Y Kivrin, quien según Mary estaba plenamente protegida. «Algo falla», había dicho Badri. ¿Se refería a esta infección? ¿Había advertido que se ponía enfermo mientras intentaba hacer el ajuste y fue corriendo al pub para decirles que había contagiado a Kivrin?
El pub. No había nadie allí, excepto el camarero. Y Finch, pero se había marchado antes de que llegara Badri. Dunworthy levantó la hoja y escribió el nombre de Finch en «Secundarios», y luego volvió a la primera página y escribió «camarero de El Cordero y la Cruz». El pub estaba vacío, pero las calles no. Vio a Badri mentalmente, abriéndose paso entre la multitud navideña, chocando con la mujer del paraguas de flores y dejando atrás al anciano y el niñito del terrier blanco. «Toda persona con la que haya tenido contacto», había dicho Mary. Miró a Mary, quien sostenía la muñeca de Gilchrist y hacía cuidadosas entradas en un registro. ¿Intentaría tomar muestras de sangre y temperatura a todas las personas que aparecieran en las listas? Era imposible. Badri había tocado o rozado o respirado junto a docenas de personas en su larga carrera hacia Brasenose, y ni Dunworthy ni el propio Badri reconocerían a ninguna de ellas. Sin duda había entrado en contacto con muchas más camino del pub, y cada una de ellas habría entrado en contacto… ¿con cuántas más en las tiendas abarrotadas?
Después escribió: «Gran número de consumidores y peatones, High Street (?)», trazó una línea, y trató de recordar las otras ocasiones en que había visto a Badri. No le había pedido que dirigiera la red hasta hacía dos días, cuando supo por Kivrin que Gilchrist pretendía utilizar a un estudiante de primer curso.
Badri acababa de volver de Londres cuando Dunworthy le telefoneó. Kivrin estaba en el hospital ese día para su último examen, lo cual era un alivio. No pudo tener ningún contacto con él entonces, y Badri había estado en Londres antes de eso.
El martes, Badri fue a ver a Dunworthy para decirle que había revisado las coordenadas del estudiante de primero y hecho una comprobación total de sistemas. Dunworthy no estaba allí, así que le dejó una nota. Kivrin había ido a Balliol el martes también, para enseñarle su disfraz, pero eso fue por la mañana. En su nota, Badri decía que pasaría toda la mañana en la red. Y Kivrin comentó que iba a ver a Latimer en el Bodleian por la tarde. Pero podría haber vuelto a la red después, o estado allí antes de ir a enseñarle la ropa.
La puerta se abrió, y la enfermera hizo pasar a Montoya. Tenía la cazadora terrorista y los vaqueros empapados. Debía de estar lloviendo todavía.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Mary, quien estaba etiquetando una ampolla con la sangre de Gilchrist.
—Por lo visto —dijo Gilchrist, sujetando un algodón contra su brazo—, el señor Dunworthy no hizo que su técnico fuera debidamente inoculado antes de dirigir la red, y ahora está en el hospital con una temperatura de treinta y nueve coma cinco. Al parecer sufre algún tipo de fiebre exótica.
—¿Fiebre? —preguntó Montoya, asombrada—. ¿No es treinta y nueve coma cinco una cifra baja?
—Son ciento tres grados Farenheit —explicó Mary, guardando la ampolla—. La infección de Badri probablemente sea contagiosa. Necesito hacerle algunas pruebas. Tendrá que anotar todos sus contactos y los de Badri.
—Muy bien —asintió Montoya. Se sentó en la silla que Gilchrist había dejado libre y se quitó la cazadora. Mary le pinchó el brazo y le insertó un nuevo vial y una jeringuilla desechable—. Acabemos pronto. Tengo que volver a la excavación.
—No puede volver —bufó Gilchrist—. ¿No se ha enterado? Estamos en cuarentena, gracias al descuido del señor Dunworthy.
—¿Cuarentena? —dijo ella, y se sacudió de forma que la jeringuilla le saltó. La idea de contraer una enfermedad no la había afectado en absoluto, pero la mención de la cuarentena, sí—. Tengo que volver —suplicó a Mary—. ¿Significa eso que tengo que quedarme aquí?
—Hasta que tengamos los resultados de los análisis de sangre —dijo Mary, intentando encontrar una vena.
—¿Cuánto tardará eso? —preguntó Montoya, intentando mirar su digital con el brazo en que trabajaba Mary—. El tipo que me trajo ni siquiera me dejó cubrir la excavación o conectar los calefactores, y allí está lloviendo a cántaros. La excavación se llenará de agua si no voy.
—Lo que se tarde en obtener las muestras de sangre de todos ustedes y hacer un recuento de anticuerpos —respondió Mary, y Montoya debió de captar el mensaje, porque enderezó el brazo y lo dejó quieto.
Mary llenó un vial con su sangre, le dio un temp, y le colocó un taquiobrazalete. Dunworthy la observó, preguntándose si se estaba ajustando a la verdad. No había dicho que Montoya pudiera marcharse después de los resultados de los análisis, sólo que tenía que quedarse allí hasta que estuvieran listos. ¿Y luego qué? ¿Los llevarían a un pabellón de aislamiento juntos o por separado? ¿O les administrarían algún tipo de medicación? ¿O harían más pruebas?
Mary le quitó a Montoya el taquiobrazalete y le tendió el último fajo de impresos.
—¿Señor Latimer? Usted es el siguiente.
Latimer se levantó, con los papeles en la mano. Los miró confundido, luego los dejó sobre la silla en que había estado sentado y se dirigió a Mary. A mitad de camino, se dio la vuelta y regresó a por la bolsa de compras de Mary.
—Oh, gracias —dijo ella—. Déjela junto a la mesa, ¿quiere? Estos guantes están esterilizados.
Latimer soltó la bolsa, volcándola un poco. El extremo de la bufanda cayó al suelo. Metódicamente, la recogió.
—Me había olvidado por completo de que la había dejado allí —dijo Mary, observándole—. Con tanto ajetreo, yo… —Se llevó a la boca la mano enguantada—. ¡Oh, Dios mío! ¡Colin! Me había olvidado de él. ¿Qué hora es?
—Las cuatro cero ocho —dijo Montoya, mirando su digital.
—Y él llegaba a las tres —exclamó Mary, levantándose y derribando los frascos de sangre.
—Al ver que no estabas allí, tal vez se haya ido a tu casa —dijo Dunworthy.
Mary sacudió la cabeza.
—Es la primera vez que visita Oxford. Por eso le dije que iría a recibirlo. No me he acordado de él hasta ahora —dijo, casi para sí.
—Bueno, entonces todavía estará en la estación de metro. ¿Voy y lo recojo?
—No. Has estado expuesto.
—Telefonearé a la estación, entonces. Puedes decirle que coja un taxi hasta aquí. ¿Adonde venía? ¿A Cornmarket?
—Sí, Cornmarket.
Dunworthy llamó a información, consiguió contactar a la tercera llamada, obtuvo el número en la pantalla, y llamó a la estación. La línea estaba ocupada. Pulsó la tecla de desconexión y volvió a marcar el número.
—¿Colin es su nieto? —preguntó Montoya. Había apartado los papeles. Los demás no parecían prestar atención a este último incidente. Gilchrist iba llenando los impresos y ponía mala cara, como si todo aquello fuera un ejemplo más de negligencia e incompetencia. Latimer estaba pacientemente sentado junto a la bandeja, con la manga subida. La auxiliar seguía dormida.
—Colin es mi sobrino nieto —explicó Mary—. Venía en el metro para pasar la Navidad conmigo.
—¿A qué hora se impuso la cuarentena?
—A las tres y diez —respondió Mary.
Dunworthy alzó la mano para indicar que había conseguido comunicar.
—¿Es la estación de metro de Cornmarket? —dijo. Evidentemente, lo era. Se veían las puertas y a una muchedumbre tras un jefe de estación de aspecto irritado—. Es para informarme acerca de un chico que venía en el metro a las tres. Tiene doce años. Venía de Londres —Dunworthy colocó la mano sobre el receptor y preguntó a Mary—: ¿Qué aspecto tiene?
—Es rubio, con los ojos azules. Alto para su edad.
—Alto —dijo Dunworthy, intentando hacerse oír por encima del bullicio de la multitud—. Se llama Colin…
—Templer —añadió Mary—. Deirdre dijo que tomó el metro en Marble Arch a la una.
—Colin Templer. ¿Le ha visto?
—¿Qué demonios quiere decir con eso? —gritó el jefe de estación—. Hay quinientas personas en esta estación y usted quiere saber si he visto a un niño pequeño. Mire este caos.
La visual mostró bruscamente una multitud congregada. Dunworthy la observó, buscando a un chico alto, con cabello rubio y ojos azules. Luego la imagen volvió al jefe de estación.
—Hay una cuarentena temporal —gritó por encima del rugido que parecía intensificarse por momentos—, y tengo la estación llena de gente que quiere saber por qué han parado los trenes y por qué no hago algo al respecto. Ya no sé cómo impedir que destrocen este lugar. No puedo ocuparme de un niño.
—Se llama Colin Templer —gritó Dunworthy—. Su tía abuela tenía que encontrarse allí con él.
—Bien, ¿entonces por qué no lo hace y me quita un problema de encima? Tengo una muchedumbre enfurecida que quiere saber cuánto tiempo va a durar la cuarentena y por qué no hago nada. —La comunicación se cortó bruscamente. Dunworthy se preguntó si había colgado o si algún comprador furioso le había arrancado el teléfono de la mano.
—¿Le ha visto el jefe de estación? —preguntó Mary.
—No. Tendrás que enviar a alguien a recogerlo.
—Sí, claro. Enviaré a un miembro del personal —suspiró ella, y se marchó.
—La cuarentena se impuso a las tres y diez, y el chico no debía llegar hasta las tres —intervino Montoya—. Tal vez llegó tarde.
Esta posibilidad no se le había ocurrido a Dunworthy. Si la cuarentena se había declarado antes de que el tren llegara a Oxford, habría sido detenido en la estación más cercana y los pasajeros desviados o devueltos a Londres.
—Vuelva a llamar a la estación —pidió, tendiéndole el teléfono. Le dio el número—. Dígales que su tren salió de Marble Arch a la una. Haré que Mary telefonee a su sobrina. Tal vez Colin ya haya vuelto.
Salió al pasillo para pedirle a la enfermera que localizara a Mary, pero no estaba allí. Mary debía de haberla enviado a la estación.
No había nadie en el pasillo. Miró en la cabina que había utilizado antes y luego marcó el número de Balliol. Después de todo, cabía la remota posibilidad de que Colin hubiera ido al apartamento de Mary. Enviaría a Finch allí y, si no lo encontraba, que se dirigiera a la estación. Era muy probable que hiciera falta más de una persona para localizar al chico en aquel lío.
—Hola —dijo una mujer.
Dunworthy miró con el ceño fruncido al número que había marcado, pero no se había equivocado.
—Estoy intentando localizar al señor Finch en Balliol College.
—No está aquí ahora mismo —respondió la mujer, obviamente americana—. Soy la señora Taylor. ¿Quiere dejarle un mensaje?
Debía de ser una de las campaneras. Era más joven de lo que esperaba, poco más de treinta años, y parecía muy delicada para dedicarse a tocar campanas.
—¿Podría decirle que llame al señor Dunworthy al hospital en cuanto regrese, por favor?
—Señor Dunworthy. —Ella lo anotó, y entonces alzó bruscamente la cabeza—. Señor Dunworthy —repitió con un tono de voz absolutamente distinto—, ¿es usted la persona responsable de que estemos prisioneras aquí?
No había ninguna buena respuesta a eso. No tendría que haber llamado al salón común. Había enviado a Finch al despacho del administrador.
—El Ministerio de Sanidad instaura cuarentenas temporales en casos de enfermedad no identificada. Es una medida preventiva. Lamento que les haya causado inconveniencias. He dado instrucciones a mi secretario para que su estancia sea agradable, y si hay algo que pueda hacer por ustedes…
—¿Hacer? ¿Hacer? Puede llevarnos a Ely, eso es lo que puede hacer. Mis campaneras tenían que dar un concierto en la catedral a las ocho, y mañana debemos estar en Norwich. Vamos a tocar un repique en Nochebuena.
Dunworthy no estaba dispuesto a ser quien le anunciara que no iban a estar en Norwich al día siguiente.
—Estoy seguro de que en Ely ya son conscientes de la situación, pero puedo telefonear a la catedral y explicar…
—¡Explicar! Tal vez le gustaría explicármelo a mí también. No estoy acostumbrada a verme privada de mis libertades civiles de esta forma. En Estados Unidos, nadie soñaría con decir dónde puedes y no puedes ir.
Y más de treinta millones de norteamericanos murieron durante la Pandemia como resultado de esa forma de pensar.
—Le aseguro, señora, que la cuarentena es solamente para protegerlas, y que todas las fechas de sus conciertos volverán a fijarse. Mientras tanto, Balliol se enorgullece de tenerlas como invitadas. Deseo de todo corazón conocerla en persona. Su reputación la precede.
Y si eso fuera cierto, pensó, le habría dicho queOxford estaba en cuarentena cuando escribió solicitando permiso para venir.
—No hay manera de volver a fijar un repique de Nochebuena. íbamos a tocar un repique nuevo, el
Chicago Surprise Minor
. La Capilla de Norwich cuenta con que estemos allí, y le aseguro que…
Dunworthy pulsó el botón de desconexión.
Finch probablemente estaba en el despacho del administrador, buscando los archivos médicos de Badri, pero Dunworthy no pensaba arriesgarse a encontrarse con otra campanera. En cambio, buscó el número de Transportes Regionales y empezó a marcarlo.
La puerta del fondo del pasillo se abrió y apareció Mary.
—Estoy intentando con Transportes Regionales —anunció Dunworthy, mientras terminaba de marcar el número. Le pasó el teléfono.
Ella lo rechazó, sonriendo.
—No importa. Acabo de hablar con Deirdre. El tren de Colin fue detenido en Barton. Los pasajeros fueron llevados de vuelta a Londres. Ella va a ir a Marble Arch a recogerlo. —Suspiró—. Deirdre no parecía muy contenta. Pensaba pasar la Navidad con la familia de su nuevo compañero, y creo que prefería que el niño no estuviera presente, pero qué se le va a hacer. Me alegro de que no se vea mezclado en todo esto.
Él pudo percibir el alivio en su voz. Recogió el teléfono.
—¿Tan malo es?
—Acabamos de recibir la identificación preliminar. Es un mixovirus tipo A, sin ninguna duda. Gripe.
Él esperaba algo peor, alguna fiebre del Tercer Mundo o un retrovirus. Había sufrido la gripe en los días anteriores a las antivirales. Se había sentido fatal, congestionado, febril y dolorido durante unos cuantos días, y luego se recuperó simplemente a base de descansar y tomar líquidos.
—¿Retirarán la cuarentena, entonces?
—No, hasta que tengamos los archivos médicos de Badri. Sigo esperando que se haya saltado su última dosis de antivirales. De lo contrario, tendremos que esperar hasta que localicemos la fuente.