El Libro Grande (34 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

BOOK: El Libro Grande
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Regresé a mi país y tuve otro internamiento, esta vez debido a una hepatitis viral. Entre un internamiento y otro acumulé casi diez meses sin beber. Pero mis resentimientos me dominaban tanto en abstinencia como borracho. Mi capacidad de sufrimiento llegó a su punto más bajo. Perpetua batalla de una doble personalidad: odio-amor, muerte-vida, creer-blasfemar, renegar-implorar… Durante mi internamiento alguien me habló de Alcohólicos Anónimos, pero no le hice caso. Me había considerado yo mismo un caso perdido que caía, caía más y más.

… Una botella escondida. ¿Dónde?; buscarla meticulosa, apremiantemente; la laguna mental. Despertar revolviéndolo todo y, al fin: ¡su encuentro! Hermosa, brillante, semillena botella de licor. Temblores, risa, sudor en las manos, y el tapón demasiado apretado. ¡Blasfemar! y la botella hermosa, brillante, hecha pedazos en el suelo. Gemir angustiado y caer al piso para absorber el licor desparramado… Vergüenza. Llanto amargo, mordiendo un cojín que ahogara los gritos de dolor…

Varios días después de ese acontecimiento crucial me pude levantar. Estaba muy débil y decidí poner un poco de orden a mi alrededor. Entonces encontré un folleto de A.A. y lo estrujé en mi puño, pensé: «¡Eso de A.A. tal vez pueda ayudarme!» Finalmente, una noche, me dirigí a un grupo. No tuve miedo de entrar, más bien tuve miedo de no ser aceptado. Sabía que era un alcohólico, pero ignoraba que era un enfermo. Mi identificación fue inmediata: mi aceptación lenta.

Por la gracia de Dios, y con la ayuda de Alcohólicos Anónimos, ahora
ya no estoy solo
. La mano tendida de esos hombres y mujeres de buena voluntad salvaron mi vida.

Actualmente sigo viviendo sin compañía, pero las experiencias de mis compañeros, sus sugerencias y su sobriedad siempre están conmigo. En mi diario vivir, sigo aprendiendo de ellos; ellos me guían. Debo aclarar que no dejé de beber por mi familia puesto que no la tenía, no dejé de beber por mi trabajo que tampoco tenía, ni dejé de beber por nadie, pues estaba solo. Dejé de beber por una necesidad imperiosa, deseaba dejar de sufrir. ¡Beber o no beber! Ese era el problema de mi vida. Gracias a Alcohólicos Anónimos, encontré a Dios, recuperé la fe en mí y en los demás.

Nací en 1931 y morí en alguna de aquellas terribles noches de ebriedad, pero gracias a A.A., volví a nacer el 5 de diciembre de 1969.

(12)
 
EL SEÑOR ALCOHOL Y YO

Veterano de guerra, profesor de escuela superior, su largo trato con el Sr. Alcohol lo dejó solo y deprimido, lleno de rencores y lástima de sí mismo. En un momento de lucidez recordó el nombre de Alcohólicos Anónimos.

E
L SEÑOR ALCOHOL y yo hemos tenido una relación interpersonal durante muchos años. Me uní a A.A. a la edad de cuarenta años y ahora llevo cuarenta años en la Comunidad.

La noche en que nací, según me contaron mis padres, se escuchaba una sinfonía de balazos y tiroteos procedentes de un enfrentamiento entre los traficantes de alcohol ilegal y las autoridades de la patrulla fronteriza. Ésta era la época de la ley contra la elaboración, consumo y venta de bebidas alcohólicas en los Estados Unidos. El contrabando de alcohol era tan lucrativo entonces como hoy día es el contrabando de las drogas. Mi barrio era un corredor frecuentado por los traficantes, porque se encuentra escondido en la línea divisoria a la orilla del río. Considero el haber nacido rodeado por el Señor Alcohol como un presagio de lo que me esperaba en los futuros años de mi vida.

Al poco tiempo después de mi nacimiento mi familia se trasladó hacia el norte para radicarse en un pueblo pequeño. Allí pasé mi niñez y mi juventud hasta llegar a la edad de casi quince años. El Señor Alcohol y yo empezamos una relación muy especial. Desde el principio me gustó el alcohol. Producía en mí una cierta alegría, un bienestar inigualable.

Mi padre era maestro sastre y cortador y le daba por establecer negocios y talleres. Por medio de su empeño y dedicación, la familia llegó a estar muy bien puesta en la comunidad del pueblo. Yo era el hijo primogénito de mi padre y él siempre fue muy bueno conmigo. Estaba muy orgulloso de su hijo. Me compraba de todo: buena ropa, juguetes, y demás. He sido rico y también he sido muy pobre y prefiero ser rico.

En casa mi madre usaba el vino para cocinar, como aperitivo, y como una especie de brindis ofrecido después de las comidas y en ciertas ocasiones sociales. Al principio me daban a probar una copita, pero no tardaron en observar que yo no era de los que se toman sólo una copita.

Cuando yo tenía apenas cinco o seis años de edad, mi padre y algunos de sus compañeros decidieron utilizar una receta especial para la elaboración de cerveza casera. Descubrí dónde tenían guardada la cerveza después de embotellarla. Cogí dos o tres cervezas y tomé hasta ponerme ebrio. Luego fui al taller de mi padre donde se encontraban algunos clientes, empleados y amigos. Allí les presenté un acto teatral y les desempeñé un papel de payasito como en el circo. La gente me aplaudió y se divirtió al ver al borrachito. En casa hubo una gran discusión para establecer medios de evitar que yo volviera a reunirme con mi compañero, el Señor Alcohol. Reconozco hoy en día que a esa temprana edad yo no era un niño vicioso, sino que padecía y aún padezco de una compulsión física mezclada con una obsesión mental que me conducen a seguir ingiriendo alcohol desde el momento que empiezo a tomarlo.

Para la década de los treinta, mi padre perdió sus negocios y empezó a vender todos sus bienes para así poder seguir existiendo. Llegué a saber lo que es la vil pobreza, el hambre y la humillación. Con el tiempo me fui llenando de ira y resentimientos al ver a mi familia carente de alimentos, alojamiento y ropa. Culpaba al gobierno y a todo el mundo; especialmente a aquellos que poseían bienes y no compartían con los que no tenían nada. A ésos los miraba con odio y recelo.

En 1935 se revocó la ley de la prohibición del alcohol y una cervecería muy grande almacenó una gran cantidad de cerveza en una vieja bodega a las orillas del pueblo. Mis compañeritos y yo pronto encontramos la manera de extraer cervezas por una apertura escondida en la parte posterior de la bodega. Cada fin de semana nos reuníamos para pasar la tarde hablando y bebiendo nuestras cervecitas. Teníamos unos diez, once, o no más de doce años de edad. Mis amigos se tomaban solamente dos o tres cervezas y se iban a sus casas o a otros lugares. Tenían miedo a embriagarse, a ser descubiertos en el acto del robo, o bien no les agradaba la cerveza tanto como a mí.

A mí me encantaba llevarme mis cervezas a la orilla del río y beber a mis anchas bajo los árboles. Soñaba despierto que algún día llegaría a ser un gran ingeniero o arquitecto y me haría rico en la construcción de grandes edificios, puentes, y magníficas residencias. Me quedaba dormido y soñaba con tener una linda esposa y unos hijos muy cariñosos y bien educados. Despertaba asustado y luego me llenaba de ira al enfrentarme con la realidad de mi situación. A veces me volvía a embriagar para escaparme de la realidad. Continuaban mis relaciones con el Señor Alcohol.

Mi familia y yo sobrevivíamos un invierno muy duro en una casita sin calefacción. No teníamos para comprar combustible y carecíamos de ropa invernal. Esto hacía que me llenara más y más de ira y odio. Culpaba al gobierno y las gentes avarientas e inhumanas. Yo creía en la existencia de un Dios, pero éste era un Dios que no tenía compasión de mi familia ni del resto de la gente pobre de nuestro pueblo. Parecía que mis plegarias a Él caían en oídos sordos. Era un Dios demasiado injusto con su gente. Era un Dios que moraba muy lejos, allá en los cielos alejado de nosotros.

Mi padre no encontraba un trabajo fijo o duradero. Yo ganaba unos cuantos centavos vendiendo periódicos y como ayudante en las tiendas de abarrotes y panaderías. Me levantaba muy temprano y asistía sin falta a mis clases de primer año en la escuela superior. Estudiaba en cada momento posible y trataba de no retrasarme con mis tareas. Mi padre me aconsejaba que no dejara la escuela porque la educación adquirida nadie nos la puede arrancar. Me gustaba asistir a la iglesia pero lo hacía como algo que se aprende de niño y que se convierte en una costumbre sin gran significado.

Volví a mi pueblo natal a la edad de casi quince años. En la escuela superior encontré amigos y amigas de mi barrio natal y a muchos condiscípulos que habitaban en otros barrios de la ciudad.

Yo siempre escogía como amigos a los que les gustaba tomar, y reanudaba mi compañerismo con el Señor Alcohol. Por falta de dinero o miedo a emborracharme me limitaba en la bebida que tomaba. Pero siempre me quedaba con el deseo de volver a tomar. Un día de mayo de 1940 algunos amigos y yo compramos una botella de tequila y nada más recuerdo que empezamos a tomar. Mis compañeros regresaron a sus casas y yo amanecí tirado en un parque, debajo de una estatua, con la botella vacía en las manos. Ésta fue mi primera laguna mental. No me acordaba de nada de lo que había sucedido después de haber empezado a tomar. Dejé completamente de tomar durante largo tiempo. El Señor Alcohol había encontrado mi talón de Aquiles y sabía cómo tomar posesión de mí.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, me alisté con el resto de mis compañeros en la Marina Militar Americana. En la víspera de nuestra salida empecé de nuevo a tomar y el resultado fue que ellos me tuvieron que llevar al tren la mañana siguiente para presentarme a la hora debida en la base de entrenamiento. Llevaba conmigo al Señor Alcohol.

Terminé mi entrenamiento básico y obtuve la especialidad de electricista marino y enseguida fui estacionado en una base naval en el frente de batalla. En mi taller de electricista había un congelador que producía todo el hielo para la base. Allí llegaban marinos y soldados de todas partes a pedir hielo y siempre me dejaban unas cervezas de propina. El Señor Alcohol y la señora tentación me perseguían tenazmente.

En una ocasión desperté a orillas de un pantano lleno de cocodrilos en una selva cercana sin saber cómo había llegado allí. Sólo Dios sabe cómo sobreviví. Se dice que Dios cuida a los niños inocentes y a los borrachos. Yo ya no era ni un niño ni un inocente.

Cuando terminó la guerra, destapé una botella de whiskey que estaba guardando para la ocasión y la compartí con mis compañeros. Al día siguiente me dijeron que yo no sabía tomar whiskey. Éstas no eran palabras nuevas para mí. Me sentía avergonzado al ver que los demás me veían tan diferente. Reconocía que tenía que encontrar la manera de cambiar mi forma de beber. A los veinte años de edad no creía ser alcohólico. Me esperaban otros veinte años de lucha contra el Señor Alcohol.

Al darme de baja de la marina militar regresé a mi pueblo natal a reanudar mis estudios en la universidad estatal. Como veterano de la guerra recibí una beca del gobierno. Estudiaba para ingeniero electricista y trabajaba un horario limitado como dibujante en una oficina de ingenieros. Estos me ayudaban con mis tareas de ciencias y matemáticas porque las encontraba difíciles después de tres años de ausencia de los estudios académicos.

Acepté una invitación a una reunión juvenil en el centro de actividades de la catedral ubicada cerca de la universidad. Me sentía fuera de lugar al ver que los asistentes venían de un sector social superior al mío, pues mi familia aún vivía en la pobreza. De momento sentí como que alguien me miraba con intensidad. Al voltear la cabeza me di cuenta que una linda jovencita fijaba su mirada en mí. Ella se encontraba entre un grupo de jóvenes, un poco alejada de mí. Con un mayor esfuerzo me le acerqué y me atreví a presentarme y allí principiamos una conversación amistosa. No me imaginaba que este momento iniciaría una relación mutua que duraría toda una vida.

Mis padres me aconsejaron que no me metiera en una relación que pudiera resultar en un matrimonio prematuro. Me recomendaron que me concentrara en mis estudios para capacitarme en una carrera que me proporcionara los medios económicos necesarios para aceptar la responsabilidad de un noviazgo serio.

Me dediqué a mis estudios y a mi trabajo, con buenos resultados en el primer semestre. En el segundo semestre reanudé mi amistad con el Señor Alcohol con el pretexto de que tomando comedidamente me animaba más en mis estudios. Esta falsedad me llevó al descuido de mis clases, faltas a mi trabajo, y a menudo terminaba en la cárcel por ebrio. Mis familiares pagaban las multas y me llevaban a mi casa, pero al fin dejaron de hacerlo. Mi situación se deterioró hasta llegar al punto en que me suspendieron la beca de la universidad por un año. Ya iba por mal camino.

Tomé un descanso y me trasladé a otro lugar pensando que el cambio de ambiente me alejaría de mi compañero, el Señor Alcohol. Algunos le llaman a esto la fuga geográfica. Encontré un buen empleo en una fábrica de motores y generadores eléctricos y el resultado fue que la tentación del alcohol me volvió de nuevo. Al fin de un año regresé a mi pueblo natal.

Mi amiga fiel y yo habíamos mantenido correspondencia durante mi ausencia. Ella había terminado la escuela superior y se preparaba para matricularse en la universidad. Me animó a que regresara a la universidad.

En las oficinas de veteranos me hicieron unas pruebas de aptitud escolar y me concedieron una beca para estudios de ciencias sociales en lugar de ciencias exactas. Con la ayuda de la joven que un día llegaría a ser mi novia y mi esposa, logré capacitarme como maestro de inglés al nivel de escuela superior.

En 1950 conseguí un puesto en una escuela superior de la ciudad. No tardamos mucho en contraer matrimonio. Al año mi esposa me dio una hija y dos años después nació nuestro primer hijo. Vivíamos muy felices, ella como ama de casa, y yo de maestro. Estuve abstemio durante ese tiempo.

En seguida empecé mis estudios para capacitarme como consejero orientador académico y vocacional. Empecé a tomar de nuevo y pronto me di cuenta de que yo era «tomador de carrera larga» y una vez que empezaba a tomar continuaba haciéndolo hasta la embriaguez. Al descubrir esto me esforcé mucho por poder mantenerme abstemio hasta completar mi capacitación como consejero orientador.

Entonces me encontré con otro problema: una lucha conmigo mismo, pues sufría de períodos de depresión, ansiedad y soledad. Me llenaba de ira y autoconmiseración en los momentos más inoportunos. Renegaba porque no me ascendían a un puesto mejor. Empecé a beber alcohol de nuevo y mi situación se empeoró hasta que llegó el día en que mi linda esposa ya no pudo aguantarme más y se fue a vivir con sus padres, llevándose a los hijos. Era el verano de 1965, durante mis vacaciones escolares. Yo seguí bebiendo. Empeoró mi situación cuando el director de la escuela me avisó que estaba a punto de perder mi empleo. Me llené de tristeza y pensé en el suicidio. El Señor Alcohol ya no me ayudaba; al contrario, me había traicionado.

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