Todas estas suposiciones le parecieron igualmente infundadas, y procuró hacerlas desaparecer de su mente. Pero por más que hiciera trabajar a la fantasía no lograba hallar explicaciones más naturales y convincentes. El señor W. B. no era un romántico y no sentía simpatía ninguna por los relatos de Holffmann y de Poe. Finalmente prevaleció en él el buen sentido: decidió no hacer caso de nada y adaptarse, por lo menos en las apariencias, a aquella incomprensible situación. Aceptaría y recitaría su parte en la comedia, tratando a la desconocida como si fuera en verdad su María. Tal vez, pasando el tiempo y con una tenaz observación, llegaría a descubrir la verdad. Esta resolución calmó su excitación, pero no mitigó la intensidad de sus pensamientos. Cuando la falsa María entró otra vez en la habitación matrimonial, el señor W. B. se levantó del lecho y vio brillar una nueva esperanza: en la penumbra le pareció que era ella, la que había dejado al partir. Pero sólo por un brevísimo momento; luego era la desconocida, la intrusa.
Logró ser dueño de sí mismo y la tomó del brazo, comprobando con estupor que aquel brazo, tibio a través de la tenue manga, le recordaba el de María, y tanto que casi sintió remordimiento. La nueva esposa se mostraba afectuosa, solícita, alegre, elegante, como la anterior. Ahora, la experiencia que pensaba hacer le parecía menos difícil, menos pavorosa. Bajaron juntos para ir a cenar…
Ahí concluye, y de un modo brusco, el escrito de Kafka, y no es posible imaginar el fin de tan enigmática situación, cosa que, por lo demás, está conforme al singular ingenio de ese escritor.
Aun cuando el cuento no estuviera completo, pagué con gusto las doscientas coronas pedidas por el librero.
(DE LEÓN TOLSTOI)
Praga, 24 de octubre.
El profesor Fedor Kuzmaniof, docente de lengua rusa en una escuela de Praga, me hizo la traducción literal de un cuento breve, inédito, de León Tolstoi, que había hallado entre los autógrafos de la colección Everett. Lo copio aquí:
Conversación 61Se cuenta que una vez el zar Alejandro, horrorizado ante la maldad de los hombres adultos y maduros que lo rodeaban, aprovechando de su poder quiso hacer una singular experiencia. Había observado que los malos instintos y las feas pasiones que reinan en las almas humanas son menos fuertes y prepotentes en las edades extremas: en la niñez y en la ancianidad. Los niños están todavía cerca de la inocencia primitiva, pues aún son débiles en ellos los estímulos de la lujuria y de la ambición; los viejos, perdida ya gran parte de sus fuerzas y habiendo adquirido con la experiencia el sentido de la vanidad definitiva de los frenesíes humanos, se hallan como purificados por la proximidad de la muerte, y al cabo de un largo y doloroso camino vuelven a la inocencia de su infancia. Cuando el hombre llega a la edad adulta se corrompe y se deprava, y permanece en ese estado desde la audacia de la juventud sensual y pendenciera hasta la decadencia de la madurez viciosa y ambiciosa. El hombre no es puro más que al comienzo y al fin de la vida; en la edad mediana, la más prolongada, todo es tinieblas y corrupción.
Inspirado Alejandro por este descubrimiento, ordenó que en una isla del Alar Negro, poblada hasta entonces sólo por árboles y pájaros, se levantara una ciudad de madera y de mármol: un centenar de casitas de sólo planta baja, diseminadas en medio de prados florecidos y de bosques jóvenes. Cuando las moradas estuvieron listas hizo transportar a tan amena isla, acariciada y favorecida por un clima suave, a cien viejos y cien niños, seleccionados de un modo muy riguroso en todas las regiones del imperio; allí habrían de vivir juntamente en un mundo de paz y de alegría. Los niños no tenían más de doce años y los ancianos no menos de setenta. A cada anciano se asignaba un niño para que le acompañara y ayudara, y cada niño tenia como padre y maestro a un anciano. En aquella isla de seres inocentes el trabajo era desconocido. Todas las mañanas, por orden y cuenta del zar, tocaba la isla una nave cargada de pan, frutas y leche, a fin de que aquellos doscientos seres felices tuvieran alimento sano, apropiado a su edad. Los niños debían servir a los viejos, cuidar la limpieza de la casa común y preparar la comida. Los viejos, por su parte, debían enseñar a los niños las verdades de la fe, adiestrarlos en la sabiduría de la vida, precaverles de las alternativas y malas costumbres de los adultos corrompidos en medio de los cuales habrían de pasar su existencia cuando fueran mayores. En la isla no había escuelas en el sentido habitual de la palabra; cada maestro tenia un solo discípulo, cada escolar tenia un único docente. La enseñanza se impartía en forma de conversaciones amables y familiares, se hacían por lo común al aire libre, a la sombra de un plátano, a la orilla cubierta de hierbas de algún torrente o sentados alumno y maestro en rústicos bancos de haya. Cuando el sol proyectaba sus últimos rayos sobre las olas del mar, todos aquellos seres de cabellos rizados o canosos debían volver a sus casas para comer una sobria cena y dormir el buen sueño de la noche.
Días y años felices pasaron los cien niños y los cien ancianos en aquella isla serena y soleada. Pero falleció inesperadamente el zar Alejandro, y su sucesor, a quien el padre siempre había prohibido ir a la isla bendita, quiso ir a visitarla. Como de costumbre, se hizo acompañar por varios dignatarios de la corte. Una vez recorrida la pequeña isla y después de interrogar a varios ancianos y niños, un ministro habló al nuevo emperador diciéndole:
La gran sabiduría de vuestro venerado padre hizo mucho en pro de la felicidad de estos niños y ancianos. Pero, si Vuestra Majestad me permite darle un consejo, aún hay mucho por hacer. Estas doscientas almas no cuentan con un sacerdote que celebre los divinos oficios, no tienen a nadie que pueda rehacer sus sandalias rotas y sus ropas deshechas; es cosa que va contra la naturaleza que tantos niños hayan de vivir sin la asistencia materna de alguna mujer. Quiera Vuestra Majestad impartir las órdenes necesarias para ello, y entonces la felicidad de estas inocentes criaturas será aún más perfecta.
El joven emperador, inexperto todavía en las cosas del mundo, secundó tan desacertado consejo. Fue a la isla un pope acompañado por su esposa, llegaron varios artesanos: zapateros, sastres, carpinteros y albañiles, jóvenes criados y cocineras.
Al cabo de poco tiempo aquella plácida vida se cambió enteramente: se construyeron casas nuevas, se derribaron añosos árboles para fabricar muebles y para alimentar el fuego, los artesanos tuvieron pendencias y luchas entre sí a causa de las jóvenes criadas, éstas tentaron a los niños más crecidos y a los viejos más robustos, las conversaciones de antaño fueron perturbadas por las exclamaciones y las carcajadas de los nuevos moradores. Algunos viejos murieron por enfermedad o tristeza o se quitaron voluntariamente la vida; sus alumnos, abandonados, convivieron con los artesanos y aprendieron sus vicios. Al cabo de pocos años habían muerto todos los viejos y los niños habían llegado a la edad adulta, o sea, estaban corrompidos y eran malvados como lo son casi siempre los adultos.
De ese modo miserable concluyó el experimento del emperador Alejandro; a eso vino a parar, por la estupidez de falsos sabios, la inocente comunidad de ancianos y niños, la felicidad de la isla bienaventurada.
Jena, 2 de noviembre.
Me han dicho que en esta famosa universidad, en la que dictó cátedras de historia Federico Schiller, hay ahora un historiador de ingenio extraordinario, discípulo de Vollgraf y adversario de Toynbee, que arrastra a sus lecciones un auditorio numerosísimo compuesto en su mayoría por oyentes extraordinarios y por muy pocos estudiantes matriculados. También yo quise ir a escuchar sus clases.
El profesor Eselstein es un hombre macizo, elefantino, de rostro rubicundo y de cabellera rojiza. Habla con voz suave y sutil, lo que causa un contraste enorme con su corpulencia.
Comenzó afirmando que todas las divisiones actuales de la historia universal son tontas, superficiales y erróneas. Según Eselstein, la menos estúpida es la que se funda en el agua y divide la historia del género humano en tres edades: potámica, mediterránea y oceánica. Mas también esta división tiene un valor más espacial y geográfico que temporal e histórico, de modo que ha de ser rechazado lo mismo que las otras.
Afirma el profesor que la división de los periodos históricos se ha de hacer teniendo en cuenta el factor esencial, dominante y permanente de la historia que se ha desenvuelto hasta el presente. De acuerdo con su juicio es ahora claro que ese factor constante y determinante, tanto en las alternativas internas de cada nación como en las relaciones entre los pueblos, es el propósito de suprimir el mayor número posible de adversarios, en lo interno para asegurarse el poder, en lo exterior para apoderarse de nuevas tierras y riquezas. La guerra, antes que nada la guerra, la guerra por encima de todo, sea guerra civil o guerra de conquista: éste es el factor primigenio que debe tener muy en cuenta el verdadero historiador.
Pero las guerras no se hacen sin armas, y las victorias de los Estados y las sucesivas hegemonías de las civilizaciones dependieron casi siempre del descubrimiento y del uso de las armas más perfeccionadas, o sea, más mortíferas.
Por lo tanto, la historia se divide en tantas épocas cuantas fueron las revoluciones en los armamentos, en los medios más aptos para el exterminio de seres vivientes.
La primera edad, o la prehistórica, se determina por las piedras con puntas y las redondeadas.
La segunda edad comienza con el uso de los metales que permitió el invento del hacha y de las espadas, instrumentos más manejables y mortíferos que las piedras. Pero la verdadera revolución se inició en la tercera época, en que se vio la aparición de la lanza y el arco. Con estas armas, y especialmente la segunda, concluyó el primitivo cuerpo a cuerpo entre los combatientes; con la flecha entró a jugar un gran principio que se ha ido afirmando cada vez más: la posibilidad de matar al enemigo estando a gran distancia.
La cuarta época, caracterizada por el descubrimiento del fuego griego y de las catapultas, implica otra revolución que ya hace presentir anticipadamente los tiempos modernos.
Pero la revolución decisiva y resolutiva se verificó en el siglo
XV
con el descubrimiento de la artillería, y es la que señala en verdad el comienzo de la edad moderna, mucho mejor que el descubrimiento de América o la reforma protestante. Desde el arcabuz a las ametralladoras, desde las modestas culebrinas a los cañones de largo alcance, desde las dum-dum a las potentes bombas incendiarias lanzadas por los aviones, hay un verdadero fervor de obras y progresos, hay toda una verdadera ascensión triunfal hacia el arte de matar en masa, arte protegido por una relativa seguridad del que mata, cada vez más alejado de sus víctimas.
Hoy en día, finalmente, hemos entrado ruidosísimamente en la época sexta, en la edad de la bomba atómica, la que ruede destruir a una ciudad entera con todos sus habitantes y sin peligro para el lanzador de la bomba: y mañana o pasado mañana, gracias al infatigable genio destructor del hombre, se podrá, aniquilar en pocos instantes toda la vida que haya en regiones vastísimas y pobladas. El profesor concluyó diciendo:
—Y no se ha dicho que la edad atómica haya de ser la última y la más terrible. A pesar de las glorias efímeras de la civilización, el deseo fundamental del hombre es siempre el de matar el mayor número posible de hombres, del modo más seguro y en el menor espacio de tiempo. Y es así como ya los sabios, en el taciturno terror de sus gabinetes, están preparando los principios y los medios orientados a la creación de armas destinadas a hacer palidecer el fulgor actual de la bomba de hidrógeno.
»En este rápido recorrido por la historia universal hemos visto cómo se delineaba una ley cuya enunciación podría ser ésta: la destrucción de los enemigos debe hacerse con armas cada vez más terribles, en medidas siempre mayores, en espacios de tiempo cada vez más breves, a distancias más y más lejanas, aumentando cada vez más las probabilidades de impunidad. Esta ley, mis queridos oyentes, es la esencia y compendio de milenios de experiencia terrestre.
Las últimas palabras del profesor Eselstein fueron recibidas con un ruidoso aplauso. Por mi parte, confieso que no tuve voluntad ni fuerza para aplaudir, y salí de la universidad un poco más pensativo de lo que había entrado.
(O DE LA DICTADURA)
Berlín, 10 de agosto.
La audiencia fijada en la Cancillería era para las diez de la noche, pero tuve que esperar más de una hora en un saloncito forrado de cuero, viéndome frente a frente con un dominante retrato de Federico II de Prusia. Me dijeron que a última hora el Führer había hecho reunir un consejo de generales. Finalmente, cuando me condujeron hasta su estudio experimenté la sorpresa de verme frente a un hombre que más parecía ser un bonachón policía vestido de civil que el dictador de un imperio. El famoso mechón que lucía sobre la frente no alcanzaba a darle un aspecto romántico ni belicoso. Me miró fijamente y en silencio por un instante, y luego dijo así:
—Sé todo acerca de usted, y como no es ni diplomático, ni periodista, ni sacerdote, puedo hablarle sin perífrasis ni omisiones, con la antigua franqueza germánica. Usted ha venido aquí inducido por la curiosidad de ver cara a cara a un déspota de nuevo cuño, y por conocer el secreto de su poder. Quiero satisfacer su curiosidad en seguida, sin perder tiempo en preámbulos hipócritas.
»Yo soy un hombre del pueblo, y conozco mejor que los señores y los politiqueros cuáles son los humores y rencores del pueblo. En los Estados modernos el pecado dominante es la envidia, ya sea de un Estado respecto a otro, ya de las clases entre sí dentro de cada país. En las democracias, y a causa de la multiplicidad de cuerpos legislativos, de consejos y comisiones, los que mandan son demasiados, y sin embargo son demasiado pocos. La masa que se ve excluida, por eso mismo se siente atormentada por celos y envidias continuos. Si la suma del poder se concentra en manos de un solo hombre, entonces las envidias se atenúan y casi desaparecen. El campesino, el obrero, el empleado inferior, el comerciante modesto, todos ellos saben que deben obedecer, pero saben también que incluso sus amos de ayer, banqueros, políticos, demagogos, nobles, están sometidos lo mismo que ellos a ese poder único. La dictadura restablece una cierta justicia de igualdad y aminora las torturas y sufrimientos causados por la envidia. Esto explica la fortuna de que gozan los jefes absolutos de nuestros tiempos y el favor rayano en adoración que les dispensan los países más diversos entre sí.