El libro secreto de Dante (32 page)

Read El libro secreto de Dante Online

Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El libro secreto de Dante
6.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Perdona! —le había dicho Gentucca, poniéndose de pie en cuanto él entró.

—¡Perdóname tú! —contestó—. ¿Estás armada? —le preguntó acercándose a ella.

—Sí —dijo abriendo la mano y mostrando una piedra sucia de sangre—, pero ya no tengo intención de usar esta clase de armas… Mi hijo me pregunta continuamente por su padre, me ha contado varias veces tus nobles gestas en Rávena… Toma esta piedra, mantenía lejos… ¿Me has sido fiel durante todos estos años?

Había respondido que sí, sin dudarlo.

—Estos nueve años han pasado demasiado deprisa, y los he vivido como si todo el tiempo supiera que hoy nos volveríamos a ver aquí. Tenía la certeza que por lo general se tiene de lo ya pasado, de las cosas que han sucedido antes… Era una esperanza que tenía la consistencia de los recuerdos. No sé cómo eso es posible, y me atormenta. Quizá en algún que otro momento de debilidad te he deseado en otras mujeres, pero solo para después echarles en cara que no fueran tú; es como si hubiera vivido todo el tiempo esperando este momento, que ha llegado finalmente para dar sentido a mis días…

Pero eso no eran más que palabras, y ni siquiera le dio tiempo a pronunciarlas todas, pues mientras sonaban sus bocas se habían acercado tanto que no había espacio para que saliera la voz. Por un instante se quedaron así, inmóviles, inseguros, demasiado cerca como para poder mirarse bien a la cara, demasiado lejos para besarse. Dudaron, después se zambulleron el uno en la otra, y entendieron que ese beso estaba allí desde siempre, que también el tiempo se había detenido para que tuviera lugar.

Y todo volvió a empezar como si los nueve años transcurridos mientras tanto no hubieran existido.

Para ellos fue la segunda primera vez.

En los días siguientes Giovanni y Gentucca regresaron a Pistoia para acompañar a su casa a Cecilia Alfani y para vender la casa de Giovanni. Después estuvieron algunas semanas en Lucca para vender las propiedades familiares. Estuvieron lejos durante algunos meses y mientras tanto el pequeño Dante permaneció bajo el cuidado de Bruno y Gigliata. Cuando regresaron compraron una casa en Bolonia, y Bruno y Giovanni abrieron juntos una pequeña clínica basada en el modelo de los hospitales árabes, con algunas camas para la recuperación, un hogar para el enfermo como había pocos en Europa. Se granjearon algunas envidias, sobre todo por parte de los médicos boloñeses del
Studium,
que intentaron boicotearlos por todos los medios. Pero lograron hacerse con una clientela fiel, y los pacientes declaraban estar satisfechos con sus curas.

Gentucca se encontraba de nuevo embarazada; estaba convencida de que sería una niña y había decidido que la llamarían Antonia.

VII

E
ster hizo todo el viaje mirándose en el espejo y arreglándose ahora el cabello, ahora el maquillaje de la cara. Sus niños dormitaban entre sobresalto y sobresalto del carro. Con ellos viajaban otras dos chicas más jóvenes que ella y sin hijos, sentadas sobre su equipaje; también estas se arreglaban a menudo el maquillaje y se empolvaban la cara, otorgándole al rostro el color blanco de una perla, como les gusta a los hombres. Hablaban por alusiones para que los niños no las entendieran. Estaban muy excitadas por este cambio decisivo en sus vidas. Ya no trabajarían más en la inmundicia, ya no frecuentarían a gente sórdida; la villa adonde iban se decía que tenía agua corriente, un lujo de reyes. Se trataba de unos señores muy ricos; a su servicio estarían bien, disfrutarían de todas las comodidades, comerían caza y beberían
vernaccia,
el vino blanco de la Toscana, por no hablar de las garantías con que contarían en caso de accidente, pues con su oficio…

—¿Qué tipo de accidentes puede haber en tu oficio, mamá? —preguntó el pequeño Gaddo, que creía que su madre cuidaba a los enfermos.

—Puedes coger enfermedades que hacen que se te hinche la barriga… —respondió una de las dos chicas riendo.

—¿Hidropesía? —preguntó el mayor, Taddeo.

—¿Y qué pasa con la hidropesía, mamá? —preguntó de nuevo Gaddo.

—Llega un bichito que te hace
biri biri
en la tripita… —contestó Ester, y comenzó a hacerle cosquillas en la barriga.

Habían llegado a su destino a primera hora de la tarde. Daniel de Saintbrun había bajado de su caballo y había ido personalmente a abrir la parte trasera del carro. Les había ayudado a bajar y se habían encontrado en el jardín de una villa rodeada por una gran extensión de terreno, delimitado todo él a su alrededor por muros fortificados con puestos de guardia y guarniciones de hombres armados. Bonturo se había asomado a la puerta de la casa con cuatro criados. Había mirado a las tres mujeres como haría un carnicero con una partida de carne fresca, examinándolas con la mirada de la cabeza a los pies. Después había sonreído satisfecho. Hizo un gesto a un criado, que cogió a los niños y se los llevó con él.

—Estaréis muy cansadas del viaje —les dijo a las mujeres.

Otro criado acompañó a las señoras a sus habitaciones. Dos más descargaron el carro y se ocuparon de los equipajes.

—Entonces, Dan, ¿cómo va, viejo truhán? —preguntó Bonturo al francés cuando se quedaron solos.

—¿Satisfecho con la mercancía? —preguntó a su vez el extemplario.

—¿Era necesario traer a esa con los niños?

—Pruébala primero y después me dices si valía la pena…

Bonturo estalló en una gran carcajada y le soltó un golpetazo tremendo en el hombro.

—¿Y tú qué haces? ¿Te quedas aquí algunos días? —le preguntó.

—Ahora tengo que marcharme corriendo a la ciudad a ver al jefe, tengo un asunto urgente que solucionar, pero espero poder volver antes de la puesta de sol. Me gustaría beneficiarme a mamá Vagina esta noche, si no te molesta. Te dejo encantado a las más jóvenes, carne fresca… Y si quieres también a los niños… —Los dos comenzaron a reírse como locos de la broma—. He trabajado tanto en los últimos meses que creo que me merezco un poco de distracción… —concluyó.

Metió el pie en el estribo y se montó en el caballo.

Bonturo ni siquiera se despidió. Volvió enseguida a la casa a echar una ojeada a la mercancía.

Un criado lo acompañó arriba. Daniel fue conducido a la sala grande, donde don Mone lo esperaba ansioso, sentado al escritorio de siempre, con el ábaco y el papel de Fabriano.

—Todo bien —dijo el francés para romper el hielo, y sacó un montón de papeles donde estaban registradas minuciosamente las cuentas y los documentos de venta—. A casa de
messer
Bonturo he llevado tres fulanas que solo con verlas te resucitarán lo que tienes entre las piernas. Disfrutaremos, ya verás qué pascuas de resurrección… —añadió.

Pero don Mone no lo escuchaba, o eso parecía. Había empezado a repasar las cuentas y a apuntar cosas en una hoja. Había sido un excelente negocio y Daniel un buen servidor. Lástima que la orden hubiera sido disuelta. Con los templarios su empresa, ya con su abuelo y después en gran medida con su padre, había hecho negocios sustanciosos. Mediante el rey angevino de Nápoles, habían conseguido un puesto relevante en el aprovisionamiento de los cruzados, primero en San Juan de Acre y después en Chipre. Toneladas de grano de sus almacenes salían continuamente de los puertos de la Apulia cargadas en naves del Templo, exentas de impuestos, con el pretexto de abastecer a los caballeros. De ahí salía dinero limpio que nutría las cajas destinadas a la actividad crediticia. Don Mone lloró cuando recibió la noticia de que el Bello de Francia tenía la intención de condenar y disolver la orden. Tenían espías en la corte francesa de la época en que Felipe IV, para financiar sus campañas militares en Flandes y en Guyena, había requisado todos los bienes de los banqueros judíos e italianos. Pero habían quedado los Albizzi y Musciatto Franzesi, un viejo zorro, que habían intervenido oportunamente con préstamos al rey a cambio de algunos favores. Con el soberano de Inglaterra era otro asunto: le prestaban dinero con amplias garantías y a cambio les daba el contrato de los derechos aduaneros sobre las exportaciones de lana. Así podían mantener bajos los impuestos sobre la lana destinada a Florencia y altos los que se cargaban sobre la lana que se dirigía a otros lugares. El rey de Francia, en cambio, solo tenía su tesoro para ofrecer como aval, y parte de ese tesoro estaba depositado en las cajas del Templo. Su próxima víctima tenía las horas contadas…

Llevaban tiempo moviéndose: habían negociado la adquisición de todos los bienes inmuebles a los que habían podido meter mano de los templarios en Italia. Ya casi tenían firmados los documentos de compra cuando, en 1307, los jefes del Templo fueron arrestados en Francia. Ganando tiempo, esperaron a que cayeran los precios con la amenaza de la confiscación eclesiástica y corrompieron a viejos sargentos y tesoreros de la orden, comprando todo a precios bajísimos. Finalmente, pasado cierto tiempo, revendieron a precios de mercado, con lo que obtuvieron unas ganancias de vértigo. Daniel era el hombre que necesitaban, por sus viejas amistades, y había trabajado bien, obteniendo a su vez un gran provecho personal.

Llegó a las últimas páginas; todo estaba en orden, las ganancias habían sido inmensas. El último papel contenía una lista de gastos extra que don Mone tenía que reembolsar.

—¿Ceceo d'Ascoli? —preguntó.

—No tiene nada que ver con lo demás —respondió Daniel—, le pagamos para que desacreditase la
Comedia
de Dante en Bolonia, e hizo un excelente trabajo…

Daniel sacó también el autógrafo del poema de Dante que sus hombres habían robado en Rávena. Lo dejó sobre la mesa, ante los ojos atentos de don Mone.

—Los otros gastos se refieren a las fulanas y al… asunto Dante… Alguien, ejem, lo sacó de la circulación, como se había ordenado, y después los asesinos también fueron eliminados… Aparte de eso, por casualidad, en Bolonia me encontré con un tipo que estaba al corriente, no sé cómo, del crimen… Tuve que matarlo también a él…

Sin duda se trataba de Giovanni Alighieri, pensó enseguida don Mone, ese maldito entrometido, ¿qué otro podía ser?

—Nadie —afirmó— te dijo que mataras al poeta, yo jamás te encargué hacerlo…

«¡Maldito hipócrita! —pensó Daniel—. Tú solo me ordenaste que no se finalizara el poema, hacer lo necesario para que quedara incompleto, o sea que ya me dirás cómo se hace para impedirle a un escritor que escriba… ¿Le cortas la mano derecha? Todavía podría dictarle su obra a algún otro… ¿Las manos y la lengua? A lo mejor aprendería a escribir con los pies…».

Don Mone se levantó, cogió el autógrafo de la
Comedia
y lo echó al fuego que ardía en la chimenea.

—¿Habéis podido al menos impedirle llevar a término la tarea?

—Sí, falta aproximadamente la mitad del
Paraíso.

El anciano banquero se acercó a la ventana abierta y se puso a contemplar la ciudad de Florencia, con sus torres extendiéndose a sus pies. Reconocía cada casa, cada tienda, y todos los almacenes que le pertenecían. No, él, el viejo Mone, no había ordenado matar a Dante. Él había sido siempre un buen cristiano, sus relaciones con la Iglesia eran excelentes… Los negocios eran los negocios, los capitales se multiplicaban, también lo decía el Evangelio, pero ¡cuántos de sus beneficios habían acabado después como donación a la Iglesia! No había sido él, no, quien había pedido la muerte del poeta. Pero a veces, cuando eres un hombre poderoso, las cosas acaban así. Tus colaboradores deciden erigirse en intérpretes de tus deseos y van más allá de tus propias intenciones. Puede suceder, cuando eres alguien importante… «Al parecer era la voluntad de Dios», se dijo. Cierto que él se habría contentado con que Dante no hubiera escrito nada jamás. De hecho pensaba que ya había zanjado para siempre sus asuntos con él cuando, con sus amigos güelfos negros, había decidido su expulsión de la ciudad… Lo había hecho por el bien de Florencia, más que por animosidad personal: el poeta era un exaltado, en los consejos ciudadanos repetidamente se había metido en asuntos que le quedaban grandes, como todas las veces que se opuso a enviar las tropas florentinas al papa, que las había solicitado… Hombre de paz, una cabeza llena de bellas ideas, pero no entendía nada de los asuntos de su época, no imaginaba ni siquiera remotamente cómo funcionaba el mundo de los negocios… «Nosotros mantenemos con el papa un acuerdo especial, tenemos créditos que cobrar, no le podemos decir que no así a la ligera… Los soldados que murieron…, qué se le va a hacer, morir es su oficio, les pagan para hacerlo… Pero el exilio no es más que un exilio». Ellos, los güelfos negros, para nada lo habían matado… «Además, ¿quién se creía que era? Se había puesto a escribir la
Comedia,
donde…, donde mi pequeña Bice, mi primera y adorada mujer, mi veneno, mi condena…, donde la pobre Bice, rebautizada Beatrice, se marcha del Paraíso para salvar a Dante, que se ha perdido en la selva del mundo. ¡Algo de locos! ¿Por qué tuvo que hacerlo? ¿Solo porque el poeta la amó de joven? Por supuesto. Pues menuda herejía, porque está escrito:
No desearás a la mujer de tu prójimo…
Es un pecado grave, ¿y Dios salvaría al poeta de su pecado contra los mandamientos de Moisés? ¡Vaya idiotez…!».

Pero en el fondo lo sabía: Dante había escrito la
Comedia
para vengarse de él, para desquitarse, para invertir el destino. Había querido ganarle la partida que ya había perdido volviéndosela a jugar en el terreno de la fantasía, como haciéndose trampas en un solitario. Lamentablemente, esa abstrusa fantasía suya estaba teniendo un éxito inmenso, algo que don Mone no lograba explicarse. Al final, existía el riesgo de que el poeta ganara de verdad.

«¿Ganar qué? ¿Qué le gusta a la gente de este poema? ¿La idea de que haya una justicia divina que castiga a los malvados y premia a los justos? Sobre eso estamos todos de acuerdo: con tal de que nos dejéis este mundo, quedaos vosotros con el otro… Pero el caso es que además transmite, de forma solapada, el mensaje de que dicha justicia opera también en esta tierra, lentamente, sin llamar la atención; pretende que la propia historia de los hombres… premiará a la larga a quienes lo merezcan, a los que hoy parecen vencidos, que habrá salvación en esta vida, aunque los justos perdedores de hoy probablemente ya no lo verán… Que el odio muere con quien odia, pero que el amor prosigue su obra paciente…

»Yo muero, mis propiedades se dispersan, y en cambio la
Comedia
permanece…».

Other books

Rafael by Faith Gibson
Dorothy Eden by Never Call It Loving
Signal by Cynthia DeFelice
Queen of the Dark Things by C. Robert Cargill
Bob Servant by Bob Servant
Facing Me by Cat Mason
Sea Change by Robert Goddard
Flathead Fury by Jon Sharpe