—Sí, señor. En la A4158. ¿He de alojar a las americanas en Salvin, señor? William Gaddson y Tom Gailey están en la escalera norte, pero están pintando Basevin.
—No entiendo nada —refunfuñó Dunworthy—. ¿Por qué los detuvieron?
—La cuarentena —explicó Finch, sorprendido—. Podría alojarlas en Fisher’s. Han desconectado la calefacción durante las vacaciones, pero podrían encender las chimeneas.
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RANSCRIPCIÓN
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IBRO
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UICIO
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INAL
(000618-000735)
He vuelto al punto de llegada. Está un poco apartado de la carretera. Voy a arrastrar la carreta hasta el camino para que las posibilidades de que me vean sean mayores, pero si no aparece nadie en la próxima media hora, pienso ir caminando a Skendgate, que he localizado gracias a las campanadas de vísperas.
Estoy experimentando un considerable desajuste temporal. Me duele mucho la cabeza y sigo teniendo escalofríos. Los síntomas son peores de lo que me habían advertido Badri y la doctora Ahrens. Sobre todo el dolor de cabeza. Me alegro de que la aldea no quede lejos.
Cuarentena. Por supuesto, pensó Dunworthy. El auxiliar médico enviado a recoger a Montoya, y las preguntas de Mary acerca de Paquistán, y todos ellos en aquella habitación aislada con una enfermera vigilando la puerta. Por supuesto.
—Entonces, ¿le parece bien Salvin para las americanas? —preguntaba Finch.
—¿Dijo la policía el motivo de la cuaren…? —se interrumpió. Gilchrist le observaba, pero a Dunworthy no le parecía que pudiera ver la pantalla desde donde estaba. Latimer se encontraba junto al carrito de té, intentando abrir un paquete de azúcar. La auxiliar médico dormía—. ¿Dijo la policía por qué se habían tomado esas precauciones?
—No, señor. Sólo que se trataba de Oxford y sus inmediaciones, y que contactara con el Ministerio de Sanidad para recibir instrucciones.
—¿Lo hizo usted?
—No, señor, lo he estado intentando. No puedo comunicar. Todas las líneas están ocupadas. Las americanas han intentado llamar a Ely para cancelar su concierto, pero las líneas están saturadas.
Oxford e inmediaciones. Eso significaba que habían detenido el metro también, y el tren bala a Londres, además de bloquear todas las carreteras. No era de extrañar que las líneas estuvieran saturadas.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Cuándo iban ustedes hacia Iffley?
—Fue un poco después de las tres, señor. He estado telefoneando desde entonces, intentando localizarle, y luego pensé que ya lo sabría. Llamé al hospital y luego empecé a hacerlo a todos los hospitales.
No lo sabía, pensó Dunworthy. Intentó recordar las condiciones necesarias para establecer una cuarentena. Las regulaciones originales la exigían en cada caso de «enfermedad no identificada o sospecha de contagio», pero habían sido aprobadas en la primera histeria tras la Pandemia, y desde entonces habían sufrido enmiendas y recortes, de modo que Dunworthy no tenía ni idea de dónde se encontraban ahora.
Sí sabía que unos años antes habría sido «identificación absoluta de una peligrosa enfermedad infecciosa», porque en los periódicos hubo un alboroto cuando la fiebre de Lasa se reprodujo durante tres semanas en un pueblo de España. Los médicos locales no habían identificado el virus, y todo se redujo a un incremento de las regulaciones, pero no sabía si habían tenido éxito.
—¿Les asigno entonces habitaciones en Salvin, señor? —insistió Finch.
—Sí. No. Alójelas en la sala común júnior por ahora. Podrán practicar su ritmo o lo que quiera que hagan. Consiga el archivo de Badri y telefonee. Si las líneas están ocupadas, será mejor que llame a este número. Estaré aquí aunque la doctora Ahrens se vaya. Y luego averigüe qué ha sido de Brasingame. Localizarlo es más importante que nunca. Puede asignar más tarde las habitaciones a las americanas.
—Están muy molestas, señor.
Yo también, pensó Dunworthy.
—Dígale a las americanas que averiguaré lo que pueda sobre la situación y llamaré. —Vio cómo la pantalla se volvía gris.
—Se muere de ganas por informar a Basingame de lo que considera un fallo de Medieval, ¿eh? —masculló Gilchrist—. A pesar de que ha sido su técnico quien ha puesto en peligro este lanzamiento consumiendo drogas, un hecho del que puede estar seguro que informaré al señor Basingame a su retorno.
Dunworthy miró a su digital. Eran las cuatro y media. Finch había dicho que los habían detenido poco después de las tres. Una hora y media. Oxford sólo había tenido dos cuarentenas en los últimos años. Una había resultado ser una reacción alérgica a una inyección, y la otra nada más que una broma estudiantil. Las dos fueron canceladas en cuanto tuvieron los resultados de los análisis de sangre, que no habían tardado ni un cuarto de hora. Mary había extraído sangre en la ambulancia. Dunworthy había visto al auxiliar tender los frascos al encargado cuando llegaron a Admisiones. Había habido tiempo de sobra para obtener los resultados.
—Estoy seguro de que al señor Basingame también le interesará oír que fue su fallo en hacer los análisis a su técnico lo que puso en peligro este lanzamiento —prosiguió Gilchrist.
Dunworthy tendría que haber reconocido los síntomas como infección. La baja presión sanguínea de Badri, su respiración entrecortada, la elevada temperatura. Mary incluso había dicho en la ambulancia que tenía que ser una infección de algún tipo para tener una temperatura tan alta, pero él había supuesto que se refería a una infección localizada, estafilococos o inflamación del apéndice. ¿Y qué enfermedad podría ser? La viruela y el tifus habían sido erradicados ya en el siglo
XIV
, y la polio en éste. Las bacteriales no tenían ninguna oportunidad contra los anticuerpos, y las antivirales funcionaban tan bien que nadie sufría ya ni un resfriado.
—Parece muy extraño que después de preocuparse tanto por las precauciones que tomaba Medieval, ni siquiera se le ocurriera examinar a su técnico en busca de drogas —machacó Gilchrist.
Tenía que ser una enfermedad del Tercer Mundo. Mary había hecho todas aquellas preguntas sobre si Badri había salido de la Comunidad, sobre sus parientes paquistaníes. Pero Paquistán no pertenecía al Tercer Mundo, y Badri no podría haber salido de la Comunidad sin ponerse toda una serie de vacunas. Y no había salido de la CEE. A excepción de aquel trabajo en Hungría, había pasado en Inglaterra todo el trimestre.
—Quisiera utilizar el teléfono —decía Gilchrist—. Estoy de acuerdo en que necesitamos a Basingame para encauzar las cosas.
Dunworthy aún tenía el teléfono en la mano. Lo miró parpadeando, sorprendido.
—¿Pretende impedirme que telefonee a Basingame? —dijo Gilchrist.
Latimer se levantó.
—¿Qué pasa? —dijo, los brazos extendidos como si pensara que Dunworthy podría abalanzarse hacia ellos—. ¿Qué ocurre?
—Badri no está drogado —respondió Dunworthy a Gilchrist—. Está enfermo.
—No comprendo cómo puede asegurarlo sin haber hecho un análisis —replicó Gilchrist, mirando el teléfono.
—Estamos en cuarentena —declaró Dunworthy—. Es una especie de enfermedad infecciosa.
—Es un virus —terció Mary desde la puerta—. No lo hemos secuenciado todavía, pero los resultados preliminares lo identifican como una infección viral.
Se había desabrochado el abrigo, que ahora ondeaba tras ella como la capa de Kivrin mientras entraba en la habitación. Llevaba una bandeja de laboratorio llena de equipo y bolsas de papel.
—Las pruebas indican que probablemente es un mixovirus —añadió, colocando la bandeja sobre una de las mesas del fondo—. Los síntomas de Badri coinciden con esta teoría: fiebre alta, desorientación, dolor de cabeza. Definitivamente, no es un retrovirus o un picornavirus, lo cual es una buena noticia, pero pasará algún tiempo antes de que lo identifiquemos plenamente.
Acercó dos sillas a la mesa y se sentó en una.
—Lo hemos notificado al World Influenza Centre de Londres y les hemos enviado muestras para que las identifiquen y secuencien. Hasta que tengamos una identificación positiva, se ha declarado una cuarentena temporal según especifican las regulaciones del Ministerio de Sanidad en casos de posibles condiciones epidémicas. —Se colocó un par de guantes impermeables.
—¡Una epidemia! —exclamó Gilchrist, dirigiendo una furiosa mirada a Dunworthy, como si lo acusara de haber preparado la cuarentena para desacreditar a Medieval.
—Posibles condiciones epidémicas —corrigió Mary, abriendo una de las bolsas de papel—. Todavía no hay epidemia. Badri es el único caso hasta el momento. Hemos hecho una comprobación por ordenador en la Comunidad, y no se han detectado otros casos con el perfil de Badri, lo cual también es buena noticia.
—¿Cómo puede tener una infección viral? —dijo Gilchrist, todavía mirando a Dunworthy—. Supongo que el señor Dunworthy no se molestó en comprobar eso tampoco.
—Badri es empleado de la Universidad —dijo Mary—. Debería haber pasado las habituales pruebas físicas y antivirales de principio de trimestre.
—¿No lo saben? —se exasperó Gilchrist.
—Administración está cerrada por Navidad. No he podido contactar con el administrador, y no puedo conseguir los archivos de Badri sin su número de la Seguridad Social.
—He enviado a mi secretario a la oficina de nuestro administrador para ver si tenemos copias en papel de los archivos de la Universidad —dijo Dunworthy—. Al menos deberíamos tener su número.
—Bien —asintió Mary—. Podremos averiguar mucho más sobre el tipo de virus con el que estamos tratando cuando sepamos qué antivirales ha recibido Badri y cuándo. Puede que tenga un historial de reacciones anómalas, y también es posible que se le haya pasado por alto una inoculación de temporada. ¿Conoces su religión? ¿Es neohindú?
Dunworthy negó con la cabeza.
—Es anglicano —respondió, sabiendo adonde quería llegar Mary. Los neohindúes creían que toda vida era sagrada, incluyendo los virus. Se negaban a ser vacunados o inoculados para no matar a los virus, si matar era la palabra adecuada. La Universidad les dejaba en paz en el terreno religioso, pero no les permitía vivir en un colegio mayor—. Badri tenía su certificación de principios de trimestre. Nunca le habrían permitido trabajar en la red sin ella.
Mary asintió, como si ya hubiera llegado por su cuenta a la misma conclusión.
—Como decía, es muy probable que se trate de una anomalía.
Gilchrist empezó a decir algo, pero se interrumpió cuando se abrió la puerta. La enfermera de guardia entró, llevando una mascarilla y una bata, y lápices y papel en las manos enguantadas.
—Como precaución, debemos examinar a todas aquellas personas que han estado en contacto con el paciente, para buscar anticuerpos. Necesitaremos muestras de sangre y temperatura, y será conveniente que cada uno de ustedes haga una lista de sus contactos y de los del señor Chaudhuri.
La enfermera tendió varias hojas de papel y un lápiz a Dunworthy. La hoja superior era un impreso de ingreso en el hospital. La de debajo estaba titulada «Primarios», y estaba dividida en columnas marcadas «Nombre, lugar, hora». La última hoja era igual, pero indicaba «Secundarios».
—Ya que Badri es nuestro único caso —explicó Mary—, le consideramos el caso índice. Todavía no tenemos un modo positivo de transmisión, así que deben apuntar ustedes a cualquier persona que haya tenido algún contacto con él, aunque fuese momentáneo. Todas aquellas personas con las que haya hablado, a las que haya tocado, o haya tenido algún contacto.
Dunworthy tuvo una súbita imagen de Badri inclinado sobre Kivrin, ajustándole la manga, moviéndole el brazo.
—Todos los que puedan haber quedado expuestos —concluyó Mary.
—Incluyéndonos a todos nosotros —dijo el auxiliar.
—Sí —afirmó Mary.
—Y Kivrin —señaló Dunworthy.
Por un momento, pareció como si ella no tuviese ni idea de quién era Kivrin.
—La señorita Engle recibió antivirales para todo el espectro, y potenciación de leucocitos-T —dijo Gilchrist—. No correrá ningún peligro, ¿verdad?
La doctora Ahrens vaciló sólo un instante.
—No. No tuvo ningún contacto con Badri antes de esta mañana, ¿verdad?
—El señor Dunworthy tan sólo me ofreció emplear a su técnico hace dos días —dijo Gilchrist, quien casi arrancó el lápiz y papel de las manos de la enfermera—. Por supuesto, yo asumí que el señor Dunworthy había tomado las mismas precauciones con sus técnicos que las que toma Medieval con los suyos. Sin embargo, es evidente que no lo hizo, y pueden estar seguros de que informaré al señor Basingame de su negligencia.
—Si el primer contacto de Kivrin con Badri fue esta mañana, ya estaba plenamente protegida —aseguró Mary—. Señor Gilchrist, si fuese tan amable… —Indicó la silla; él se acercó y se sentó.
Mary cogió uno de los impresos de la enfermera y alzó la hoja marcada «Primarios».
—Toda persona con la que Badri haya tenido contacto es un contacto primario. Toda persona con la que ustedes hayan tenido contacto es un secundario. Me gustaría que hicieran una lista en esta hoja de todos los contactos que hayan tenido con Badri Chaudhuri durante los tres últimos días, y cualquier contacto de él que conozcan. En esta hoja —alzó el papel marcado «Secundarios»—, incluyan todos sus contactos con la hora en que se realizaron. Empiecen por el presente y vayan retrocediendo en el tiempo.
Metió un temp en la boca de Gilchrist, sacó un monitor portátil de su envoltorio de papel, y se lo pegó a la muñeca. La enfermera pasó los papeles a Latimer y la auxiliar. Dunworthy se sentó y empezó a llenar los suyos.
El impreso del hospital preguntaba su nombre, número de la Seguridad Social y un historial médico completo, cosa que sin duda el número de la Seguridad Social podía conseguir con más detalle que su memoria. Enfermedades. Operaciones. Vacunas. Si Mary no tenía el número de la Seguridad Social de Badri, eso significaba que seguía inconsciente.
Dunworthy no tenía ni idea de cuándo le habían puesto las últimas vacunas antivirales de principios de trimestre. Colocó un signo de interrogación al lado, pasó a la hoja de Primarios, y escribió su propio nombre en la parte superior de la columna. Latimer, Gilchrist, los dos auxiliares. No sabía sus nombres, y la mujer estaba todavía dormida. Sostenía los papeles en una mano, los brazos cruzados sobre el pecho. Dunworthy se preguntó si debería incluir en la lista los médicos y enfermeros que habían atendido a Badri a su llegada. Escribió: «Personal del Departamento de Admisiones», y luego un signo de interrogación. Montoya.