El libro del día del Juicio Final (19 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Está aquí? —preguntó la enfermera, sonrojándose todavía más—. Creía que estábamos en cuarentena.

—Su tren fue el último que llegó de Londres —explicó Dunworthy tristemente.

—¿Lo sabe William?

—Mi secretario está intentando notificárselo —dijo él, omitiendo la parte de la joven de Shrewsbury.

—Está en el Bodleian, estudiando a Petrarca —dijo ella. Soltó el cordón de la cortina y salió, sin duda para telefonear al Bodleian.

Badri se agitó y murmuró algo que Dunworthy no pudo distinguir. Parecía acalorado y su respiración se había vuelto más dificultosa.

—¿Badri? —llamó.

Badri abrió los ojos.

—¿Dónde estoy?

Dunworthy miró los monitores. La fiebre le había bajado medio grado y parecía más alerta que antes.

—En el hospital —respondió—. Te desmayaste en el laboratorio de Brasenose mientras operabas la red. ¿Te acuerdas?

—Recuerdo que me notaba raro. Frío,. Fui al pub para decirle que tenía el ajuste… —Una expresión extraña y asustada asomó a su cara.

—Me dijiste que algo fallaba. ¿De que se trataba? ¿Del deslizamiento?

—Algo fallaba —repitió Badri. Intentó apoyarse en un codo—. ¿Qué me está pasando?

—Estás enfermo. Tienes la gripe.

—¿Enfermo? Nunca he estado enfermo. —Se esforzó por sentarse—. Murieron, ¿verdad?

—¿Quiénes?

—Los mató a todos.

—¿Viste a alguien, Badri? Es muy importante. ¿Tenía alguien más el virus?

—¿Virus? —dijo él, y había un claro alivio en su voz—. ¿Tengo un virus?

—Sí. Un tipo de gripe. No es fatal. Te han estado dando antimicrobiales, y un análogo viene de camino. Te recuperarás enseguida. ¿Sabes quién te la contagió? ¿Tenía alguien más el virus?

—No. —Volvió a acomodarse sobre la almohada—. Creía… ¡Oh! —Miró a Dunworthy, alarmado—. Algo falla —repitió desesperadamente.

—¿Qué es? —Extendió la mano hacia el timbre—. ¿Qué va mal?

Los ojos de Badri estaban espantados.

—¡Duele!

Dunworthy pulsó el timbre. La enfermera y un médico de guardia entraron inmediatamente y ejecutaron la misma rutina, sondeándolo con el estetoscopio helado.

—Se quejaba de frío —explicó Dunworthy—. Y de que le dolía algo.

—¿Dónde le duele? —preguntó el médico, mirando la pantalla.

—Aquí —contestó Badri. Se llevó la mano a la parte derecha del pecho. Empezó a tiritar de nuevo.

—Pleuritis inferior derecha —dijo el médico.

—Me duele cuando respiro —añadió Badri. Los dientes les castañeteaban—. Algo falla.

Algo falla. No se refería al ajuste. Se refería a sí mismo. ¿Qué edad tenía? ¿La misma edad que Kivrin? Habían empezado a suministrar rinovirus antivirales rutinarios hacía casi treinta años. Era muy posible que cuando dijo que nunca había estado enfermo quisiera decir que no había sufrido ni siquiera un resfriado.

—¿Oxígeno? —preguntó la enfermera.

—Todavía no —dijo el médico mientras salía—. Comience con doscientas unidades de cloramfenicol.

La enfermera volvió a acostar a Badri, unió una nueva bolsa al gotero, vio cómo la temperatura bajaba durante un momento, y se marchó.

Dunworthy contempló a través de la ventana la noche lluviosa. Recuerdo que me notaba raro, había dicho. No enfermo. Curioso. Alguien que nunca hubiera pasado un resfriado no sabría cómo reaccionar ante la fiebre o los escalofríos. Sólo habría sabido que algo iba mal y habría dejado la red y corrido hacia el pub para contárselo a alguien. Tenía que decírselo a Dunworthy. Algo fallaba.

Dunworthy se quitó las gafas y se frotó los ojos. El desinfectante hacía que le escocieran. Se sentía agotado. Había dicho que no podría relajarse hasta convencerse de que Badri se encontraba bien. Badri estaba descansando, el malestar de su respiración reducido por la magia impersonal de los médicos. Y Kivrin dormía también, en una cama infestada de chinches a setecientos años de distancia. O completamente despierta, impresionando a los contemporáneos con sus modales en la mesa y sus uñas sucias, o arrodillada sobre un sucio suelo de piedra, contándole a sus manos sus aventuras.

Debió de quedarse dormido. Soñó que oía sonar un teléfono. Era Finch. Le dijo que las americanas amenazaban con demandarlos por suministros insuficientes de papel higiénico y que el vicario había venido con las Escrituras.

—Es Mateo 2,11 —decía Finch—. El derroche conduce a la necesidad.

En ese momento la enfermera abrió la puerta y le dijo que Mary necesitaba verle en Admisiones.

Consultó su digital. Eran las cuatro y veinte. Badri dormía aún, con aspecto casi pacífico. La enfermera le esperaba fuera con el frasco de desinfectante y le indicó que cogiera el ascensor.

El olor a desinfectante de sus gafas le ayudó a despejarse. Cuando llegó a la planta baja estaba casi despierto del todo. Mary le esperaba con una mascarilla y el resto del atuendo.

—Tenemos otro caso —dijo, tendiéndole el fardo de RPE—. Es una de las retenidas. Debía de pertenecer a la multitud de compradores. Quiero que intentes identificarla.

Él se puso la ropa con tanta torpeza como la primera vez, y estuvo a punto de romper la bata con sus esfuerzos por separar las tiras de velero.

—Había docenas de compradores en la High —objetó, mientras se calzaba los guantes—. Y yo estaba observando a Badri. Dudo de que pueda identificar a nadie de esa calle.

—Lo sé —contestó Mary. Lo guió pasillo abajo y atravesó la puerta de Admisiones. Parecía que habían pasado años desde que él estuvo aquí.

Por delante, un puñado de personas, todos vestidos de anónimo papel, introducían una camilla. El médico de guardia, también cubierto de papel, tomaba los datos a una mujer delgada y de aspecto asustado con una gabardina Mackintosh mojada y un sombrero del mismo color.

—Se llama Beverly Breen —decía la mujer con voz débil—. Plover Way, doscientos veintiséis, Surbiton.

Supe que algo iba mal. No paraba de decir que tenía que coger el metro para Northampton.

Llevaba un paraguas y un gran bolso de mano, y cuando el médico de guardia le preguntó el número de la Seguridad Social de la paciente, apoyó el paraguas contra el mostrador de admisiones, abrió el bolso, y lo examinó.

—Acaban de traerla de la estación de metro quejándose de dolor de cabeza y escalofríos —explicó Mary—. Estaba en la cola, esperando ser alojada.

Indicó a los médicos que detuvieran la camilla y retiró la sábana del pecho y el cuello de la mujer para que él pudiera verla mejor, pero no fue necesario.

La mujer de la gabardina mojada había encontrado la tarjeta. Se la tendió al médico de guardia, recogió el paraguas, el bolso y un puñado de documentos multicolores, y se acercó con todo el pertrecho a la camilla. El paraguas era grande. Estaba cubierto de violetas color lavanda.

—Badri chocó con ella cuando volvía a la red —declaró Dunworthy.

—¿Estás absolutamente seguro? —le preguntó Mary.

Él señaló a la amiga de la mujer, que se había sentado y rellenaba los impresos.

—Reconozco el paraguas.

—¿A qué hora fue eso?

—No estoy seguro. ¿La una y media?

—¿Qué tipo de contacto fue? ¿La tocó?

—Chocó con ella —dijo él, tratando de recordar la escena—. Chocó con el paraguas, y luego le pidió disculpas, y ella le gritó. Badri recogió el paraguas y se lo entregó.

—¿Tosió o estornudó?

—No lo recuerdo.

La mujer fue conducida a Admisiones. Mary se levantó.

—Quiero que la pongan en Aislamiento —ordenó, y los siguió.

La amiga de la mujer se levantó, apretando torpemente los impresos contra su pecho. Uno se le cayó.

—¿Aislamiento? —dijo, asustada—. ¿Qué le pasa?

—Venga conmigo, por favor —indicó Mary, y la condujo a alguna parte para que le hicieran un análisis de sangre y rociaran con desinfectante el paraguas de su amiga antes de que Dunworthy pudiera preguntarle si quería que la esperara.

Fue a preguntárselo a la celadora y entonces se sentó cansinamente en una de las sillas. Había un folleto educativo junto a él. El título rezaba: «La importancia de dormir bien de noche.»

Le dolía el cuello por haber dormido en el taburete, y los ojos volvían a escocerle. Supuso que debería volver a la habitación de Badri, pero no estaba seguro de tener ánimos para colocarse otra RPE. Y tampoco creía ser capaz de despertar a Badri y preguntarle quién más iba a ingresar pronto con una temperatura de treinta y nueve coma cinco.

En cualquier caso, Kivrin no sería uno de ellos. Eran las cuatro y media. Badri había chocado con la mujer del paraguas lavanda a la una y media. Eso significaba una incubación de quince horas, y quince horas atrás Kivrin estaba plenamente protegida.

Mary volvió, sin la gorra y con la mascarilla colgándole del cuello. Tenía el cabello despeinado, y parecía tan cansada como el propio Dunworthy.

—Voy a dar de alta a la señora Gaddson —le dijo a la celadora—. Tiene que volver a las siete para un análisis de sangre. —Se acercó a Dunworthy—. Me había olvidado de ella —sonrió—. Estaba bastante molesta. Amenazó con demandarme por retención ilegal.

—Se llevará bien con mis campaneras. Amenazan con ir a los tribunales por incumplimiento de contrato.

Mary se pasó la mano por el pelo.

—Tenemos un informe del Word Influenza Centre sobre el virus de la influenza. —Se levantó como si hubiera recibido una súbita inyección de energía—. Me vendría bien una taza de té. Acompáñame.

Dunworthy miró a la celadora, que los observaba atentamente, y se levantó.

—Estaré en la sala de espera de cirugía —le dijo Mary.

—Sí, doctora. Sin querer oí su conversación… —dijo la celadora, vacilante.

Mary se envaró.

—Ha comentado usted que iba a dar de alta a la señora Gaddson, y luego le oí mencionar el nombre de William, y me preguntaba si por casualidad la señora Gaddson es la madre de William Gaddson.

—Sí —contestó Mary, sorprendida.

—¿Es amiga suya? —intervino Dunworthy, preguntándose si se ruborizaría como la estudiante de enfermería rubia.

Lo hizo.

—He llegado a conocerlo bastante bien durante estas vacaciones. Se ha quedado para estudiar a Petrarca.

—Entre otras cosas —masculló Dunworthy. Dejó a la celadora todavía ruborizada y condujo a Mary tras el cartel de «
PROHIBIDO
EL
PASO
:
ZONA
DE
AISLAMIENTO
» y pasillo abajo.

—¿Qué diantres pasa aquí? —preguntó ella.

—El enfermizo William tiene muchos más recursos de lo que suponíamos en un principio —rió él, y abrió la puerta de la sala de espera.

Mary encendió la luz y se dirigió al carrito del té. Agitó la tetera eléctrica y desapareció con el aparato en el cuarto de baño. Él se sentó. Alguien se había llevado la bandeja con el equipo para tomar muestras de sangre y devuelto la mesa a su sitio, pero la bolsa de las compras de Mary estaba todavía en mitad del suelo. Se inclinó hacia delante y la acercó a las sillas.

Mary volvió a aparecer con la tetera. Se inclinó y la enchufó.

—¿Has tenido suerte con los contactos de Badri?

—Si quieres llamarlo así… Fue a un baile de Navidad en Headington anoche. Cogió el metro las dos veces. ¿Cómo está la situación?

Mary abrió dos bolsas de té y las esparció sobre las tazas.

—Me temo que sólo hay leche en polvo. ¿Sabes si ha tenido contacto recientemente con alguien de Estados Unidos?

—No. ¿Porqué?

—¿Tomas azúcar?

—¿Cómo está la situación?

Ella sirvió leche en polvo en las tazas.

—La mala noticia es que Badri está muy enfermo. —Añadió azúcar—. Recibió las vacunas estacionales a través de la Universidad, que exige más protección de amplio espectro que el ministerio. Debería estar completamente protegido contra un cambio de cinco puntos, y parcialmente resistente a uno de diez. Sin embargo, muestra síntomas absolutos de influenza, lo cual indica una mutación importante.

La tetera silbó.

—Eso significa una epidemia.

—Sí.

—¿Una pandemia?

—Posiblemente. Si el WIC no puede secuenciar el virus rápidamente, o el personal cae fulminado. O si no se mantiene la cuarentena.

Desenchufó la tetera y sirvió agua caliente en las tazas.

—La buena noticia es que el WIC opina que es una influenza que se originó en Carolina del Sur. —Le tendió una taza a Dunworthy—. En ese caso, ya ha sido secuenciada y se ha creado una vacuna y un análogo, responde bien a las antimicrobiales y al tratamiento sintomático, y no es mortal.

—¿De cuánto es el período de incubación?

—Entre doce y cuarenta y ocho horas. —Se apoyó contra el carrito y tomó un sorbo de té—. El WIC va a enviar muestras de sangre al CDC de Atlanta para compararlas, y ellos nos mandarán las recomendaciones para el tratamiento.

—¿A qué hora ingresó Kivrin en enfermería el lunes para recibir las antivirales?

—A las tres. Estuvo aquí hasta las nueve de la mañana. Le pedí que se quedara para asegurarme de que dormía bien.

—Badri dice que no la vio ayer, pero podía haber contactado con ella el lunes antes de que viniera.

—Tendría que haber quedado expuesta antes de su vacuna antiviral, y el virus disponer de una oportunidad de replicarse para que ella corra peligro, James. Aunque viera a Badri el lunes o el martes, tiene menos peligro de desarrollar los síntomas que tú. —Lo miró gravemente por encima de la taza de té—. Todavía estás preocupado por el ajuste, ¿verdad?

Él apenas sacudió la cabeza.

—Badri dice que comprobó las coordenadas del estudiante y que eran correctas, y que ya había dicho a Gilchrist que el deslizamiento era mínimo —dijo, deseando que Badri le hubiera contestado cuando le preguntó por el deslizamiento.

—¿Qué más pudo haber salido mal?

—No lo sé. Nada. Excepto que ella está sola en la Edad Media.

Mary depositó su taza de té en el carrito.

—Es posible que esté más segura allí que aquí. Vamos a tener un montón de pacientes enfermos. La influenza se extiende como el fuego, y la cuarentena sólo la empeorará. El personal médico es siempre el primero en quedar expuesto. Si la contraen, o si el suministro de antimicrobiales se agota, este siglo podría ser el que tenga un diez.

Se pasó la mano por la cabeza, agotada.

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