—¡Muy curiosa y muy inquietante! —corroboró Giovanni.
Buenas noches… Hasta mañana… Sin embargo Bernard no se movía del sitio. Ni siquiera levantó la cabeza. Escribía en una hoja los últimos versos del primer canto del
Purgatorio.
L
a primera en levantarse fue Gigliata, y en el comedor encontró a Bernard aún sentado a la mesa, dormido sobre un fajo de hojas de papel, con una vela ahogada en sí misma a un palmo de su cabeza. Se despertó sobresaltado y se levantó de golpe cuando ella entró en la habitación; la hoja sobre la que se había dormido se le había quedado pegada a la mejilla izquierda, dejándole la señal de una gran mancha de tinta. La noche anterior había pasado algunas horas descifrando los eneasílabos, cuando Giovanni y Bruno se fueron a dormir, y había reconstruido ya todos los versos accesibles. Al final se había quedado amodorrado, cuando estaba terminando su trabajo.
Poco después de Gigliata, se levantaron Giovanni y Bruno, y la pequeña Sofia, que había llegado con su padre, había ido enseguida a saludar a Bernard:
—¿Es verdad que estuviste en la cruzada?
—Sí, hace mucho tiempo…
—¿Y viste a Ricardo Corazón de León?
—No, él estaba en otra cruzada…
—¿Y cómo te has hecho esa mancha en la cara?
—Aceite hirviendo o el fuego griego del último asedio…
—¿Y por qué ayer no estaba?
—Quizá porque aparece solo de noche, cuando sueño con los muros incendiados de San Juan de Acre…
—¿Y qué libros encontraste en San Juan de Acre?
—¿Libros…?
—Sí, libros… Mamá me ha dicho que habéis hecho las cruzadas para traerle los manuscritos árabes a papá…
Gigliata se había echado las manos a la cabeza:
—¡Antes o después, nos entregará a todos a la Inquisición…!
Habían comido tortas dulces y luego, a media mañana, los tres habían salido a dar un paseo por el centro de Bolonia, por el barrio de las
universitates.
Pero muy pronto el extemplario los había dejado solos. De hecho, cuando caminaban por la zona de Santo Stefano, se habían encontrado casualmente a un hombre con una suave cabellera rubia, también él francés y al parecer excaballero, bien vestido, con una vistosa capa roja sobre la túnica blanca y una gran espada en la cintura.
—¡Dan! —lo había llamado Bernard cuando se lo cruzaron, presa de una alegría incontenible.
En cambio el otro no parecía que compartiera su entusiasmo. Se había detenido, lo había mirado atentamente, con la expresión sorprendida de quien no te ha reconocido pero al mismo tiempo no quiere ofenderte.
—Bernard, soy Bernard… En San Juan de Acre, ¿te acuerdas? —le había explicado el extemplario para ayudarle a recordar.
—Ah, Bernard… —había contestado el otro, aún totalmente perplejo.
—Daniel de Saintbrun, mi antiguo hermano y compañero de armas en Outremer. Aún estás vivo, entonces escapaste quién sabe cómo de los mamelucos, pero también del Hermoso de Francia, por lo que veo… —De esta forma se lo presentó a sus amigos.
—¡Claro, en San Juan! —Finalmente, el otro también se había animado un poco—. Perdona que no te haya reconocido enseguida, hay recuerdos de momentos tristes que uno querría borrar de la memoria…
Así fue como Bernard se disculpó y se marchó con Daniel, para celebrar juntos los viejos tiempos. Antes prometió volver a encontrarse con ellos hacia la hora sexta, directamente en casa de Bruno. Giovanni y su amigo, cuando se quedaron solos, se adentraron en el barrio del
Studium,
donde Bruno parecía conocer a todos y de vez en cuando se paraba a charlar con alguien. Se hablaba mucho de la muerte de Dante, pero también de la reanudación de la lucha entre facciones, entre las filas de los Maltraversi y las de los Scacchisi, y después de la crueldad del último Capitán del Pueblo, Fulcieri dei Paolucci da Calboli, un sanguinario. De él hablaba también el poeta en un canto del
Purgatorio;
el magistrado encargado de impartir justicia o
podestà
de Florencia, una veintena de años antes, para hacerse grato a los güelfos negros, que lo pagaban, se había distinguido por obras de refinada carnicería, masacrando a los blancos y también a quien hubiera sido simplemente amigo de uno de ellos. En Bolonia no se había desmentido, y había causado sensación recientemente la condena a muerte de un estudiante español acusado de haber raptado a una joven de buena familia de la que se había enamorado. Los boloñeses de familias de buena posición habían fingido indignación por la pena excesiva, pues los estudiantes ultramontanos eran, para muchos, también un buen negocio, y no se debía coartar su llegada. Pero en el fondo estaban todos más tranquilos por sus propias hijas, y por eso habían asistido desde las primeras filas a la ejecución de una sentencia que, sin embargo, habían juzgado demasiado severa. En el fondo, los estudiantes españoles eran una exigua minoría…, de modo que no se hacía un gran daño: matas a uno, educas a cien… La chica raptada se había encerrado en casa y, según se murmuraba, había intentado quitarse la vida el mismo día de la ejecución. A su prometido ese comportamiento le había parecido muy inapropiado.
Giovanni le había preguntado a Bruno si conocía a uno que llamaban Giovanni del Virgilio, pues los hijos de Dante habían encontrado entre las cartas del poeta una égloga en latín dirigida a él, y le habían pedido a Giovanni que se la entregara. Bruno le estaba diciendo precisamente que era uno de sus clientes más apreciados, afectado por varios males imaginarios, cuando he aquí que se toparon con un hombre alto y delgado que decía que se deleitaba con la poesía latina. Escribía églogas, pero se había presentado con el nombre bucólico de Mopso Siracosio. Estaba acompañado por un joven estudiante de la Facultad de Derecho que se llamaba Francesco, y que el gramático había presentado a Bruno como un estudiante muy prometedor, un mago del hexámetro dactilico. El muchacho era de origen florentino, pero ahora vivía con su familia en Aviñón, en la corte del papa. La suya era una familia de güelfos blancos. Su padre, don Petracco, había conocido bien a Dante, habían estado juntos en Arezzo en los primeros años del exilio. Mopso había expresado su pesar por la muerte del poeta, un luto catastrófico. Él había compuesto dos églogas, con las cuales había exhortado a Dante a escribir un poema épico en latín, pero el de Rávena no le había contestado.
—Disculpad, don Mopso —dijo entonces Giovanni intentando emplear un tono adecuado—, ¿sois vos aquel a quien fuera de Trinacria llamaban Giovanni del Virgilio?
—No creo ser tan conocido, fuera de Trinacria, ni por otro lado aspiro a una popularidad de bajos fondos. Escribo en latín precisamente porque no quiero que artesanos y arrieros ignorantes canten mis versos en los cruces como hacen con la
Comedia
de Dante, dado que él se rebajó a componerla en la lengua de las pueblerinas. Solo la poesía latina puede aspirar a las cumbres del Parnaso, ¿verdad, don Francesco?
—No, lo digo porque —había continuado Giovanni un poco incómodo— de Rávena, de los hijos de Dante, he conseguido y traigo conmigo una égloga del poeta para entregar a un tal Giovanni del Virgilio, a decir verdad no muy conocido en los bajos fondos ni entre las pueblerinas que yo frecuento…
—Dádmela enseguida —le había conminado perentorio el otro, alargando la mano.
Giovanni extrajo enseguida de su bolsa el legajo y se lo entregó. Mopso lo abrió con la avidez con la que un hambriento abriría el trapo que envuelve la torta aún caliente. Se puso a leer con lágrimas en los ojos.
Velleribus Colchis praepes detectus Eous.
—Ya decía yo que me contestaría, solo le faltaba entrenamiento con los hexámetros —dijo; después se leyó de carrerilla toda la égloga latina que Dante le había enviado—. No lo podéis entender, vos no podéis entender… —repetía de vez en cuando, interrumpiendo la lectura—. Dante quería comunicarme —dijo finalmente— que no podía venir aquí a Bolonia mientras estuviera Polifemo… Fulcieri da Calboli, lo llama así. Mientras él fuera Capitán del Pueblo aquí, el poeta no habría podido poner los pies en esta ciudad. En efecto, este hubiera podido entregarlo por dinero a los güelfos negros de Florencia, ávido como estaba…
—¡Lástima! —comentó Bruno—. Parece que, expirado el mandato del Paolucci, deba reemplazarlo Guido Novello da Polenta, el actual señor de Rávena, mecenas y poeta a su vez, lo que restituiría un clima ciudadano extremadamente favorable. Dante habría podido honrarnos con una prolongada permanencia…
—En cualquier caso no habríamos podido celebrarlo, aquí en el Universitas Studiorum —dijo Mopso finalmente—, sin una gran obra suya en latín. Cuanto más pienso en ello más… Pero si el buen Dios así lo ha querido… Se ve que será algún otro quien le robe la fronda penea, ¿verdad, don Francesco? Pero aún me tiro de los pelos cuando pienso qué gran poeta latino habría sido, no entiendo por qué eligió escribir en toscano moderno… ¿Sabéis? Al comienzo quería componer su poema precisamente en hexámetros virgilianos. ¡Ah, si lo hubiera hecho! Hoy, dada su profunda doctrina, lo consideraríamos un grandísimo poeta… Después, infaustamente, cambió de idea, decidió dar margaritas a los cerdos, y hoy se oye a herreros y tenderos estropear sus versos, los cencerrean en sus locales mientras golpean el hierro u ordenan los estantes, y las sagradas musas van a esconderse quién sabe dónde, horrorizadas…
Mientras decía estas cosas, el joven Francesco, que estaba con él, ponía expresiones de sufrimiento físico. Giovanni decidió intervenir en defensa de aquel a quien ya empezaba, cada vez más, a considerar su padre:
—En cambio, hizo bien escogiendo el vulgar —dijo—, fue coherente con su pensamiento político; pensó en el futuro, en que el latín caerá en desuso y los italianos necesitarán una lengua común, como los franceses… El vulgar es el sol nuevo, que asomará donde el otro se pondrá…
—¿Los italianos? —preguntó Mopso, como si el concepto le fuera del todo ajeno.
Después se sumó al corrillo otro personaje, un ascolano, para variar llamado Ceceo, que tenía, él también, por lo que parecía, algo que decir sobre la
Comedia
de Dante, pero no a propósito de la forma, más bien cuestionaba la doctrina:
—Lo peor —decía— no es que instruya al pueblo, sino que lo haga con teorías equivocadas, sin citar nunca, que a mí se me alcance, a Alcabicio y el Sacrobosco… Dante es un falso profeta que enseña una doctrina falsa. Para empezar, vivo y con todo el cuerpo no podía pasar a través de las esferas cristalinas… El pueblo es analfabeto, y corre el riesgo de creerlo, pero así se alimentan creencias peligrosas…
—¿Peligrosas? ¿Y para quién? —preguntó Bruno.
—Además, para abreviar —continuó Ceceo d'Ascoli—, la astrología practicada por ese sublime impostor hace aguas por todas partes. ¿Queréis una prueba bien sencilla? Pues bien: ¿cómo empieza el poema?
Nel mezzo del cammin di nostra vita…
Si el
mezzo del cammin di nostra vita
son los treinta y cinco años, Dante habría tenido que morir a los setenta; por tanto, dado que murió a los cincuenta y seis, convendréis conmigo en que no ha sabido ni siquiera prever la fecha de su muerte. ¿Os parece un astrólogo digno de confianza?
—Pero no es un astrólogo, es un poeta —rebatió Giovanni.
—Decid entonces cuándo moriréis vos, jovencito, si sois un astrólogo más perspicaz que él… —le había respondido Giovanni del Virgilio.
—Fácil, señor, entre setecientas cinco revoluciones de Marte
ab Incarnatione Dei
y ciento doce de Júpiter, basta hacer las cuentas…
—Pero, a cara y cruz, nos habéis señalado un lapso de tiempo de una decena de años… —dijo Bruno tras haber hecho mentalmente unos cálculos.
—Y Dante se equivocó en catorce, así pues…
—En cualquier caso, os habéis infligido la muerte demasiado joven…
—¡Estad listos, entonces, estáis todos invitados a mi funeral!
Giovanni había reflexionado sobre el hecho de que, por lo que respecta al móvil, también en Bolonia se encontrarían numerosos asesinos potenciales del poeta, entre académicos un poco envidiosos y políticos sanguinarios.
—¿Quiénes? ¿Los académicos? —había comentado Bruno cuando se quedaron solos—. La aritmética con ellos sería una ciencia imposible: solo una serie ilimitada de números uno…
Habían regresado a casa a la hora de comer. Así habían sabido por boca de Gigliata que Bernard, en el ínterin, se había marchado. Había regresado antes que ellos, había recogido sus cosas, garabateado dos líneas y dejado una nota para Giovanni. No volvería pronto, eso había dicho, pero no había explicado adonde se dirigía. Se marchaba con Dan, el viejo amigo con el que se había encontrado en Bolonia después de tantos años. Giovanni cogió la nota, la abrió y cayó una moneda al suelo, que recogió. Era un ducado veneciano. Leyó el mensaje:
Querido Giovanni:
Perdona si me marcho así. Despídeme de tus simpáticos amigos, especialmente de la pequeña Sofía.
La noche pasada acabé de descifrar el mensaje y ahora sé dónde se esconde el arca sagrada que David llevó a Jerusalén junto con las tablas de Moisés. El amigo con el que me encontré en Santo Stefano es un viejo compañero de armas, que se marcha hoy con una compañía de romeros en peregrinación a Roma. Me voy con él. Haremos un trecho de camino juntos, después continuaré, como peregrino solitario, hasta el nuevo Templo.
Acuérdate de Terino da Pistoia y de Checca di San Frediano, y buena suerte en tus investigaciones. Cuando acabe, de regreso vendré a Bolonia para saber dónde te has metido mientras tanto. Adjunto un ducado de Venecia y te ruego que me hagas un pequeño favor. En la posada de la Garisenda, donde han matado a Ceceo da Lanzano, hay una muchacha llamada Ester.
No es una prostituta, es la madre de dos niños.
Es una mujer que merecería una vida mejor. Llévale el ducado. Dile que se lo envía Bernard, el excruzado. Dile que…
Bueno, dile lo que quieras. Cuando regrese, iré a pedirle que se case conmigo.
Gracias por todo, amigo. Espero volver a verte pronto,
Bernard
G
iovanni estaba tentado de abandonarlo todo y regresar a Rávena a buscar los trece cantos del poema que faltaban, confiando en que los ladrones no los hubieran encontrado ya, y abandonar las investigaciones, ahora que parecía que desembocaban en un callejón sin salida. Ir a Florencia, antes de volver definitivamente a Pistoia, y hacer un último intento de hallar al otro sicario, el marcado, le parecía la única posibilidad concreta de resolver la intriga. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más le parecía también esta una mera hipótesis. Terino da Pistoia podía estar en cualquier parte en realidad, quizá no se había movido nunca de Bolonia; quizá había sido él mismo quien eliminó a Ceceo da Lanzano, o a la inversa, quien les había contratado, para borrar toda memoria del homicidio, podía haberlos quemado a ambos. Un viaje a Florencia tenía muchas probabilidades de acabar en fracaso.