se llevó el rosario a los labios y lo besó—. Gracias… gracias, mi Señor.
La prueba, por fin, se había completado. El Libro ya podía cerrarse.
A las siete y diez de la mañana siguiente, bajo un cielo encapotado, me encuentro sentado en el asiento trasero de un Chevy Suburban negro que huele demasiado a coche nuevo, lo que me confirma que no forma parte de nuestra flota habitual. En otro momento, esa circunstancia resultaría emocionante. Después de lo ocurrido anoche, no.
En los asientos delanteros, ambos agentes permanecen sumidos en un incómodo silencio. Por supuesto que intercambiaron algunas frases amables conmigo —«¿Su cabeza está bien? ¿Cómo se siente?»—, pero conozco demasiado bien a los tíos del Servicio Secreto para saber cuándo han recibido órdenes de mantener la boca cerrada.
Cuando giramos hacia la izquierda en dirección a Las Brisas veo las furgonetas de la prensa y a los periodistas informando delante de las cámaras. Todos se acercan y empujan levemente la cinta amarilla al vernos llegar, pero la media docena de agentes que hay frente a la casa los mantienen a raya sin dificultad. A mi izquierda, mientras el coche pasa junto a los cuidados arbustos y el alto portón blanco se abre de par en par, una periodista de rasgos orientales está diciendo: «… una vez más: la ex primera dama Lenore Manning…», pero se aparta para dejarnos pasar.
Para los periodistas y la prensa en general, Lenore Manning está muerta y Nico la mató. Si ellos conocieran su participación en este asunto o lo que hizo, un ejército de agentes del Servicio Secreto no bastaría para contenerlos. El Servicio Secreto, fingiendo no tener pistas, dijo que, puesto que Nico seguía libre, pensaron que sería más seguro para mí permanecer en la casa de Manning. Es una bonita mentira. Y cuando los agentes han llamado esta mañana a mi puerta, yo casi me la he creído.
Cuando el portón se cierra lentamente detrás del coche, me cuido muy mucho de no volverme y darles la oportunidad de tener una imagen de mi rostro para los informativos de la mañana, especialmente con los cortes en la nariz y el ojo hinchado y amoratado. Estudio, en cambio, el camino que conduce hasta la familiar casa azul pálido. Flanqueando el Suburban, seis agentes que nunca he visto antes vigilan que el portón se cierre, asegurándose de que nadie consiga entrar en la propiedad. Luego, cuando abro la puerta y salgo del coche, todos me miran. Luego se dan la vuelta rápidamente, como si no supieran lo que está pasando. Pero soy un experto cuando se trata de detectar miradas persistentes. Cuando me dirijo a la puerta principal, todos me echan otra mirada.