Voces y gritos, procedentes del patio interior, y de las plantas de abajo, interrumpieron sus meditaciones. Bajaron al patio a la carrera. Algunos hombres corrían de un lado a otro con cubos de agua para apagar una gran pira que pugnaba por incendiar el edificio entero. El viento fuerte, que giraba en el patio como un remolino, alimentaba las llamas, levantaba tizones y brasas, en una especie de gran turbina de ceniza.
La bufera infernal, che mai non resta, / mena li spirti con la sua rapina; / voltando e percotendo li molesta…
(«La borrasca infernal, que no reposa, / rapazmente a las almas encamina: / volviendo y golpeando las acosa…) le vino a la cabeza a Bernard, quién sabe por qué. La tormenta de los lujuriosos del
Infierno.
Y enseguida le acudieron a los labios también los versos del
Purgatorio
con las llamas que queman las almas de los
peccator carnali: Quivi la ripa fiamma in fuor balestra, / e la cornice spira flato in suso / che la reflette e via da lei sequestra…
(«El muro una erupción de llamas muestra, / mas del rellano elévase una brisa / que las rechaza y lejos las secuestra…»). Lugar de perdición aquel, señales divinas, masculló. Debía arrepentirse de sus deseos, y del pecado contra los votos que había contraído, pero no lo conseguía. En una ventana del primer piso, por un instante, vio asomarse a Ester, asustadísima. Corrió enseguida a buscarla, a su habitación, para tranquilizarla. Giovanni lo perdió de vista, mientras estaba ocupado él también en echar una mano para domar el fuego a un lado de la pira, con su capa. Cuando Bernard llegó a la habitación de Ester (la halló abierta), ella ya no estaba. Vio el barreño y la olla llenos de agua, abrió la ventana y los vació uno tras otro en medio del fuego.
Cuando regresó abajo, las llamas estaban casi apagadas. Se empezó a ver una única masa negra en las brasas que se apagaban, el cuerpo de un hombre carbonizado en el centro de la pira. Bernard recogió del suelo, ahora separada del cuerpo, la hebilla metálica de su cinturón, le limpió el hollín y la reconoció: dos caballeros sobre un solo caballo; era todo lo que había quedado de la identidad ya deshecha de Ceceo da Lanzano.
Llegaron a casa de Bruno con retraso, ya por la tarde, y él no estaba. Estaba su mujer, Gigliata da Melara, con su única hija, Sofía, de cinco años. Gigliata recibió a Giovanni calurosamente y no dudó en preparar dos habitaciones para los invitados en la gran casa en la que vivían.
—¿Has tenido noticias de Gentucca? —preguntó.
Giovanni le contó sus últimos movimientos, y su reciente viaje a Rávena. Gigliata añadió que tampoco en Bolonia, desde la última vez que se habían visto, habían vuelto a tener noticias. Después, cuando ella se fue a preparar las habitaciones, la pequeña Sofía se puso a contarle a Bernard una historia estrambótica de elfos y de hadas, y Bernard la escuchaba pacientemente, con expresión divertida, pero también de vez en cuando melancólica.
Habían esperado a Bruno sentados a la gran mesa del comedor. Gigliata le había contado a Giovanni las últimas novedades sobre su marido y sobre los amigos boloñeses que tenían en común. Con ellos había pasado los años más hermosos, los estudios con Mondino dei Luzzi, que les había enseñado la anatomía de Guglielmo da Saliceto, después las experiencias secretas con el maestro averroísta, las disecciones y los contactos con un docto judío que traducía del árabe y había traído de Venecia manuscritos valiosos de ultramar. Gigliata también había aprendido la lengua de Avicena para echarle una mano a su marido, y le mostró a Giovanni el último códice árabe que habían conseguido: los estudios sobre la circulación sanguínea de Ibn al-Nafis.
Tenía un poco de envidia de sus amigos, que se habían quedado en una ciudad universitaria donde bullía la inquietud y abundaban las actividades, mientras que él permanecía solo, exiliado en la ciénaga de una pequeña población provinciana, practicando ese poco de ciencia que había aprendido, lo cual, allí, bastaba para convertirlo en un médico apreciadísimo. Sin embargo Gigliata le informó de que el ambiente estaba cambiando también en Bolonia, que la Iglesia estaba volviéndose rígida y cerrando filas en la intolerancia.
—Todo es culpa de Federico II —dijo—, y no porque no haya sido un gran emperador, todo lo contrario; quizá precisamente porque lo ha sido. Antes de él estaban los monjes que corrían a Toledo a la caza de ciencia islámica; era de ellos de quienes llegaban las mejores traducciones latinas de los principales tratados de los musulmanes y de los griegos en versión árabe. Después, desde que él promovió la ciencia rodeándose de laicos, la Iglesia se puso a la defensiva: el enemigo era Hohenstaufen, y como Hohenstaufen cultivaba la ciencia, el enemigo también era la ciencia. Así el fervor de un Gherardo da Cremona ha degenerado en este sofocante clima de sospecha y de caza al hereje… ¡Quién sabe cuánto tardará la Iglesia en darse cuenta de que Federico hace tiempo que murió…!
Le había contado que Bruno había continuado sus investigaciones por su cuenta cuando el maestro averroísta tuvo que dejar la ciudad, sospechoso de herejía, para esconderse y desaparecer sin dejar rastro. Ahora estaba estudiando el aparato circulatorio y sospechaba que toda la teoría de Galeno de los cuatro humores y de los espíritus delicados podría ser completamente infundada. Sin embargo se guardaba muy mucho de publicar los resultados de sus investigaciones. Bastaba la delación de un colega envidioso para enviar a un médico o a un filósofo natural a la hoguera. En esta situación resultaba difícil poner en común entre ellos sus descubrimientos particulares, de forma que la ciencia progresara. Los estudios sobre los cadáveres habían tenido que suspenderlos, pues se habían vuelto peligrosos.
Giovanni esperaba a Bruno ansioso. Tenía prisa por exponerle los resultados de sus recientes investigaciones, pues confiaba en que su amigo, cuyo saber enciclopédico iba de las Sagradas Escrituras a los Padres de la Iglesia, de los clásicos latinos a los filósofos antiguos y modernos, pudiera ayudarle a descifrar el nuevo enigma al que le había llevado la explicación de aquel viejo del lebrel y del DUX.
Cuando Bruno llegó, se abrazaron como dos hermanos. Gigliata preparó la cena y después, tras haber comido, llevó a la niña a la cama.
—¡Buenas noches, Giovanni! —se despidió—. Ánimo, ya verás que si Gentucca está viva, antes o después volverá a aparecer…
Sofia le preguntó a su madre al oído si Bernard se iría o estaría allí a la mañana siguiente. Gigliata la tranquilizó, al día siguiente podría seguir contándole su historia. Le dio a su padre un beso de buenas noches, saludó con la mano al extemplario y desapareció con Gigliata, que le llevaba hablando de la vida de Bernard y de su cruzada contra los turcos desde hacía ya mucho tiempo.
S
e habían quedado ellos tres —Giovanni, Bernard y Bruno— sentados a la mesa, y Giovanni le había contado a su amigo lo que había sucedido en Rávena: la muerte de Dante, sus sospechas, la desaparición del autógrafo y el hallazgo de las cuatro hojas en el doble fondo secreto del arcón. Después los acontecimientos de la madrugada y el terrible final de Ceceo da Lanzano. Bruno le contó que había visto por Bolonia a un Ceceo da Lanzano a principios de septiembre: un siniestro individuo, por lo que él sabía. No eran amigos, pero se habían saludado como se suele hacer entre paisanos en el extranjero. Ese Ceceo que él había visto era un embaucador, un tipo que frecuentaba ambientes en la frontera entre comercios lícitos e ilícitos, un mediador de intercambios que se dedicaba un poco a todo, y que en un determinado momento se metió también a templario, pero no por amor a la cruzada, sino porque olfateaba quién sabe qué posibilidades de ganancias en el transporte de mercancías para grandes empresas florentinas, las cuales se aprovechaban para sus negocios de las exenciones fiscales de que gozaban las naves de los caballeros del Templo: grandes caravanas pasaban por las ferias de Lanzano en dirección a la Apulia y a Brindisi, donde seguían por mar. Ceceo estaba metido en negocios de ese tipo, no siempre limpios, o al menos eso era lo que se contaba en su pueblo. Cuando la orden fue disuelta, se decía incluso que había sufrido un proceso, pero al parecer había salido airoso. Si lo hubieran arrestado, igual aún estaría vivo…
Después Giovanni había hablado de su descubrimiento nocturno, de los números ocultos en los fragmentos de la
Comedia
hallados en las hojas escondidas en el arcón. Había dibujado el cuadrado numerológico y le había preguntado a Bruno si se le ocurría alguna idea de su significado. Todo parecía representar una gran alegoría de la justicia, que se revela en el cielo de Júpiter, pero Giovanni no lograba entender por qué esos números: el uno y el cinco más cinco.
—¡David y las cinco piedras! —exclamó Bruno—. Claro: el trigésimo segundo sermón de san Agustín, que explica el pasaje bíblico de David y Goliat en el que el uno, el cinco y el diez son interpretados como los símbolos de la Ley. David (cito de memoria) coge cinco piedras para su honda en el lecho del río, como se dice en el primer libro de Samuel, pero una sola es aquella con la que mata al gigante. David es antepasado y prefiguración de Cristo; Goliat, imagen de Satanás. Según el obispo de Hipona, las cinco piedras son símbolo de los cinco libros de la Ley de Moisés y diez, como el instrumento de diez cuerdas tocado por David en el salmo
ad Goliam,
son los mandamientos que el propio Moisés recibió en el Sinaí. Cinco y diez para Agustín significan la Ley. Pero una es la piedra que mata al gigante filisteo, pues la Ley antigua se reduce en el Nuevo Testamento a la unidad, en el único mandamiento del amor, el principio de reciprocidad… Uno, cinco y diez remiten a la actuación de la Ley entre el antiguo pacto, sancionado por los diez mandamientos de las dos tablas y señalado en los cinco libros del Pentateuco, y el nuevo, que los reduce al uno…
Giovanni se acordó entonces de la interpretación de
Tre donne intorno al cor mi son venute
(«Tres mujeres vinieron a mi corazón»), de la que le había hablado Pietro, la
lex divina
que reduce a la unidad la justicia cristiana y que en el
Paraíso
está simbolizada por el águila:
e pluribus unum,
de los muchos una sola cosa, las mil almas que dicen «yo» en lugar de «nosotros».
—Pues ¡claro! —exclamó—. En el poema, en el último canto que tenemos, el águila, que hace única la voz de todos los espíritus que la componen, invita al poeta a mirar su ojo, cuya pupila, el espíritu más importante del cielo de Júpiter, es acaso precisamente David, quien tiene cinco piedras preciosas a su alrededor que circunscriben la órbita. Justamente cinco, como las piedras de David, los libros de la Ley, en el fragmento de san Agustín. ¡Exacto!
Y de David se dice en el vigésimo canto que es aquel
che l’arca traslatò di villa in villa
(«que el arca trasladó de villa en villa»), aquel que llevó a Jerusalén el arca de la alianza, en la que estaban depositadas las tablas de la Ley. Pero del lebrel se dice, precisamente, que acosará a la loba
per
ogne villa…
(«de pueblo en pueblo…»).
—¡El arca de la alianza! —exclamó Bernard animándose, como si hubiera tenido una intuición fulgurante. Cogió la hoja en la que Giovanni había dibujado el cuadrado numérico de Dante y empezó a examinarlo con atención.
—Entonces el lebrel alude a David —prosiguió mientras tanto Giovanni— o al cinco agustiniano de la Torá y del antiguo pacto, a la caza de la loba, triple
corpus diaboli
luciferino que desemboca en lo múltiple: en efecto, se dice que «muchos son los animales con los que se ayunta».
Y he aquí explicado el misteriosísimo
fieltro
que envuelve al lebrel cuando nace: es la tela de lana prensada y no tejida usada por lo general por los pastores, una alusión a David-pastor…
—Podría aludir —prosiguió Bruno— a la profecía de Ezequiel que anuncia el restablecimiento de la justicia en el rebaño de los fieles conducido por David-pastor, que hará desaparecer de su tierra a los animales feroces, alegoría de los males: el
Lynx,
el
Leo
y la
Lupa.
David o un heredero suyo, y heredero de Cristo, vencerá a las tres fieras…
—Si David-lebrel —continuó Giovanni— es el perro que protege su rebaño de las bestias luciferinas, o sea David
miles,
armado con las cinco piedras-libros de la Ley, que debe aún enfrentarse al gigante filisteo, precisamente la derrota de este último en la figura de Felipe el Hermoso, por el contrario, es lo que es anunciado por el fragmento del
Purgatorio
con el
quinientos diez y cinco:
el mensajero de Dios que matará al nuevo Goliat. ¡Eso es! David
miles
se convierte en David
dux,
el jefe del ejército israelita, y el uno y el otro anuncian a David
rex,
pupila del ojo del águila y custodio de la
lex divina,
fundador de la dinastía mesiánica y
figura Christi.
Las profecías del lebrel y del DUX se cumplen pues en el cielo de Júpiter, en el águila que representa la unidad de la justicia. La alegoría numérica se refiere al personaje bíblico de David en la triple apariencia de protector del rebaño, general israelita, finalmente rey, y además figura de Cristo, el treinta y tres, que se alcanza gradualmente: en la selva del mundo con la profecía de Virgilio-razón, después en la cima del nuevo Sinaí con la predicción de Beatrice-teología, finalmente en el cielo de los justos…
—¡El arca de la alianza! —le interrumpió Bernard—. Ese es el mensaje oculto: en el gran libro está sellada la clave para encontrar el arca perdida, que David llevó a Jerusalén y alrededor de la cual Salomón hizo construir el Templo…
Bruno y Giovanni se volvieron hacia él sorprendidos.
—Nosotros en Jerusalén —prosiguió— éramos los custodios del Templo. Fueron los primeros templarios quienes la encontraron, allí donde había sido escondida por los grandes sacerdotes durante el asedio, antes de que Nabucodonosor destruyese la ciudad. En la Cúpula de la Roca, en la gran mezquita octogonal que se levanta donde estaba el Templo de Salomón… Allí cerca estaba nuestra sede, que llamábamos el Templum Domini. El arca es un objeto sagrado dotado de poderes tremendos, en el que dos potencias angélicas representadas en oro custodian las tablas de Moisés. Entre los dos querubines esculpidos sobre su tapa, al gran patriarca se le manifestaba el Dios de los ejércitos, que les señalaba el camino del retorno a la tierra de los padres. Los caballeros de mi orden la custodiaron de nuevo allí, en el Templo, mientras nos quedamos en la ciudad santa. Después Saladino expulsó definitivamente a los cristianos de Jerusalén y entonces, en secreto, los maestros templarios se vieron obligados a trasladarla a otro lugar… ¿Adonde? Este es el misterio, destinado a convertirse en leyenda con el final de la orden…